jueves, 24 de diciembre de 2020

Chicas raras


Al final de la mesa redonda organizada en 2009 por el Instituto Cervantes, Una mirada del siglo XXI sobre la obra de Ana María Matute, en la que la protagonista compartió charla con las también escritoras, Espido Freire y Juana Salabert, un asistente del público le preguntó a Ana María Matute si creía en la existencia de una literatura femenina, a lo que ella respondió:

«Qué sé yo. A lo mejor. No sé. Desde luego, un hombre y una mujer son diferentes. Ahora, que su literatura sea distinta, no lo sé. Ha habido mujeres que han escrito como hombres, George Eliot, por ejemplo, que parecía un hombre; sin embargo, Proust, lo que escribió, podía haberlo escrito una mujer, por su sensibilidad. Es más de la personalidad de quien escribe. No creo que importe mucho el sexo. Lo que importa es la mentalidad».

Al hilo de la pregunta, Juana Salabert quiso hacer un inciso, preguntándose por qué esa cuestión siempre surge cuando se entrevista a una mujer escritora y nunca cuando es un hombre el escritor, y añad: «Tal vez deberíamos preguntarles si ellos hacen o creen en una literatura masculina».

Yo no creo que exista una diferencia formal clara entre la literatura masculina o femenina; si creo, sin embargo, que hay una clara diferencia conceptual, y radica en su visibilidad: A los ojos de la crítica literaria y del canon oficial, siempre han escrito los hombres, solo tenemos que echar un vistazo a historias literarias, manuales universitarios o antologías. Aunque todos sabemos ya que la realidad es otra, hay que escarbar mucho, y muy profundo, para encontrarlas a ellas, incluso ahora que tanto se habla de paridad y de igualdad.. Lo que sí puede ocurrir es que la escritora, en un tiempo determinado, se vea en la necesidad de adecuar su estilo, incluso su mensaje, al momento en el que escribe, olvidándose de modas y corrientes imperantes, si quiere ver su obra en los estantes. Una de las épocas en que este fenómeno se ha dado con más claridad es en la narrativa femenina de la posguerra española, donde a la invisibilidad natural de la mujer hay que sumar la censura y, sobre todo, la concepción que el régimen franquista tenía de la mujer, a la que consideraba un ser inferior, tanto física como intelectualmente.

Es cierto que las primeras escritoras que se dieron a conocer en este periodo lo hicieron a través de un género eminentemente femenino, clasificado como “subliteratura de masas”: la novela rosa. Las primeras de estas obras ven la luz en los años de la guerra civil, dentro de la zona nacional, e intentan ser una válvula de escape, un trampantojo de la realidad. Muestran un mundo ideal en el que, a través de personajes prototípicos y lugares comunes, casi siempre exóticos, todo acaba bien: no importa lo pobre que sea la joven protagonista, ni los errores que haya cometido en su vida anterior, porque siempre habrá un hombre mayor, rico y poderoso pero de buen corazón, que le ofrecerá una segunda oportunidad y la hará feliz. El éxito rotundo de estas novelas tuvo dos aspectos positivos para las otras escritoras, que son las que nos interesan. Por un lado vieron que, apoyándose en aparentes patrones de género, no les resultaba difícil sacar adelante novelas que nada tenían que ver con este subgénero, aunque algunas fueron un poco más allá y aplicaron estructura y personajes de la novela rosa a obras que escondían mensajes más comprometidos. De alguna manera, las autoras de novela rosa habían conseguido que el trabajo de escritora, más que una profesión, fuese considerado un divertimento sin malicia, desempeñado por niñas bien o por mujeres afines al régimen, y que por eso podía ser aceptado. Lo que no esperaban es que hubiera tantas mujeres con inquietudes literarias, que además escribían bien y ganaban premios, y que no siempre guardaban en su cabeza las ideas esperadas.

