jueves, 18 de febrero de 2021

Margarita Nelken: una Écuba del siglo XX


Margarita Nelken en 1921

Si hay una razón por la que se recuerda a Margarita Nelken es por su oposición al voto femenino durante la Segunda República, a pesar de ser una declarada feminista y una mujer de izquierdas. Fue una de las tres primeras diputadas de la historia de España junto a Clara Campoamor y Victoria Kent, pero a diferencia de sus compañeras, ella fue la única que estuvo presente en las tres legislaturas de la Segunda República.

Margarita Nelken nació en Madrid, en 1894, en el seno de una familia acomodada de origen judío, lo que le permitió el acceso a una buena educación. Sus inclinaciones artísticas le llevaron a París, donde estudió arte en el estudio de Eduardo Chicharro, lugar en el que coincidió con figuras tan importantes como María Blanchard o el muralista mexicano Diego Rivera, pero una enfermedad en la vista le impidió dedicarse a la pintura; sin embargo, sus conocimientos sobre la materia la introducirán en la crítica del arte, actividad que desempeñará a lo largo de toda su vida. A raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial, empieza a escribir artículos sobre la situación de la mujer, en los que destaca su idea de lucha por la igualdad, la libertad y la justicia y en contra de la pobreza. Sobre estos aspectos, su obra más conocida es La condición social de la mujer en España, publicada en 1919. Feminista y militante socialista, aboga por una sociedad laica que la aleja del llamado “feminismo católico”, que ella interpreta como una manipulación de la mujer hacia postulados conservadores. Este convencimiento de manipulación en la mujer española de la época será la que la incline a votar en contra del voto femenino, al considerar que la mujer es un instrumento en manos del hombre y necesita antes ser educada políticamente. Es radical también su oposición al denominado “determinismo biológico” que aboga por la superioridad del varón a causa de un orden genético natural; para ella, la relación entre el hombre y la mujer ha de basarse en una relación de complementariedad. Su compromiso de lucha en favor de los campesinos de Badajoz, circunscripción por la que fue elegida diputada, hizo que su discurso feminista tuviera menos visibilidad que el de Clara Campoamor, por ejemplo, lo que no la libró de sufrir ataques de todo tipo, incluso de compañeros de su propio partido: la tildaron de extranjera, por su origen alemán, aunque había nacido en Madrid; de judía, pese a su escepticismo religioso; y, sobre todo, de ser una mujer que intenta tener una presencia de igual a igual en la política que los hombres. En 1936, sus diferencias con Largo Caballero harán que se desvincule del PSOE y se pase al Partido Comunista. Tras el triunfo franquista en la guerra civil, partió para el exilio, cuya mayor parte la pasó en México, país en el que siguió escribiendo para diferentes medios, dando conferencias y, sobre todo, trabajando para la Unión de Mujeres Españolas y en la Secretaría de Educación Pública.



En 1930 publicó el libro Las escritoras españolas, en el que hace un extenso recorrido por la literatura femenina española a lo largo de la historia. Aunque en el prólogo afirma que la costumbre siempre nos ha llevado a creer que el empuje que había adquirido en su época la cultura femenina era una innovación, a lo largo del libro demuestra que las mujeres habían recibido educación durante siglos. En sus páginas, las escritoras se suceden desde los albores del cristianismo hasta las grandes escritoras de finales del siglo XIX, aunque nunca lo tuvieron fácil. En el primer capitulo, refiriéndose a las juglaras o juglaresas de la primera Edad Media, se puede leer una cita del Corbacho o Arcipreste de Talavera, que dice: «Maldita sea la muger que consce e vee que de vino se turbaba, e quanto está turbada que la tyenen por juglara». Aunque hay otros testimonios más positivos hacia su trabajo, como el que se puede leer en el Libro de Apolonio, en el que se afirma que había juglaresas que cantabas canciones compuestas por ellas, y dice de una de ellas: «Movio en su viola un canto natural / coplas bien asentadas de origen natural».

La llegada del Renacimiento encuentra en España, al igual que en la Europa latinizada, un gran número de mujeres inclinadas hacia “disciplinas de la inteligencia” y el humanismo, pero al contrario que en Francia o Italia, es el género místico el que triunfa en nuestro país. Esta “explosión mística” española comienza en el siglo XV y se alarga hasta bien entrado el siglo XVIII, y es un movimiento eminentemente lírico, donde sobresale la figura de Teresa de Jesús, de la que dice:

«Si se tratara de condensar en una sola figura todo el misticismo cristiano, para oponerlo al originado por otros cultos –al budista verbigracia– ninguna figura podría presentarse tan acabada, tan múltiple y tan entera en sus diversas facetas, como la de la doctora de Ávila; y si se tratara de condensar en una figura el carácter genuino del misticismo hispano, en lo que esta manifestación tuvo de representativa de un pueblo y un espíritu, a Teresa es también a quien habríamos de recurrir para ello».

