jueves, 4 de febrero de 2021

Los hijos muertos

 


En Novela española de nuestro tiempo, Gonzalo Sobejano califica a Los hijos muertos, de Ana María Matute, como “una novela de historia española contemporánea”, pero no tiene una valoración muy positiva de la misma. Dice, por ejemplo, que “estilísticamente, la novela hubiera ganado si la autora hubiese dado un orden más claro en el relato, más seriedad y equilibrio en la dicción y más concreción en el paisaje”. Curiosamente, estas características que el crítico y filólogo tacha de negativas son, a mi juicio, las que impregnan el relato de un aura especial y personal que tiene mucho que ver con la personalidad de la autora, pero también con su estado anímico en el momento de escribirlo. No es Sobejano el único estudioso de la época que ve defectos en el libro. Cojamos un ejemplo ilustrativo del capítulo primero del libro:

«Margarita, su mujer, e Isabel, su hija mayor, leían una carta a su lado. […] Y Verónica, la menor, sentada a sus pies, apoyaba la cabeza en sus rodillas. Él cogió entre sus manos la cabeza de la niña. Verónica tenía poco más de doce años. Alta, de cuerpo elástico y vigoroso con los ojos negros de los Corvo. Gerardo apretó levemente la cabeza entre las palmas. La amaba más porque le enorgullecía. La cabeza de Verónica era de un rubio cegador, bravo. Su orgullo era en aquel momento poderoso y tranquilo como un toro bebiendo al sol. Su orgullo, mirando a los lebreles, oyendo el manar de la fuente, apretando la cabeza de Verónica entre las manos, se volvía natural y terrible, como el río que esconde la tierra en las entrañas.»

Este fragmento lo califica Eugenio García de Nora como una acumulación de imágenes a todas luces innecesaria, claro exponente de una novelística recargada y reiterativa. José Mas y María Teresa Mateu, autores del excelente estudio que acompaña a la edición de Cátedra, tienen una visión más amplia del conjunto y sostienen que “estas metáforas surgen en un momento de plenitud vital, antecedente inmediato del gran desmoronamiento” que se va a producir inmediatamente en el relato, cuando Gerardo Corvo descubra que lo ha perdido todo a causa de la mala gestión de su hermano Elias, en sus negocios en América. Con esta reiteración, lo que intenta la autora es retrasar el desenlace congelando la acción a través de una intensificación del dramatismo de la escena: “la imagen del toro, que conlleva una carga de tranquila seguridad, queda superada por la del río natural y terrible que esconde la tierra en sus entrañas. No se trata ya solo de un esponjado sentimiento de fuerza, sino de una condición taimada y un ansia desbordante de posesión”.

Como los males de España, el origen argumental de la novela se remonta a muchos años atrás. Nada ha cambiado en la historia y nada va a cambiar. Los personajes lo saben y tratan de redimir sus pecados visualizándolos continuamente. Como el sonido del bosque, retornan una y otra vez a sus cabezas, llegando a veces a enquistarse. Por eso el texto está repleto de frases que se repiten, de ideas que giran sobre sí mismas, logrando que, lo que a simple vista parece un defecto sea en realidad el fiel reflejo de la realidad que bulle dentro de la cabeza de una mujer que no pasa precisamente por su mejor momento. Ella misma declara, dentro de la conferencia Vida y mundos de ficción, pronunciada en la Universidad Autónoma de Barcelona, el 24 de octubre de 2011, que tenía muchas esperanzas en este libro. “Todo lo que había leído y vivido sobre la guerra y la posguerra, pensaba que lo tenía que sacar de dentro, pero era muy difícil, por la censura”. Aun sin ella, no era fácil reflejar lo que había visto. La guerra civil le había enseñado su lado más duro, el verdadero rostro de la muerte, cuya primera conciencia real fue la visión de un hombre muerto en un solar, con un trozo de pan y chocolate en la mano. Esa imagen la guardaría siempre en su memoria, como la certificación de que la muerte era mucho más que una palabra: aquel trozo de alimento, que debería haber servido para que el hombre continuara viviendo, ya no le servía para nada. A esta dificultad le tenemos que añadir el momento de penuria económica en que escribe la novela: sola, con un hijo de corta edad, alejada de amigos y familiares y obligada, al salir de casa, a dar un rodeo para no pasar frente a las tiendas de comestibles, donde su marido debe dinero. Se había casado con el presunto escritor, Ramón Eugenio de Goicoechea, que escribir, no escribía, pero sí administraba los derechos de autor de su mujer. Si estaban en Madrid, él se iba a Barcelona, “a buscarse la vida” (o sea, a pedir dinero a los padres de Ana María para invertirlo en rimbombantes tertulias junto a otros “poetas malditos”, como él). Ana María iba todos los días a un bar a escribir y el dueño, “que era muy buena persona", le dijo: "está usted escribiendo un libro –sabía quién era yo, ya era conocida–. Usted viene, come, bebe lo que quiera y ya me lo pagará cuando lo publique. Así lo hice y, por no abusar, me harté de coca cola y de bocadillos, no iba a cargarle la cuenta al pobre hombre..." Y tras un breve silencio, añade: "¡Odio la coca cola!".