El pistoletazo de salida lo dio Carmen Laforet, ganando la primera edición del Premio Nadal, con su novela Nada. Entre 1944 y 1960, seis mujeres se alzaron con este premio: Carmen Laforet (1944), Elena Quiroga (1950), Dolores Medio (1952), Llüisa Forrellad (1953), Carmen Matín Gaite (1957) y Ana María Matute (1959). Esta última ganó también, en ese periodo, el Nacional de Literatura y el Planeta. Había nacido un grupo de escritoras que tenía mucho que decir, aunque la mayoría lo hiciera a su manera, por lo que no se las puede considerar una generación. Por ejemplo, de Ana María Matute, escribe Raquel Conde Peñalosa, que posiblemente está más cerca de Rafael Sánchez Ferlosio que de Mercedes Ballesteros, Dolores Medio o Eulalia Galbarriato. Además de las escritoras citadas, Lucía Montejo Gurruchaga nos proporciona otros nombres, como  Concha Alós, Teresa Barbero, Rosa María Cajal, Concha Castroviejo, Paulina Crusat, Mercedes Formica, Carmen Kurtz, Elena Soriano o Mercedes Salisach.

Buena parte de las novelas de estas mujeres comparten un recurso interesante: la voz narrativa, ya sea en primera o tercera persona, recae en una muchacha en el paso de la adolescencia a la madurez, muchas veces inducida por los acontecimientos. Son chicas que no se conforman con lo que les ofrecen, con lo que acepta sin rechistar una inmensa mayoría de las chicas de su edad, que además no las comprenden; ellas quieren estudiar, sueñan con otro tipo de amor que nada tiene que ver con el matrimonio y envidian la libertad que disfrutan sus compañeros hombres, por eso, para intentar vivir de igual a igual, muchas veces optan por su compañía. El primer ejemplo claro de este tipo de personajes es Andrea, la protagonista de Nada. Cuando Carmen Martín Gaite se fijó precisamente en ella para acuñar el término de “chica rara”, no lo hizo pensando solamente en el personaje de ficción, sino que se vio ella misma siendo el alma de Natalia, protagonista de Entre visillos, y vio también a todas esas otras escritoras que llevaban de la mano a otros tantos personajes disonantes en la concepción de género de la época. A ellas les dedica todo un capítulo de su libro Desde la ventana. Escribe Martín Gaite:

«lo innovador de Nada está en que Carmen Laforet ha delegado en Andrea para que mire y cuente lo que sucede a su alrededor, en que no la ha ideado como protagonista de novela a quien van a sucederle cosas, como sería de esperar, sino que la ha imbuido de las dotes de testigo».

Eso es lo que las hace diferentes: sus personajes son capaces de ver, de pensar sobre lo que ven y de contarlo. Porque son testigos de lo que cuentan, podemos pensar también que sus voces no deben estar muy lejos de las voces de sus creadoras, de esas mujeres que se han dado cuenta de que les han robado sus derechos y que por eso tienen mucho que decir. Como sus protagonistas, ellas se han visto obligadas a vivir en un ambiente hostil, que no han elegido, y que tienen que intentar cambiar o, al menos dejar claro que no están de acuerdo. Sin embargo son una minoría, por eso dice Martín Gaite que Andrea «era una chica “rara” infrecuente», y lo explica de esta manera:

«En una España como la de la primera posguerra, anclada en la tradición y agresivamente suspicaz frente a cualquier “novedad” ideológica que llegara del extranjero, el escepticismo de Andrea y las peculiaridades insólitas de su conducta la convierten en audaz pionera de las corrientes existenciales tan temidas y amordazadas por la censura española, que en general aborrecía de las decepciones».

Y añade que, gracias al ejemplo de Andrea, las nuevas protagonistas de la novela femenina desafinarán, se instalarán en la marginación, pensarán desde ella y serán conscientes de su excepcionalidad, con una mezcla de impotencia y orgullo. Y pone varios ejemplos, todos ellos, dignos de un análisis más detallado y profundo.