Hace un completo recorrido por las cartas y textos de mujeres eruditas, entre sabias, catedráticas y traductoras, pero también por sus poemas, entre las que destaca a Cristobalina Enríquez, de quien afirma, refiriéndose a su “Romance morisco”:

«Y poetisa hubo de quien una sola composición basta para otorgarle un puesto privilegiado en nuestro parnaso».

No falta la cita a algunas autoras de novelas de caballerías, muchas veces atribuidas a autores masculinos, como la traducción de dos de las novelas citadas en la famosa quema del Quijote: el Palmerín de Oliva y el Primaleón, en cuya introducción, a cargo de Francisco Delicado, autor de La lozana andaluza, se puede leer: «quanto más adelante va, es más sabroso, porque como la que lo compuso era muger». En cuanto al teatro, destaca Ana Caro Mallén, calificada como “la décima musa” en El diablo Cojuelo, de Velez de Guevara, autora de una Loa sacramental, compuesta para el Corpus sevillano de 1939. De esta autora afirma Nelken que le dio fama, tanto como su talento, su amistad con doña María de Zayas y Sotomayor, cuyas «Novelas amorosas y exemplares parecen querer demostrar que las mujeres son siempre más extremadas que los hombres». Máxima representante de la escuela cínica, sus novelas alcanzaron en breve tiempo un número muy superior al usual en las obras de circulación “reservada”. Este hecho hizo que muchos autores de la segunda mitad del siglo XVII la tomen como punto de partida y traten de encontrar en su ejemplo la justificación «a las más desvergonzadas elucubraciones, con lo cual la escuela de doña María de Zayas “ha quedado como timbre de cinismo, y aun a veces de obscenidad”».

Dentro del romanticismo, sobresalen las figuras de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Carolina Coronado, de las que escribe nuestra autora:

«Las heridas por que gimió Gertrudis fueron hechas a su corazón de enamorada; las que hicieron clamar a Corolina fueron, con frecuencia, sentidas en su corazón de patriota».

El último capítulo del libro lo dedica a dos figuras fundamentales de la literatura española: Fernán Caballero y Emilia Pardo Bazán, «dos de los nombres más esclarecidos de nuestras letras femeninas: aquellos que, junto con el de Teresa de Ávila, constituyen, no solo un valor de producción, sino de irradiación».

Afirma Margarita Nelken que para Cecilia Bölh de Faber, el seudónimo de “Fernán Caballero” solo le pertenecía a su ámbito literario y quedaba, o al menos así lo deseaba ella, fuera de los demás aspectos de su vida, sin embargo, la propia autora declara que “le salía de dentro contar lo que veía”, sobre lo que Nelken se pregunta: «¿lo veía todo? ¿no se interpone acaso, entre la realidad y la visión del escritor, aun del más objetivo, un cristal que aumenta o reduce determinados extremos conforme a una inclinación sentimental existente a priori?». La conclusión que entresaca Margarita Nelken es que la literatura de Fernán Caballero tenía un fin didáctico y moralizador, por lo que su intento de contar lo que veía no supo nunca resistirse a ser, en realidad, contar lo que ella creía que se podía haber dicho, llegando incluso a incluir en sus relatos, largos discursos totalmente extraños a estos. Sin embargo, no se puede entender la literatura costumbrista del siglo XIX sin tener en cuenta La familia de Albareda, novela de la que se “empapó” Washington Irving antes de escribir sus Cuentos de la Alhambra, o La Gaviota, la novela del siglo XIX más leída en el extranjero: «Una vez más el realismo –aun dulcificado por una visión empeñadamente optimista– salvaba, autorizándolo, el vuelo de nuestra imaginación».

