Iñaki Domínguez ofrece un relato hiperrealista del interior de un narcopiso, dominio que conoce de primera mano por sus investigaciones de campo. Se trata de una obra teatral de indudable valor antropológico, aunque también literario. Los tintes sórdidos y cómicos de dicha realidad sin duda no escaparán al lector.
Escribe José Ángel Mañas, en el prólogo de San Vicente Ferrer 34, que la verdadera literatura es saber ver lo que todo el mundo ve pero que nadie ha verbalizado. Mañas se refiere a una «historia popular subterránea (de Madrid) a la que nadie estaba prestando atención», pero que es un pálpito brutalmente audible para la gente de la calle, sutil para los que viven en sus casas y oficinas, e imperceptible para los eruditos universitarios, que son los que habitualmente escriben la historia (con mayúscula). Al respecto, Iñaki Domínguez afirma que la historia que se vive en la calle casi siempre está más allá de los medios de comunicación y que si no se pone sobre el papel, se pierde.
Iñaki Domínguez es licenciado en Filosofía y doctor en Antropología cultural, experto en subculturas y en el estudio de campo de la vida callejera, y en un tiempo participó del exceso de la noche madrileña. Esta mezcla explosiva le permite sintetizar la teoría académica con la experiencia de primera mano. Es cierto que estamos acostumbrados a leer de él un tipo de libro cuyo género cabalga entre el ensayo, el testimonio, el reportaje periodístico, incluso la etnografía y que ahora nos sorprende con una obra dramática, pero que comparte algo muy importante con sus obras anteriores: la sensación de que estamos ante un relato tan real, que roza la hiperrealidad.
Autor de títulos, como: Sociología del moderneo, Signo de los tiempos: visionarios, locos y criminales del siglo XX, Cómo ser feliz a martillazos: un manual de antiayuda, El expiador, Vida y obras de Charles Manson, Macarras interseculares, Homo relativus, Macarrismo, Macarras ibéricos o La verdadera historia de la Panda del Moco, como añade Mañas más adelante, a pesar del cambio de género literario, San Vicente Ferrer 34 es una extensión más de su obra, a la que califica de realista, provocadora y estimulante. No puedo estar más de acuerdo.
Al observar algunos de sus títulos, no es difícil adivinar que la figura del macarra está muy presente en su obra, pero son muchos los matices que este término acarrea tras de sí, por eso es imprescindible dejar a un lado su concepción popular y ceñirnos a una realidad incómoda, muchas veces subliminal. Es muy fácil pensar en un personaje marginal, habitante del borde del abismo, rodeado de carencias y casi siempre violento, sin embargo, a veces el arquetipo, señalado por la sociedad, tiene un origen muy distinto y no por eso menos veraz; leamos, por ejemplo, su libro anterior: La verdadera historia de la Panda del Moco. En esta visión tan amplia radica la importancia de su testimonio.
San Vicente Ferrer 34 se desarrolla en pleno Malasaña, un barrio de Madrid siempre de moda que, de cara a la galería, no da la impresión de que tras sus paredes pueda albergar un escenario como el que nos presenta Domínguez: un narcopiso habitado por una grupo de toxicómanos, que ya vivieron en el barrio la movida, y que han logrado resistir hasta la actualidad. La historia tiene su origen en una visita que el propio Iñaki realizó a un piso similar al que describe en la obra, por lo que no es difícil adivinar que gran parte de lo que se dice en ella es tan veraz como la existencia de esta realidad paralela que tantas veces olvidamos.
Pero si ya es difícil tocar la fibra del lector a través de un retrato minucioso, como es el reportaje, que asociamos con el contacto directo con la realidad narrada, hacerlo a través de unos personajes ficticios, que siempre visualizaremos recorriendo las tablas de un escenario, el obstáculo es mayor; el secreto está en el tratamiento que Iñaki Domínguez hace del lenguaje, en la precisa construcción de unos diálogos que se adaptan como un guante a cada uno de los personajes. Diálogos que parecen intrascendentes y hasta divertidos, pero que ponen sobre la mesa una serie de temas importantes y abren la puerta a la reflexión y al debate. Pongamos algún ejemplo:
Dice LOLA, en la pág. 16: «Sí, pero antes los modernos éramos nosotros, y míranos. Ahora los modernos son guiris o niñatos de pueblo». Y a estos últimos, más abajo, los denomina «paletillos de mierda». La crítica que hace de su entorno el “caído en desgracia” siempre va de abajo a arriba.
Uno de los personajes con más peso en la obra es Antoine. En un momento le oímos decir que en su época no había malos rollos entre los “bandidos”, y que los atracadores no eran unos “bragalilas” como ahora. Es importante la idea del “ladrón” que roba exclusivamente para conseguir el dinero con el que costearse la droga, pero que, si se ve necesitado, no duda en apoyarse, por ejemplo, en la prostitución, siempre como algo colateral.
Se mencionan en el libro grupos, como “La banda de los Muchachos”, según Antoine, «los atracadores más famosos del centro». Iñaki Domínguez se hace eco de nombres reales, como el de la Panda del Moco en su libro anterior.
Los personajes hacen también mucho hincapié en la diferencia de calidad de la droga de entonces en comparación con la de la actualidad, y que ahora a los chavales les venden speed a precio de cocaína. No sé muy bien si este supuesto “dejarse engañar”, es una tara del mercantilismo, pura desesperación o una manera más de ser moderno.
Se habla también de otras adicciones, como el uso indiscriminado de medicamentos, el abuso del porno o la que tal vez sea una de las más peligrosas, por la sensación de que lo habitual no es nocivo: el no despegar los ojos del teléfono móvil. Puede que ponernos a todos a un mismo nivel sea una especie de autojustificación, que asumimos porque nos facilita a dar por buenos comportamientos mayoritarios no siempre suficientemente analizados.
Por ejemplo, yo tenía la impresión, de que el consumo de droga a gran escala había casi desaparecido o había quedado reducido a ciertos lugares marginales por todos conocidos. Tras leer la obra, y reflexionar, creo que tanto a mí, como a tantas otras personas que pasean a diario por el barrio en el que se desarrolla la obra, que saboreamos una buena cerveza en sus terrazas, compramos libros en sus librerías, o disfrutamos de una buena obra de teatro en sus salas, nos sobra ingenuidad y nos falta una buena dosis de observación.
Dice Antoine que no se considera una víctima de la droga, y el personaje de Iñaki (trasunto del autor, con quien comparte nombre) le responde que hay quien piensa lo contrario y le habla de la figura del “chivo expiatorio”:
[…] El chivo expiatorio era una cabra que los judíos cargaban con los pecados de la comunidad cuando había una peste o alguna disrupción social, y lo mandaban de una patada al desierto o lo sacrificaban […] Aunque sus hermanos y padres parezcan apenados, el chivo u oveja negra representa una herramienta idónea para que ellos tengan la conciencia tranquila […] Así se olvidan de lo que ellos hacen mal, que es mucho […] En este piso, de hecho, hay un montón de ovejas negras que han cargado sobre sus hombros con todos los pecados de sus núcleos familiares. Y lo estáis pagando con creces. En el fondo, es una injusticia. ¡Cada uno que pague lo suyo!
Si se trata de pagar, me temo que una mayoría hará suya la respuesta que recibe Iñaki, por boca de Gus:
Vaya rollos te cuentas. ¿Seguro que no has tomado algo antes de venir? A ver si al final el que va a ir puesto eres tú…
Iñaki Domínguez. San Vicente Ferrer 34. Vencejo Ediciones
Pedro Turrión Ocaña
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