jueves, 24 de diciembre de 2020

Chicas raras


Al final de la mesa redonda organizada en 2009 por el Instituto Cervantes, Una mirada del siglo XXI sobre la obra de Ana María Matute, en la que la protagonista compartió charla con las también escritoras, Espido Freire y Juana Salabert, un asistente del público le preguntó a Ana María Matute si creía en la existencia de una literatura femenina, a lo que ella respondió:

«Qué sé yo. A lo mejor. No sé. Desde luego, un hombre y una mujer son diferentes. Ahora, que su literatura sea distinta, no lo sé. Ha habido mujeres que han escrito como hombres, George Eliot, por ejemplo, que parecía un hombre; sin embargo, Proust, lo que escribió, podía haberlo escrito una mujer, por su sensibilidad. Es más de la personalidad de quien escribe. No creo que importe mucho el sexo. Lo que importa es la mentalidad».

Al hilo de la pregunta, Juana Salabert quiso hacer un inciso, preguntándose por qué esa cuestión siempre surge cuando se entrevista a una mujer escritora y nunca cuando es un hombre el escritor, y añad: «Tal vez deberíamos preguntarles si ellos hacen o creen en una literatura masculina».

Yo no creo que exista una diferencia formal clara entre la literatura masculina o femenina; si creo, sin embargo, que hay una clara diferencia conceptual, y radica en su visibilidad: A los ojos de la crítica literaria y del canon oficial, siempre han escrito los hombres, solo tenemos que echar un vistazo a historias literarias, manuales universitarios o antologías. Aunque todos sabemos ya que la realidad es otra, hay que escarbar mucho, y muy profundo, para encontrarlas a ellas, incluso ahora que tanto se habla de paridad y de igualdad.. Lo que sí puede ocurrir es que la escritora, en un tiempo determinado, se vea en la necesidad de adecuar su estilo, incluso su mensaje, al momento en el que escribe, olvidándose de modas y corrientes imperantes, si quiere ver su obra en los estantes. Una de las épocas en que este fenómeno se ha dado con más claridad es en la narrativa femenina de la posguerra española, donde a la invisibilidad natural de la mujer hay que sumar la censura y, sobre todo, la concepción que el régimen franquista tenía de la mujer, a la que consideraba un ser inferior, tanto física como intelectualmente.

Es cierto que las primeras escritoras que se dieron a conocer en este periodo lo hicieron a través de un género eminentemente femenino, clasificado como “subliteratura de masas”: la novela rosa. Las primeras de estas obras ven la luz en los años de la guerra civil, dentro de la zona nacional, e intentan ser una válvula de escape, un trampantojo de la realidad. Muestran un mundo ideal en el que, a través de personajes prototípicos y lugares comunes, casi siempre exóticos, todo acaba bien: no importa lo pobre que sea la joven protagonista, ni los errores que haya cometido en su vida anterior, porque siempre habrá un hombre mayor, rico y poderoso pero de buen corazón, que le ofrecerá una segunda oportunidad y la hará feliz. El éxito rotundo de estas novelas tuvo dos aspectos positivos para las otras escritoras, que son las que nos interesan. Por un lado vieron que, apoyándose en aparentes patrones de género, no les resultaba difícil sacar adelante novelas que nada tenían que ver con este subgénero, aunque algunas fueron un poco más allá y aplicaron estructura y personajes de la novela rosa a obras que escondían mensajes más comprometidos. De alguna manera, las autoras de novela rosa habían conseguido que el trabajo de escritora, más que una profesión, fuese considerado un divertimento sin malicia, desempeñado por niñas bien o por mujeres afines al régimen, y que por eso podía ser aceptado. Lo que no esperaban es que hubiera tantas mujeres con inquietudes literarias, que además escribían bien y ganaban premios, y que no siempre guardaban en su cabeza las ideas esperadas.

El pistoletazo de salida lo dio Carmen Laforet, ganando la primera edición del Premio Nadal, con su novela Nada. Entre 1944 y 1960, seis mujeres se alzaron con este premio: Carmen Laforet (1944), Elena Quiroga (1950), Dolores Medio (1952), Llüisa Forrellad (1953), Carmen Matín Gaite (1957) y Ana María Matute (1959). Esta última ganó también, en ese periodo, el Nacional de Literatura y el Planeta. Había nacido un grupo de escritoras que tenía mucho que decir, aunque la mayoría lo hiciera a su manera, por lo que no se las puede considerar una generación. Por ejemplo, de Ana María Matute, escribe Raquel Conde Peñalosa, que posiblemente está más cerca de Rafael Sánchez Ferlosio que de Mercedes Ballesteros, Dolores Medio o Eulalia Galbarriato. Además de las escritoras citadas, Lucía Montejo Gurruchaga nos proporciona otros nombres, como  Concha Alós, Teresa Barbero, Rosa María Cajal, Concha Castroviejo, Paulina Crusat, Mercedes Formica, Carmen Kurtz, Elena Soriano o Mercedes Salisach.