Si Fernán Caballero había preparado el terreno, huyendo del subjetivismo, Emilia Pardo Bazán se atreverá a incluir en sus novelas los aires foráneos necesarios para expandirla bajo las banderas del naturalismo y la crítica. Su “choque” con el escritor francés Emile Zola, fue decisivo, porque entonces carecía de una cultura nacional, y cuando quiso ponerse al día, con Pereda y Alarcón, estos le parecieron tímidos. Así, sin proponérselo, sin saberlo, tal vez, convertirá Los Pazos de Ulloa y La madre naturaleza, sus dos obras más importantes, en la manifestación más acabada del naturalismo literario español.

Margarita Nelken falleció en México, en 1968, lejos de su país y tras haber perdido a sus dos hijos, Santiago en 1944, mientras luchaba junto al Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial, y Magda en 1956, víctima de un cáncer. Al final de su conferencia, en la UNED de Calatayud, Pelayo Jardón pronuncia unas palabras, que me parecen un perfecto final para este breve acercamiento a una de las mujeres más interesantes de nuestro pasado reciente:

«A mí me recuerda a Écuba, la heroína de Eurípides, una mujer luchadora, indómita, que en su vejez ha de enfrentarse al exilio, a la tiranía, al ostracismo, a la humillación y a la pérdida de sus hijos».

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Jardón Pardo de Santayana, Pelayo (2017). Margarita Nelken: una artista represaliada (Conferencia). Uned Calatayud.

Mayordomo, Concha. Margarita Nelken, en http://conchamayordomo.com/

Nelken, Margarita (2011). Las escritoras españolas. Madrid: Horas y HORAS, la editorial.


Fotografía de Margarita Nelken: Wikipedia.

jueves, 4 de febrero de 2021

Los hijos muertos

 


En Novela española de nuestro tiempo, Gonzalo Sobejano califica a Los hijos muertos, de Ana María Matute, como “una novela de historia española contemporánea”, pero no tiene una valoración muy positiva de la misma. Dice, por ejemplo, que “estilísticamente, la novela hubiera ganado si la autora hubiese dado un orden más claro en el relato, más seriedad y equilibrio en la dicción y más concreción en el paisaje”. Curiosamente, estas características que el crítico y filólogo tacha de negativas son, a mi juicio, las que impregnan el relato de un aura especial y personal que tiene mucho que ver con la personalidad de la autora, pero también con su estado anímico en el momento de escribirlo. No es Sobejano el único estudioso de la época que ve defectos en el libro. Cojamos un ejemplo ilustrativo del capítulo primero del libro:

«Margarita, su mujer, e Isabel, su hija mayor, leían una carta a su lado. […] Y Verónica, la menor, sentada a sus pies, apoyaba la cabeza en sus rodillas. Él cogió entre sus manos la cabeza de la niña. Verónica tenía poco más de doce años. Alta, de cuerpo elástico y vigoroso con los ojos negros de los Corvo. Gerardo apretó levemente la cabeza entre las palmas. La amaba más porque le enorgullecía. La cabeza de Verónica era de un rubio cegador, bravo. Su orgullo era en aquel momento poderoso y tranquilo como un toro bebiendo al sol. Su orgullo, mirando a los lebreles, oyendo el manar de la fuente, apretando la cabeza de Verónica entre las manos, se volvía natural y terrible, como el río que esconde la tierra en las entrañas.»

Este fragmento lo califica Eugenio García de Nora como una acumulación de imágenes a todas luces innecesaria, claro exponente de una novelística recargada y reiterativa. José Mas y María Teresa Mateu, autores del excelente estudio que acompaña a la edición de Cátedra, tienen una visión más amplia del conjunto y sostienen que “estas metáforas surgen en un momento de plenitud vital, antecedente inmediato del gran desmoronamiento” que se va a producir inmediatamente en el relato, cuando Gerardo Corvo descubra que lo ha perdido todo a causa de la mala gestión de su hermano Elias, en sus negocios en América. Con esta reiteración, lo que intenta la autora es retrasar el desenlace congelando la acción a través de una intensificación del dramatismo de la escena: “la imagen del toro, que conlleva una carga de tranquila seguridad, queda superada por la del río natural y terrible que esconde la tierra en sus entrañas. No se trata ya solo de un esponjado sentimiento de fuerza, sino de una condición taimada y un ansia desbordante de posesión”.