Volviendo a la novela, Inmaculada de la Fuente, la califica como “novela esencial de la posguerra, más ambiciosa y dura que Luciérnagas, su novela anterior, reescrita con el título de En esta tierra, a causa de la censura, y publicada finalmente en 1993. Explica también que en ella, “el tiempo se desplaza desde el presente hacia el pasado, ofreciendo al lector todos los antecedentes familiares e históricos de los protagonistas”. Estas continuas analepsis, que la autora diferencia a través de marcas léxicas, sitúan al lector en el mismo plano que el personaje, le hacen sentir lo que él siente, la desilusión, la alegría, la esperanza, el fracaso. Utiliza a lo largo de la novela un estilo indirecto libre en el que se alterna el elemento narrativo con el diálogo o el monólogo interior, y a veces lo convierte en un estilo indirecto personalizado, adaptando el lenguaje, mayoritariamente culto, al nivel del personaje en cuestión. Porque el narrador habla desde los personajes, creando imágenes precisas, no solo de lo que viven, sino de cómo lo viven. En su voz, la narración se convierte en una construcción que, naciendo del presente colectivo, recupera retazos del pasado individual, imprescindibles para dotar de verosimilitud a sus acciones. El capítulo segundo de la primer parte, por ejemplo, narra el retorno de Daniel a La Encrucijada, pero está dividido en cinco partes, en las que cada uno de los personajes que participan en él nos relatan su visión particular: Mónica, Gerardo, Isabel, César y, por último, el propio Daniel, nos ofrecen el relato de su punto de vista personal sobre el mismo suceso. Esta capacidad de introspección del narrador en la intimidad de los personajes actúa como una pantalla multilateral en el lector, gracias a la cual puede alcanzar a verlo todo. Son innovaciones técnicas que hacen de Los hijos muertos, una novela moderna y enriquecen su lectura.

«La madre de La Tanaya ya no era madre, era vejez, muerte, acaracolada en sí misma...»

Los personajes esenciales de Los hijos muertos son dos: Daniel Corvo, condenado a cargar con las culpas de su padre, causante de la ruina familiar y que, tras ser expulsado de la casa, retorna varios años después mortalmente enfermo pero sabedor de que es el único camino posible que le ofrece la vida. Y Miguel, el hijo de un anarquista que se ve abocado a la delincuencia y que tiene que redimir sus culpas en un campo de trabajo donde los condenados participan en la construcción de la presa que anegará el pueblo de Hegroz, y cuyo mayor castigo es tener que aguantar a su guardián, Diego Herrera, un vencedor de la guerra, que sin embargo le arrebató a su hijo, y cree que podrá redimirse ayudando al muchacho. De nuevo, las dos Españas confluyen en un mismo nivel donde nunca hay vencedores, sino seres condenados al fracaso por el simple hecho de haber nacido.