Buena parte de las novelas de estas mujeres comparten un recurso interesante: la voz narrativa, ya sea en primera o tercera persona, recae en una muchacha en el paso de la adolescencia a la madurez, muchas veces inducida por los acontecimientos. Son chicas que no se conforman con lo que les ofrecen, con lo que acepta sin rechistar una inmensa mayoría de las chicas de su edad, que además no las comprenden; ellas quieren estudiar, sueñan con otro tipo de amor que nada tiene que ver con el matrimonio y envidian la libertad que disfrutan sus compañeros hombres, por eso, para intentar vivir de igual a igual, muchas veces optan por su compañía. El primer ejemplo claro de este tipo de personajes es Andrea, la protagonista de Nada. Cuando Carmen Martín Gaite se fijó precisamente en ella para acuñar el término de “chica rara”, no lo hizo pensando solamente en el personaje de ficción, sino que se vio ella misma siendo el alma de Natalia, protagonista de Entre visillos, y vio también a todas esas otras escritoras que llevaban de la mano a otros tantos personajes disonantes en la concepción de género de la época. A ellas les dedica todo un capítulo de su libro Desde la ventana. Escribe Martín Gaite:

«lo innovador de Nada está en que Carmen Laforet ha delegado en Andrea para que mire y cuente lo que sucede a su alrededor, en que no la ha ideado como protagonista de novela a quien van a sucederle cosas, como sería de esperar, sino que la ha imbuido de las dotes de testigo».

Eso es lo que las hace diferentes: sus personajes son capaces de ver, de pensar sobre lo que ven y de contarlo. Porque son testigos de lo que cuentan, podemos pensar también que sus voces no deben estar muy lejos de las voces de sus creadoras, de esas mujeres que se han dado cuenta de que les han robado sus derechos y que por eso tienen mucho que decir. Como sus protagonistas, ellas se han visto obligadas a vivir en un ambiente hostil, que no han elegido, y que tienen que intentar cambiar o, al menos dejar claro que no están de acuerdo. Sin embargo son una minoría, por eso dice Martín Gaite que Andrea «era una chica “rara” infrecuente», y lo explica de esta manera:

«En una España como la de la primera posguerra, anclada en la tradición y agresivamente suspicaz frente a cualquier “novedad” ideológica que llegara del extranjero, el escepticismo de Andrea y las peculiaridades insólitas de su conducta la convierten en audaz pionera de las corrientes existenciales tan temidas y amordazadas por la censura española, que en general aborrecía de las decepciones».

Y añade que, gracias al ejemplo de Andrea, las nuevas protagonistas de la novela femenina desafinarán, se instalarán en la marginación, pensarán desde ella y serán conscientes de su excepcionalidad, con una mezcla de impotencia y orgullo. Y pone varios ejemplos, todos ellos, dignos de un análisis más detallado y profundo.

Habla de Lena, la protagonista de Nosotros los Rivero, de Dolores Medio, a la que su propio hermano recrimina que viva obsesionada por la idea de que los Rivero son gente rara y que quiera encontrar, en cualquier cosa, un síntoma de ese desquiciamiento. Habla también de Valva, la adolescente creada por Ana María Matute en Los Abel, que procede ya de por sí de una familia rara, con los consiguientes problemas que eso le acarreará frente a la sociedad; aunque no siempre tiene por qué ser así, y recurre para explicarlo a dos de las protagonistas de su novela Entre visillos, Natalia y Elvira, chicas que viven en un entorno familiar que no cuestiona las normas de convivencia impuestas, son ellas las que lo hacen. «Las dos chicas son raras y su comportamiento está presidido por el inconformismo». Carmen Martín Gaite observa otro punto en común en todas estas heroínas “hermanas” de Andrea, la necesidad de romper las ataduras que las impide lanzarse a la calle. Cuando lo logran, no buscan en la calle una aventura apasionante, sino el cobijo que no encuentran en su casa:

«Quieren largarse a la calle, simplemente, para respirar, para tomar distancia con lo de dentro mirándolo bien desde fuera, en una palabra, para dar un quiebro a su punto de vista y ampliarlo».

