jueves, 15 de junio de 2023

Una casa llena de gente. Mariana Sández (Reseña)

 


«Una casa llena de gente se sumerge en los espacios privados y comunes de un pequeño edificio y las gentes que lo habitan, para así reconstruir una memoria. Con un humor sutil, un suspense inteligente y una escritura deliciosa, la novela deja al descubierto tanto las debilidades humanas como las heridas que causan los choques generacionales.»

«Para mí, la única casa llena de gente es la literatura», le escribe Leila Ross, traductora y escritora frustrada, a Charo, su hija, en unos cuadernos que son parte de un legado post mortem en el que la madre da rienda suelta a su obsesión de preservar el pasado para asegurar el futuro. A partir de ahí, Charo, descubre que su pasado no solo está vinculado a sus recuerdos personales, sino a un relato que se expande a lo largo de un vericueto de ramificaciones que, como las raíces de un árbol frondoso, empiezan en el subsuelo y ascienden hacia todos los rincones del edificio familiar, implicando a sus habitantes.

En pocas palabras, Una casa llena de gente es la reconstrucción de la memoria de una madre y una hija, a partir del hogar físico que han compartido. El hecho de convertir el edificio en el eje vertebrador del relato hace que dicha reconstrucción desborde lo familiar e implique (o complique) a todos sus habitantes.

«En definitiva, un edificio o un barrio no son otra cosa que un montón de voluntades puestas a convivir a la fuerza. Salvo casos particulares, con los vecinos ocurre igual que con la familia: no se eligen, se imponen.»

Así, la novela se estructura también a partir de la casa a través de los títulos de los capítulos –Cimientos, Andamiajes, Exteriores, Interiores, Escombros y reconstrucción‒, arquitectura y literatura en un mismo plano.

Los Almeida deciden mudarse a una casa más amplia, a pesar de saber que la única manera de lograrlo es aceptar la ayuda económica de los padres de ella. Al final acceden cuando se dan cuenta de que la nueva casa tiene el espacio suficiente para colocar su enorme biblioteca, sin tener que inutilizar un cuarto de baño, como les ocurre en la “caja de cerillas” en la que habitan Leila, Fernando y su hija Charo, además de la estadía temporal de los otros hijos de Fernando, Rocío y Julián. Es la mala calidad de la nueva construcción la que hace que su relación familiar se amplíe a los nuevos vecinos. Allí, todos se observan desde su propio castillo y todos creen conocerse, a pesar de que solo cuentan con una visión parcial e interesada de los otros. Desde lo subjetivo, intentan reafirmarse en lo objetivo.

Para entender lo que le escribe su madre, que a veces en nada se parece a sus recuerdos, Charo decide completar el relato con los testimonios de los otros y, como es dramaturga, transformalo en una obra de teatro. Charo se convierte así en narradora y personaje. Por su voz asistimos a un inteligente juego narrativo que, a través de una perfecta mezcla de géneros, amplía enormemente nuestro campo de visión y corona a su madre como la gran protagonista.

A pesar de que sabemos desde el principio que está muerta, Leila es una presencia constante en la novela. Lo que no llegamos a saber muy bien es si la intención de su mensaje trata de reivindicar la memoria colectiva o es solo un ejercicio para alimentar su propio ego, al obligar a los otros, a través de su hija, a que su voz no se diluya entre tanto ruido.

A través de las palabras de los otros personajes, accedemos a un retrato exahustivo de la convivencia humana, a partir de la casa como microcosmos autosuficiente y extrapolable a cualquier relación y lugar, donde todos, seguro, nos vamos a reconocer.

La amistad de dos niñas que sobrevive al choque frontal de sus familias entre sí. La amistad intermitente y convulsa de dos madres, Leila y Gloria, y su mirada callada a la fragil y trágica belleza de Silvina. El silencio necesario de Fernando y Martín. Y en medio, como la representación de la conciencia omnipresente, la voz contagiosa de la perfección divina: Granny y su «tiempo verbal de pelotudos»: el si hubiera… que, por consaguinidad, termina contagiando a su hija y a su nieta.

Maternidad, amistad, convivencia, incomunicación, son algunos de los ingredientes que traspasan las paredes de Una casa llena de gente, la excelente novela de Mariana Sández. 

Y literatura, sobre todo, literatura,.

«Escribir es un movimiento de limpiaparabrisas en la cabeza para barrer atrás y adelante la memoria […] No somos más que personajes. Un invento colectivo de nosotros mismos y de otros; un estigma moldeado entre varios a lo largo de los años […] Escribir es permanecer. Escribir es tratar de contar un sueño sabiendo que nunca lo lograrás […] Escribir es el único momento de amor total hacia uno mismo. Y a veces de odio.»

Leila vive por y para la literatura. Hasta tal punto llega su obsesión, que al carpintero que les fabrica las estanterías para su biblioteca, a pesar de llamarse Dante, ella siempre lo llama Virgilio. Es algo que él nunca llegará a comprender, una locura más de una mujer que siempre escribe pero nunca llega a publicar, de «una madre escribiente que nunca llegó a ser escritora».

Mariana Sández. Una casa llena de gente. Impedimenta, 2022.

Pedro Turrión Ocaña


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