Habla de Lena, la protagonista de Nosotros los Rivero, de Dolores Medio, a la que su propio hermano recrimina que viva obsesionada por la idea de que los Rivero son gente rara y que quiera encontrar, en cualquier cosa, un síntoma de ese desquiciamiento. Habla también de Valva, la adolescente creada por Ana María Matute en Los Abel, que procede ya de por sí de una familia rara, con los consiguientes problemas que eso le acarreará frente a la sociedad; aunque no siempre tiene por qué ser así, y recurre para explicarlo a dos de las protagonistas de su novela Entre visillos, Natalia y Elvira, chicas que viven en un entorno familiar que no cuestiona las normas de convivencia impuestas, son ellas las que lo hacen. «Las dos chicas son raras y su comportamiento está presidido por el inconformismo». Carmen Martín Gaite observa otro punto en común en todas estas heroínas “hermanas” de Andrea, la necesidad de romper las ataduras que las impide lanzarse a la calle. Cuando lo logran, no buscan en la calle una aventura apasionante, sino el cobijo que no encuentran en su casa:

«Quieren largarse a la calle, simplemente, para respirar, para tomar distancia con lo de dentro mirándolo bien desde fuera, en una palabra, para dar un quiebro a su punto de vista y ampliarlo».

Desde nuestra perspectiva, ya en la recta final del primer cuarto del siglo XXI, puede que sea interesante contrastar el testimonio que aportan todas estas novelas con la historia oficial de una época que parece que no ha existido, por un lado, porque siempre se ha contado desde el punto de vista de los vencedores y, por otro, porque la transición española se construyó desde el silencio impuesto por el sufrimiento. Por eso es importante indagar entre las páginas que nacieron de la pluma de este grupo de mujeres olvidadas por la historia, condenadas a ese otro exilio no reconocido que fue vivir e intentar trabajar con dignidad en la España de posguerra. Ana María Matute lo explica a la perfección:

«Yo tuve que vivir una adolescencia amarga en una época durísima, pasar lustros y décadas de mi vida en un régimen estúpido y avasallador sin libertades, si miro atrás me doy cuenta de lo que hemos soportado, pero supongo que resistimos porque la vida puede con casi todo, y en el caso de nosotros, los jóvenes, pues nos empujaba la curiosidad, nos ayudaban el entusiasmo y las ganas de hacer cosas, de leer y descubrir en medio de tanta necedad, tanta represión y prohibiciones sin número.

Pero no fueron las de la posguerra las únicas mujeres de la historia reciente de España que sufrieron esta injusta indiferencia hacia la mujer. Unos pocos años antes, en el entorno del grupo del 27, un buen número de mujeres dedicadas en cuerpo y alma a la cultura, tuvo que sufrir un doble exilio, el de tener que abandonar su país a causa su derrota en la guerra civil, y el de la incomprensión de su trabajo, que no fue valorado ni por sus propios compañeros de generación.

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Conde Peñalosa, Raquel (2004). La novela femenina de posguerra (1940-1960). Madrid: Editorial Pliegos.

Martín Gaite, Carmen (1987). “La chica rara”, capítulo 4 del volumen Desde mi ventana. Madrid: Espasa Calpe.

Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.

Salabert, Juana (2016). “Ana María Matute a este lado del paraíso, en Campo de Agramante: revista de literatura, núm. 22. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Fuente foto Martín Gaite: Wikipedia https://cutt.ly/fh8TQUJ