Desde nuestra perspectiva, ya en la recta final del primer cuarto del siglo XXI, puede que sea interesante contrastar el testimonio que aportan todas estas novelas con la historia oficial de una época que parece que no ha existido, por un lado, porque siempre se ha contado desde el punto de vista de los vencedores y, por otro, porque la transición española se construyó desde el silencio impuesto por el sufrimiento. Por eso es importante indagar entre las páginas que nacieron de la pluma de este grupo de mujeres olvidadas por la historia, condenadas a ese otro exilio no reconocido que fue vivir e intentar trabajar con dignidad en la España de posguerra. Ana María Matute lo explica a la perfección:

«Yo tuve que vivir una adolescencia amarga en una época durísima, pasar lustros y décadas de mi vida en un régimen estúpido y avasallador sin libertades, si miro atrás me doy cuenta de lo que hemos soportado, pero supongo que resistimos porque la vida puede con casi todo, y en el caso de nosotros, los jóvenes, pues nos empujaba la curiosidad, nos ayudaban el entusiasmo y las ganas de hacer cosas, de leer y descubrir en medio de tanta necedad, tanta represión y prohibiciones sin número.

Pero no fueron las de la posguerra las únicas mujeres de la historia reciente de España que sufrieron esta injusta indiferencia hacia la mujer. Unos pocos años antes, en el entorno del grupo del 27, un buen número de mujeres dedicadas en cuerpo y alma a la cultura, tuvo que sufrir un doble exilio, el de tener que abandonar su país a causa su derrota en la guerra civil, y el de la incomprensión de su trabajo, que no fue valorado ni por sus propios compañeros de generación.

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Conde Peñalosa, Raquel (2004). La novela femenina de posguerra (1940-1960). Madrid: Editorial Pliegos.

Martín Gaite, Carmen (1987). “La chica rara”, capítulo 4 del volumen Desde mi ventana. Madrid: Espasa Calpe.

Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.

Salabert, Juana (2016). “Ana María Matute a este lado del paraíso, en Campo de Agramante: revista de literatura, núm. 22. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Fuente foto Martín Gaite: Wikipedia https://cutt.ly/fh8TQUJ





jueves, 10 de diciembre de 2020

El triste retorno a Ítaca



«Era uno de sus mejores años; pero tanta felicidad no duró». Así comienza el artículo sobre Dulce Chacón que Liborio Barrera escribe, en El Periódico de Extremadura, el 4 de diciembre de 2003. Dulce Chacón era una de las más claras realidades de la literatura española de los últimos años y acababa de morir, a causa de un cáncer de páncreas, a los cuarenta y nueve años de edad. «Durante los meses precedentes –añade Barrera–, la escritora extremeña había conocido la gloria literaria y social. Había viajado a Irak antes de que comenzara la guerra y había conocido a mujeres que sufrieron la represión bajo el franquismo tal y como había reflejado en su novela La voz dormida». Esta, su última novela, había sido premiada en la Feria del Libro de Madrid por el Gremio de Libreros de la capital como Libro del Año 2003 y había encandilado al director de cine Benito Zambrano que nada más leerla se puso en contacto con la autora para hablarle de su interés por adaptarla al cine. Cuando por fin pudieron encontrarse, ella ya estaba en el hospital, allí quedaron en verse de nuevo para trabajar juntos en el guion, pero eso nunca ocurrió, pues Dulce Chacón murió un mes más tarde, cuando el director preparaba, en Cuba, el rodaje de Habana Blues. La película, protagonizada por Inma Cuesta y María León, vio la luz en 2011 y, en palabras del cineasta lebrijano, siempre que se proyecte será un homenaje a Dulce Chacón.

En La voz dormida, Dulce Chacón da voz a las mujeres que, durante la guerra civil y la posguerra, no se resignaron al papel que la sociedad tenía preparado para ellas, relegándolas exclusivamente al ámbito doméstico; a las mujeres que decidieron dar un paso adelante, pagando su atrevimiento, muchas veces, con la cárcel o, incluso, con la muerte. Dulce Chacón escarba en nuestra memoria reciente, como ya había hecho en su novela anterior, Cielos de barro, donde reivindica la necesidad de mirar hacia el pasado para reconocer el presente y, desde ahí, poder creer que aun hay futuro. Ella misma califica este texto como una “autobiografía familiar”, en la que gran parte de las cosas que suceden en el cortijo extremeño donde se desarrolla el relato, le ocurrieron a su familia. Pero también es una novela donde las desigualdades provocadas por la guerra civil, y el sufrimiento de la mujer, tienen mucho que decir. Cielos de barro fue galardonada con el premio Azorín, en el año 2000.