Pero la novela es mucho más. Como apunta de la Fuente, “Los hijos muertos es un compendio de varias de ellas: engarzadas entre sí desencadenan el conflicto, lo multiplican y consiguen un delirante efecto de locura colectiva y de muerte después de la muerte. […] Una historia de hombres sin futuro a la que, sin embargo, parece difícil encontrarle un final”.

Los hijos muertos es un excelente retrato del sufrimiento de los hombres y mujeres de la posguerra, caracterizados en todos y cada uno de los personajes que malviven, como espectros, a través de sus páginas: de hombres derrotados, como Germán Corvo o su hijo César, herederos legítimos de un pasado hecho cenizas, pero que han perdido la capacidad de renacer; o los siempre presentes maestros, Pascual Dominico y el Patinito, tan diferentes entre sí y sin embargo abocados a sucumbir en el mismo precipicio. De mujeres a las que solo les queda seguir viviendo, como Isabel, que se hace cargo de la casa y trata de sacarla adelante entre quejas y misas, ya que los hombres no saben hacerlo; o Verónica, que cree en un nuevo futuro y huye con Daniel sin saber que le espera la muerte en un bombardeo, con un hijo en el vientre; o Mónica, la niña que nació a destiempo y crece sin madre olvidada de todos, haciendo del bosque el refugio que solo querrá compartir con Miguel; o la Tanaya, el último reducto de los aparceros que un día enriquecieron la tierra de La Encrucijada y que en ella permanece, como raíz enquistada; o las mujeres que siguen a los presos, malviviendo entre tablas podridas e inmundicia, como despojos de la nueva sociedad, despreciadas, incluso, por sus iguales en el pueblo. Todos son el reflejo fiel de una realidad olvidada, pero que existió; de una España mísera que Ana María Matute descubrió siendo muy niña, en su pueblo materno, el riojano Mansilla de la Sierra, una España diferente, habitada por niños desarrapados de los que nadie le había hablado y a los que la guerra no les hizo ningún favor; habitada por hombres y mujeres que, a pesar de todo, no declinan pagar su tributo a la naturaleza y se comportan como miembros activos del bosque, su único aliado («Los árboles, que buen ejemplo. Existir igual que un árbol»), a pesar de que saben que hasta eso les van a quitar, porque el pueblo de Hegroz y todo su entorno, como le ocurrió a Mansilla de la Sierra, está condenado a desaparecer bajo las aguas de un pantano.

«Los hijos muertos pesan sobre nosotros, amigo», le dice el guardián Herrera a Daniel; y él que no pudo conocer al suyo, le responde: «Ese hijo no nació. Acaso su muerte la lleve yo como un fuerte dolor de estómago […] Y es más, prefiero que no exista. No hay ninguna razón para que exista».

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Fuente, Inmaculada de la (2018) Mujeres de la posguerra. Madrid: Silex Ediciones.

García de Nora (1962). La novela contemporánea española II. Madrid: Gredos.

Matute, Ana María (1973). Algunos muchachos. Barcelona: Ediciones Destino.

(2014) Luciérnagas. Ediciones Austral.

(2016) Los hijos muertos. Edición y estudio de José Mas y M.ª Teresa Mateu. Madrid: Ediciones Cátedra.

(2017) Los mercaderes (Trilogía: Primera memoria, 1960; Loa soldados lloran de noche, 1964; La trampa, 1969). Prólogo de María Paz Ortuño. Barcelona: Ediciones Austral.

Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.

Radio Televisión Española (2014). Imprescindibles: Ana María Matute. La niña de los cabellos blancos.

Sobejano, Gonzalo (2005). Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido). Madrid: Marenostrum.

Universidad Autónoma de Barcelona (2011). Conferencia: Vida y mundos de ficción de Ana María Matute. Impartida el 24/10/2011, disponible en:

https://www.youtube.com/watch?v=qsDlwn3G_ps&t=2951s


Imagen Ana María Matute: Wikipedia

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