jueves, 10 de diciembre de 2020

El triste retorno a Ítaca



«Era uno de sus mejores años; pero tanta felicidad no duró». Así comienza el artículo sobre Dulce Chacón que Liborio Barrera escribe, en El Periódico de Extremadura, el 4 de diciembre de 2003. Dulce Chacón era una de las más claras realidades de la literatura española de los últimos años y acababa de morir, a causa de un cáncer de páncreas, a los cuarenta y nueve años de edad. «Durante los meses precedentes –añade Barrera–, la escritora extremeña había conocido la gloria literaria y social. Había viajado a Irak antes de que comenzara la guerra y había conocido a mujeres que sufrieron la represión bajo el franquismo tal y como había reflejado en su novela La voz dormida». Esta, su última novela, había sido premiada en la Feria del Libro de Madrid por el Gremio de Libreros de la capital como Libro del Año 2003 y había encandilado al director de cine Benito Zambrano que nada más leerla se puso en contacto con la autora para hablarle de su interés por adaptarla al cine. Cuando por fin pudieron encontrarse, ella ya estaba en el hospital, allí quedaron en verse de nuevo para trabajar juntos en el guion, pero eso nunca ocurrió, pues Dulce Chacón murió un mes más tarde, cuando el director preparaba, en Cuba, el rodaje de Habana Blues. La película, protagonizada por Inma Cuesta y María León, vio la luz en 2011 y, en palabras del cineasta lebrijano, siempre que se proyecte será un homenaje a Dulce Chacón.

En La voz dormida, Dulce Chacón da voz a las mujeres que, durante la guerra civil y la posguerra, no se resignaron al papel que la sociedad tenía preparado para ellas, relegándolas exclusivamente al ámbito doméstico; a las mujeres que decidieron dar un paso adelante, pagando su atrevimiento, muchas veces, con la cárcel o, incluso, con la muerte. Dulce Chacón escarba en nuestra memoria reciente, como ya había hecho en su novela anterior, Cielos de barro, donde reivindica la necesidad de mirar hacia el pasado para reconocer el presente y, desde ahí, poder creer que aun hay futuro. Ella misma califica este texto como una “autobiografía familiar”, en la que gran parte de las cosas que suceden en el cortijo extremeño donde se desarrolla el relato, le ocurrieron a su familia. Pero también es una novela donde las desigualdades provocadas por la guerra civil, y el sufrimiento de la mujer, tienen mucho que decir. Cielos de barro fue galardonada con el premio Azorín, en el año 2000.

Anteriormente, entre los años 1996 y 1998, había publicado tres narraciones cortas que componen su Trilogía de la huida. Son tres novelas que nos hablan de la intolerancia y la incomunicación en las relaciones de pareja, y que tocan temas como el maltrato o la búsqueda de la identidad, pero también son la reivindicación de una independencia femenina que se manifiesta a través de su inteligencia, siempre infravalorada por el hombre, incapaz de calibrar la capacidad intelectual de la mujer. Háblame musa de aquel varón es el título de la novela que cierra la trilogía.




El retorno a Ítaca de Ulises se nos muestra en la Odisea como una esperanza, la de Penélope que no duda del regreso del padre de su hijo, al hogar, aunque todos afirmen que está muerto. Asediada por un grupo de pretendientes, que lo que quieren en realidad es ocupar el vacío de poder, malgastando su patrimonio, ella demora su respuesta hasta la culminación de una prenda, que teje de día y desteje de noche, para no tener que tomar una decisión, o para que la decisión que ha tomado pueda llegar a buen fin. Homero no hace de Penélope una víctima del abandono de su marido, sino que modela una mujer astuta que se muestra cautelosa y precavida en todo momento, incluso en el acto de reconocer a su esposo cuando este regresa por fin. En Háblame musa de aquel varón, Matilde también espera, hasta que un hombre, que no es su marido, con unas pocas palabras es capaz de provocar su introspección. Es a través de ese viaje interior cuando se produce la huida hacia su propia Odisea. Pero es un viaje que se fragua poco a poco. Cuando se descubre en los ojos de Ulises, Matilde hace todo lo posible para que Adrián, su marido, se fije en ella de la misma manera que lo ha hecho ese hombre que no la conoce de nada, y no deja de darle pistas, pero él siempre las interpreta al revés. Ulises ha sabido valorarla por ella misma y no por ser la sombra del escritor en ciernes que se las da de erudito y que presume de la belleza de su mujer.