Anteriormente, entre los años 1996 y 1998, había publicado tres narraciones cortas que componen su Trilogía de la huida. Son tres novelas que nos hablan de la intolerancia y la incomunicación en las relaciones de pareja, y que tocan temas como el maltrato o la búsqueda de la identidad, pero también son la reivindicación de una independencia femenina que se manifiesta a través de su inteligencia, siempre infravalorada por el hombre, incapaz de calibrar la capacidad intelectual de la mujer. Háblame musa de aquel varón es el título de la novela que cierra la trilogía.




El retorno a Ítaca de Ulises se nos muestra en la Odisea como una esperanza, la de Penélope que no duda del regreso del padre de su hijo, al hogar, aunque todos afirmen que está muerto. Asediada por un grupo de pretendientes, que lo que quieren en realidad es ocupar el vacío de poder, malgastando su patrimonio, ella demora su respuesta hasta la culminación de una prenda, que teje de día y desteje de noche, para no tener que tomar una decisión, o para que la decisión que ha tomado pueda llegar a buen fin. Homero no hace de Penélope una víctima del abandono de su marido, sino que modela una mujer astuta que se muestra cautelosa y precavida en todo momento, incluso en el acto de reconocer a su esposo cuando este regresa por fin. En Háblame musa de aquel varón, Matilde también espera, hasta que un hombre, que no es su marido, con unas pocas palabras es capaz de provocar su introspección. Es a través de ese viaje interior cuando se produce la huida hacia su propia Odisea. Pero es un viaje que se fragua poco a poco. Cuando se descubre en los ojos de Ulises, Matilde hace todo lo posible para que Adrián, su marido, se fije en ella de la misma manera que lo ha hecho ese hombre que no la conoce de nada, y no deja de darle pistas, pero él siempre las interpreta al revés. Ulises ha sabido valorarla por ella misma y no por ser la sombra del escritor en ciernes que se las da de erudito y que presume de la belleza de su mujer.

«Ella sabía que alardeabas de mujer hermosa. Eso no le importaba. Pero esta vez era una reunión de trabajo. Un famoso productor había leído el ensayo sobre la Odisea que publicaste en una revista literaria; tu propuesta le pareció ambiciosa y quiso conocerte. Así es como te ofreció escribir el guion de su próxima película, realizar tu sueño. Tú le habías hablado a Matilde de Ulises. Lo describiste como un gran conversador, un productor culto, inteligente, irónico y mordaz. Ella temía encontrarse con él».

El viaje que inicia Matilde es su personal retorno a Ítaca, a ese lugar desconocido de su interior del que nunca debió salir y del que, sin embargo, había perdido toda noción a causa del papel que se le había asignado de serie y que, por ese desconocimiento, ella acepta. Si la relación entre el Ulises de la Odisea y su mujer, Penélope, es el mutuo deseo de retorno que nace de su separación, la que se produce entre Adrián y Matilde es una relación de ausencia que nace de una unión basada en el silencio y la incomunicación.

«La fatalidad te ha enseñado que las palabras que evitabas decir, y también las que dijiste, forman parte de la distancia que aumentó el desprecio de Matilde hacia ti.

A partir de la primera sospecha, Matilde y Adrián toman caminos diferentes para recuperarse mutuamente. Mientras  Adrián, que le puede su ambición, toma el camino de la autocomplacencia, alentado por Estela, la esposa del director de cine, convencido de que lo que sufre su mujer es un problema de celos; Matilde opta por compartir con su marido en la noche, lo que por el día le confiesa Aisha, la joven marroquí, empleada en el cortijo de Ulises al que se han desplazado para trabajar en el guion de la película. Pero hasta en eso se verá traicionada: en este caso, quien desteje la trama es Adrián, cuando cuenta a quien no debe lo que Matilde le confía desde el corazón. Solo cuando pase el tiempo, en la soledad de la noche, frente al cuadro de Modigliani que Matilde enmarcó para él y que le recuerda a ella, Adrián empezará a darse cuenta del instante en el que se inició la fractura que provocó su desprecio. En ese momento, para justificar su insomnio, escuchará de nuevo el Nesum dorma, de Puccini: ¡Disípate, oh noche ! ¡Ocultaos, estrellas! Al alba venceré. Venceré. Venceré.



