¿Puede surgir la belleza tras el horror? ¿Es posible el sosiego después de la venganza extrema? […] Con un elevado concepto de la amistad, los protagonistas de Las iras humillan, hieren y matan amparándose en unas reglas impuestas por ellos que han de cumplirse. Luego pueden terminar en un pozo o vagando por un páramo con la mirada perdida, devorados por sí mismos o encerrados en una casa. Y nosotros, a su lado, asistimos a la corrupción del paraíso, a la batalla sin tregua del candor y lo terrible, la serenidad y la firmeza, asomados igualmente a la inmensidad del abismo.
¿Dónde se encuentran los límites de la irrealidad?
Como en los relatos bíblicos, las protagonistas de Pilar Adón soportan la carga de la incomprensión o de la vergüenza o de la culpa o del miedo, en un ambiente asfixiante que condiciona sus acciones, aun sabiendo que, en el fondo, lo que domina en su interior es un sentimiento noble de amistad y deseo. Hay en todas ellas, también, un atisbo de inocencia, que procede de su condición infantil, a pesar de que algunas de sus protagonistas ya no sean niñas, y que tiene mucho que ver con el origen de su naturaleza.
Pero la realidad sí tiene límites definidos, es finita, como la paciencia, contrapunto de la ira. El pecado enfrentado a la virtud, la vida siempre enfrentada a una promesa de eternidad efímera.
Los dieciocho relatos que conforman Las iras, de Pilar Adón, son mucho más que argumentos escritos en un papel. Más bien son como espinas que se clavan en la piel y nos obligan a permanecer atentos a la herida, para que no se infecte y perturbe nuestro sueño. O tal vez sí lo son, y siguen el rastro de las viejas historias infantiles de la tradición oral tantas veces maltratadas por el proteccionismo que nace de la imbecilidad, sin tener en cuenta que lo que en realidad le están arrebatando a sus personajes es la esencia que les da la vida.
Las protagonistas de estos cuentos son mujeres, en su mayoría, niñas, que llegan a la conclusión de que la única libertad posible solo existe en el aislamiento a no ser que sea un perro quien duerma a sus pies, quien proteja el perímetro de su mínima existencia.
«Está sola la mujer cuando no tiene un perro. Pero ella tendrá uno».
El perro es el símbolo perfecto de la fidelidad, pero también es la mejor representación del instinto natural más primitivo.
«Hay quien sostiene que limpiarle los dientes a un perro le despoja del lobo que lleva dentro y que es una ofensa. Y hay quien venera lo indómito del animal y defiende la idea de que se debe honrar al perro como se honra a los antepasados».
Desde la aviesa mirada de la oscuridad de un pozo o la vieja historia maniquea de las “hijas” de Eva y Adán, hasta los alcatraces que nunca llegarán a saber que lo más bello y terrible de la isla que sobrevuelan cada día tiene forma de mujer, asistimos al espectáculo del sueño turbio que es su vida, la que sueñan y también la que piensan o huyen o intentan transformar, atrapadas en lo más vital de la naturaleza, a través de un tiempo sin bordes definidos, que nos tutea porque también nos pertenece. Voces que gritan su impotencia incluso antes de nacer, que comercian con niños en mal estado o que nos muestran las aristas ocultas de un clásico decimonónico o de una vieja película en blanco y negro que ya casi nadie ve. Voces de mujeres que aceptan, de igual modo, el legado del dominio como el de la sumisión; que son víctimas y, a la vez, ejecutoras, capaces de lo más terrible y también de lo más bello, sin que exista, en ninguno de los casos, un afán didáctico o aleccionador.
«Caer no ya en el error de pensar que unas personas pudieran pensar en otras, sino en el error de pensar que unas personas podían salvar a otras».
A pesar de que los cuentos pueden desarrollarse en cualquier espacio temporal, es constante la sensación que tengo de vivir en el Antiguo Testamento. Una de de las claves es la presencia de la figura del padre omnipresente, que vigila a sus hijas pero que no atiende a sus ruegos, o la impostura de una ley, a veces autoimpuesta, que condiciona cualquier movimiento.
Pero el pecado no siempre habita en el interior de quien presuntamente lo comete, por eso la venganza está justificada si se ejecuta desde la inocencia de la grieta que supura, desde el grito que nunca entiende la censura porque es parte de una verdad que solo es verosímil si se cuenta desde la ficción usando la palabra precisa.
«Mi única misión consiste en aguantar viva hasta la muerte».
Podríamos definir Las iras como un gótico intemporal que no necesita etiquetarse en el título, porque en ningún momento pretende ser una intención o una sugestión. Lo que cuentan sus relatos ya está en el alma del lector, en el rastro indeleble de su infancia, en esos juegos terribles que no se olvidan con el tiempo a pesar de que pierdan su color en el letargo que provoca la luz opaca del recuerdo. Por eso es un enorme acierto dejar huecos en el entramado de las historias, imprescindibles para provocar la interacción de quien no puede parar de leer, o de quien tiene que pautarse un ritmo lento. En cualquiera de los casos, quien afronta la lectura de Las iras ha de aceptar el reto de participar en el juego que nos propone el texto.
Con cada nuevo libro, Pilar Adón avanza en la construcción de su literatura como si fuera una casa, con la única herramienta de sus manos, en un paraje único, particular pero reconocible que siempre nos sorprende. Una construcción que se eleva en medio de una tierra que no es suya pero que lo ha sido siempre.
«Sabe cómo lograr que esos pedruscos formen una pared y luego otra y finalmente lleguen a sostener una cubierta. Sabe cómo avanzar usando sus propias manos y su propio sentido de la proporción».
Está en su naturaleza.
Pilar Adón. Las iras. Galaxia Gutemberg, 2025.
Pedro Turrión Ocaña
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