Como los males de España, el origen argumental de la novela se remonta a muchos años atrás. Nada ha cambiado en la historia y nada va a cambiar. Los personajes lo saben y tratan de redimir sus pecados visualizándolos continuamente. Como el sonido del bosque, retornan una y otra vez a sus cabezas, llegando a veces a enquistarse. Por eso el texto está repleto de frases que se repiten, de ideas que giran sobre sí mismas, logrando que, lo que a simple vista parece un defecto sea en realidad el fiel reflejo de la realidad que bulle dentro de la cabeza de una mujer que no pasa precisamente por su mejor momento. Ella misma declara, dentro de la conferencia Vida y mundos de ficción, pronunciada en la Universidad Autónoma de Barcelona, el 24 de octubre de 2011, que tenía muchas esperanzas en este libro. “Todo lo que había leído y vivido sobre la guerra y la posguerra, pensaba que lo tenía que sacar de dentro, pero era muy difícil, por la censura”. Aun sin ella, no era fácil reflejar lo que había visto. La guerra civil le había enseñado su lado más duro, el verdadero rostro de la muerte, cuya primera conciencia real fue la visión de un hombre muerto en un solar, con un trozo de pan y chocolate en la mano. Esa imagen la guardaría siempre en su memoria, como la certificación de que la muerte era mucho más que una palabra: aquel trozo de alimento, que debería haber servido para que el hombre continuara viviendo, ya no le servía para nada. A esta dificultad le tenemos que añadir el momento de penuria económica en que escribe la novela: sola, con un hijo de corta edad, alejada de amigos y familiares y obligada, al salir de casa, a dar un rodeo para no pasar frente a las tiendas de comestibles, donde su marido debe dinero. Se había casado con el presunto escritor, Ramón Eugenio de Goicoechea, que escribir, no escribía, pero sí administraba los derechos de autor de su mujer. Si estaban en Madrid, él se iba a Barcelona, “a buscarse la vida” (o sea, a pedir dinero a los padres de Ana María para invertirlo en rimbombantes tertulias junto a otros “poetas malditos”, como él). Ana María iba todos los días a un bar a escribir y el dueño, “que era muy buena persona", le dijo: "está usted escribiendo un libro –sabía quién era yo, ya era conocida–. Usted viene, come, bebe lo que quiera y ya me lo pagará cuando lo publique. Así lo hice y, por no abusar, me harté de coca cola y de bocadillos, no iba a cargarle la cuenta al pobre hombre..." Y tras un breve silencio, añade: "¡Odio la coca cola!".


Volviendo a la novela, Inmaculada de la Fuente, la califica como “novela esencial de la posguerra, más ambiciosa y dura que Luciérnagas, su novela anterior, reescrita con el título de En esta tierra, a causa de la censura, y publicada finalmente en 1993. Explica también que en ella, “el tiempo se desplaza desde el presente hacia el pasado, ofreciendo al lector todos los antecedentes familiares e históricos de los protagonistas”. Estas continuas analepsis, que la autora diferencia a través de marcas léxicas, sitúan al lector en el mismo plano que el personaje, le hacen sentir lo que él siente, la desilusión, la alegría, la esperanza, el fracaso. Utiliza a lo largo de la novela un estilo indirecto libre en el que se alterna el elemento narrativo con el diálogo o el monólogo interior, y a veces lo convierte en un estilo indirecto personalizado, adaptando el lenguaje, mayoritariamente culto, al nivel del personaje en cuestión. Porque el narrador habla desde los personajes, creando imágenes precisas, no solo de lo que viven, sino de cómo lo viven. En su voz, la narración se convierte en una construcción que, naciendo del presente colectivo, recupera retazos del pasado individual, imprescindibles para dotar de verosimilitud a sus acciones. El capítulo segundo de la primer parte, por ejemplo, narra el retorno de Daniel a La Encrucijada, pero está dividido en cinco partes, en las que cada uno de los personajes que participan en él nos relatan su visión particular: Mónica, Gerardo, Isabel, César y, por último, el propio Daniel, nos ofrecen el relato de su punto de vista personal sobre el mismo suceso. Esta capacidad de introspección del narrador en la intimidad de los personajes actúa como una pantalla multilateral en el lector, gracias a la cual puede alcanzar a verlo todo. Son innovaciones técnicas que hacen de Los hijos muertos, una novela moderna y enriquecen su lectura.

«La madre de La Tanaya ya no era madre, era vejez, muerte, acaracolada en sí misma...»