«Ella sabía que alardeabas de mujer hermosa. Eso no le importaba. Pero esta vez era una reunión de trabajo. Un famoso productor había leído el ensayo sobre la Odisea que publicaste en una revista literaria; tu propuesta le pareció ambiciosa y quiso conocerte. Así es como te ofreció escribir el guion de su próxima película, realizar tu sueño. Tú le habías hablado a Matilde de Ulises. Lo describiste como un gran conversador, un productor culto, inteligente, irónico y mordaz. Ella temía encontrarse con él».

El viaje que inicia Matilde es su personal retorno a Ítaca, a ese lugar desconocido de su interior del que nunca debió salir y del que, sin embargo, había perdido toda noción a causa del papel que se le había asignado de serie y que, por ese desconocimiento, ella acepta. Si la relación entre el Ulises de la Odisea y su mujer, Penélope, es el mutuo deseo de retorno que nace de su separación, la que se produce entre Adrián y Matilde es una relación de ausencia que nace de una unión basada en el silencio y la incomunicación.

«La fatalidad te ha enseñado que las palabras que evitabas decir, y también las que dijiste, forman parte de la distancia que aumentó el desprecio de Matilde hacia ti.

A partir de la primera sospecha, Matilde y Adrián toman caminos diferentes para recuperarse mutuamente. Mientras  Adrián, que le puede su ambición, toma el camino de la autocomplacencia, alentado por Estela, la esposa del director de cine, convencido de que lo que sufre su mujer es un problema de celos; Matilde opta por compartir con su marido en la noche, lo que por el día le confiesa Aisha, la joven marroquí, empleada en el cortijo de Ulises al que se han desplazado para trabajar en el guion de la película. Pero hasta en eso se verá traicionada: en este caso, quien desteje la trama es Adrián, cuando cuenta a quien no debe lo que Matilde le confía desde el corazón. Solo cuando pase el tiempo, en la soledad de la noche, frente al cuadro de Modigliani que Matilde enmarcó para él y que le recuerda a ella, Adrián empezará a darse cuenta del instante en el que se inició la fractura que provocó su desprecio. En ese momento, para justificar su insomnio, escuchará de nuevo el Nesum dorma, de Puccini: ¡Disípate, oh noche ! ¡Ocultaos, estrellas! Al alba venceré. Venceré. Venceré.



Uno de los recursos más interesantes de la novela es su narración en segunda persona, pero a través de un narrador omnisciente que lo sabe todo y que actúa como la voz de la conciencia de Adrián, que le muestra además lo que él no ha podido vivir y que es imprescindible que sepa, para poder entender lo que ha ocurrido. Así, la novela se convierte en una especie de monólogo con un solo escuchante, que además de receptor, es un personaje principal. Los lectores, esta vez, somos el público silente y sin embargo necesario para exista la otra parte de la historia, la subtrama velada en un segundo plano que nos hace levantarnos del asiento y nos humedece los ojos; porque la novela es mucho más que la narración de un triángulo amoroso entre dos hombres y una mujer. Háblame musa de aquel varón es, sobre todo, un grito contra la intolerancia, la xenofobia y el horror; es un hermoso canto a la vida, desde la literatura. 

Dulce Chacón sabía muy bien por qué escribía, y así se lo dijo, en una entrevista para la televisión, a la periodista Mercedes Gómez-Verdejo:

«No hay que escribir para ganar dinero, hay que escribir para no morirse».

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Barrera, Liborio (2003) “Muere la escritora extremeña Dulce Chacón a los 49 años. El Periódico de Extremadura (04/12/2003).

Bobra, C. M. (2014) Introducción a la literatura griega. Madrid: Editorial Gredos.

Chacón, Dulce. (2004) Háblame musa de aquel varón. Barcelona: Booket.

(2006) La voz dormida. Madrid: Punto de Lectura.

(2010) Cielos de barro. Barcelona: Editorial Planeta.

Gómez Verdejo, Mercedes (2003) La vida en directo (Fragmento de la entrevista a Dulce Chacón), disponible en www.youtube.com

Homero (1982) Odisea. Traducción de Luis Segalá y Estalella. Barcelona: Ediciones Orbis.


Fuente de la fotografía de Dulce Chacón: www.megustaleer.com