Los personajes esenciales de Los hijos muertos son dos: Daniel Corvo, condenado a cargar con las culpas de su padre, causante de la ruina familiar y que, tras ser expulsado de la casa, retorna varios años después mortalmente enfermo pero sabedor de que es el único camino posible que le ofrece la vida. Y Miguel, el hijo de un anarquista que se ve abocado a la delincuencia y que tiene que redimir sus culpas en un campo de trabajo donde los condenados participan en la construcción de la presa que anegará el pueblo de Hegroz, y cuyo mayor castigo es tener que aguantar a su guardián, Diego Herrera, un vencedor de la guerra, que sin embargo le arrebató a su hijo, y cree que podrá redimirse ayudando al muchacho. De nuevo, las dos Españas confluyen en un mismo nivel donde nunca hay vencedores, sino seres condenados al fracaso por el simple hecho de haber nacido.

Pero la novela es mucho más. Como apunta de la Fuente, “Los hijos muertos es un compendio de varias de ellas: engarzadas entre sí desencadenan el conflicto, lo multiplican y consiguen un delirante efecto de locura colectiva y de muerte después de la muerte. […] Una historia de hombres sin futuro a la que, sin embargo, parece difícil encontrarle un final”.

Los hijos muertos es un excelente retrato del sufrimiento de los hombres y mujeres de la posguerra, caracterizados en todos y cada uno de los personajes que malviven, como espectros, a través de sus páginas: de hombres derrotados, como Germán Corvo o su hijo César, herederos legítimos de un pasado hecho cenizas, pero que han perdido la capacidad de renacer; o los siempre presentes maestros, Pascual Dominico y el Patinito, tan diferentes entre sí y sin embargo abocados a sucumbir en el mismo precipicio. De mujeres a las que solo les queda seguir viviendo, como Isabel, que se hace cargo de la casa y trata de sacarla adelante entre quejas y misas, ya que los hombres no saben hacerlo; o Verónica, que cree en un nuevo futuro y huye con Daniel sin saber que le espera la muerte en un bombardeo, con un hijo en el vientre; o Mónica, la niña que nació a destiempo y crece sin madre olvidada de todos, haciendo del bosque el refugio que solo querrá compartir con Miguel; o la Tanaya, el último reducto de los aparceros que un día enriquecieron la tierra de La Encrucijada y que en ella permanece, como raíz enquistada; o las mujeres que siguen a los presos, malviviendo entre tablas podridas e inmundicia, como despojos de la nueva sociedad, despreciadas, incluso, por sus iguales en el pueblo. Todos son el reflejo fiel de una realidad olvidada, pero que existió; de una España mísera que Ana María Matute descubrió siendo muy niña, en su pueblo materno, el riojano Mansilla de la Sierra, una España diferente, habitada por niños desarrapados de los que nadie le había hablado y a los que la guerra no les hizo ningún favor; habitada por hombres y mujeres que, a pesar de todo, no declinan pagar su tributo a la naturaleza y se comportan como miembros activos del bosque, su único aliado («Los árboles, que buen ejemplo. Existir igual que un árbol»), a pesar de que saben que hasta eso les van a quitar, porque el pueblo de Hegroz y todo su entorno, como le ocurrió a Mansilla de la Sierra, está condenado a desaparecer bajo las aguas de un pantano.

«Los hijos muertos pesan sobre nosotros, amigo», le dice el guardián Herrera a Daniel; y él que no pudo conocer al suyo, le responde: «Ese hijo no nació. Acaso su muerte la lleve yo como un fuerte dolor de estómago […] Y es más, prefiero que no exista. No hay ninguna razón para que exista».

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Fuente, Inmaculada de la (2018) Mujeres de la posguerra. Madrid: Silex Ediciones.

García de Nora (1962). La novela contemporánea española II. Madrid: Gredos.

Matute, Ana María (1973). Algunos muchachos. Barcelona: Ediciones Destino.

(2014) Luciérnagas. Ediciones Austral.

(2016) Los hijos muertos. Edición y estudio de José Mas y M.ª Teresa Mateu. Madrid: Ediciones Cátedra.

(2017) Los mercaderes (Trilogía: Primera memoria, 1960; Loa soldados lloran de noche, 1964; La trampa, 1969). Prólogo de María Paz Ortuño. Barcelona: Ediciones Austral.

Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.

Radio Televisión Española (2014). Imprescindibles: Ana María Matute. La niña de los cabellos blancos.

Sobejano, Gonzalo (2005). Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido). Madrid: Marenostrum.

Universidad Autónoma de Barcelona (2011). Conferencia: Vida y mundos de ficción de Ana María Matute. Impartida el 24/10/2011, disponible en:

https://www.youtube.com/watch?v=qsDlwn3G_ps&t=2951s


Imagen Ana María Matute: Wikipedia