Uno de los recursos más interesantes de la novela es su narración en segunda persona, pero a través de un narrador omnisciente que lo sabe todo y que actúa como la voz de la conciencia de Adrián, que le muestra además lo que él no ha podido vivir y que es imprescindible que sepa, para poder entender lo que ha ocurrido. Así, la novela se convierte en una especie de monólogo con un solo escuchante, que además de receptor, es un personaje principal. Los lectores, esta vez, somos el público silente y sin embargo necesario para exista la otra parte de la historia, la subtrama velada en un segundo plano que nos hace levantarnos del asiento y nos humedece los ojos; porque la novela es mucho más que la narración de un triángulo amoroso entre dos hombres y una mujer. Háblame musa de aquel varón es, sobre todo, un grito contra la intolerancia, la xenofobia y el horror; es un hermoso canto a la vida, desde la literatura. 

Dulce Chacón sabía muy bien por qué escribía, y así se lo dijo, en una entrevista para la televisión, a la periodista Mercedes Gómez-Verdejo:

«No hay que escribir para ganar dinero, hay que escribir para no morirse».

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Barrera, Liborio (2003) “Muere la escritora extremeña Dulce Chacón a los 49 años. El Periódico de Extremadura (04/12/2003).

Bobra, C. M. (2014) Introducción a la literatura griega. Madrid: Editorial Gredos.

Chacón, Dulce. (2004) Háblame musa de aquel varón. Barcelona: Booket.

(2006) La voz dormida. Madrid: Punto de Lectura.

(2010) Cielos de barro. Barcelona: Editorial Planeta.

Gómez Verdejo, Mercedes (2003) La vida en directo (Fragmento de la entrevista a Dulce Chacón), disponible en www.youtube.com

Homero (1982) Odisea. Traducción de Luis Segalá y Estalella. Barcelona: Ediciones Orbis.


Fuente de la fotografía de Dulce Chacón: www.megustaleer.com


jueves, 26 de noviembre de 2020

El triunfo ante el olvido

 




Ana María Matute nunca estuvo cómoda en la infancia que le tocó vivir. Desde su posición privilegiada de hija de familia acomodada, pronto comprendió que sus inquietudes chocaban frontalmente con las esperanzas que los demás habían depositado en ella, desde su madre, la recia mujer riojana poco dada a administrar caricias, hasta las monjas francesasDamas Negras– que tuvo que sufrir en sus primeros años formativos, tanto el el colegio de Barcelona como en el de Madrid, a las que se refiere con estas palabras, en el programa Imprescindibles, de Televisión Española: «Un niño no puede acercarse a una persona en la que no cree, a la que considera una idiota. Aquellas pobres señoras me parecían idiotas de solemnidad». Encuentra una manera de rebelarse construyéndose un mundo paralelo al que le ofrecen los gigantes (así denomina a los mayores en una de sus últimas novelas, Paraíso inhabitado, novela publicada en 2008), en el que las siluetas de los armarios que pueblan el cuarto oscuro, donde la encierran cuando no se porta bien, se convierten en los altos edificios de una ciudad imaginaria a los que se encarama para contemplar su mundo. No nos ha de extrañar, entonces, que buena parte de sus personajes protagonistas sean niñas, durante el duro trance, casi siempre traumático, que supone el paso de la niñez a la adolescencia. Niñas, como Celestina, protagonista del cuento “Cuaderno para cuentas” (que da título a este blog), que tiene muy claro qué es portarse bien, para los adultos: «es portarse como quiere el que lo dice, y para unos es una cosa y para otros, otra» ; Matia, la muchacha de Primera memoria que perderá la inocencia en el severo entorno de su abuela materna, en una isla que identificamos como Mallorca, durante los primeros meses de la guerra civil; o Adri, protagonista de Paraíso inhabitado, que sufre una doble pérdida: la del amor, en la persona de Gavrila, el hijo de una bailarina rusa, y la del unicornio, que huye llevándose la inocencia y la niñez. Por supuesto, no podemos olvidar al que, bajo mi punto de vista, es uno de los personajes literarios más interesantes y dignos de análisis, de la literatura española de los últimos años: Ardid, la niña que crece al lado de un hechicero y de un trasgo y que, gracias a su inteligencia, se convertirá en la madre del rey más poderoso del reino de Olar, en Olvidado rey Gudú. Hoy quiero añadir a esta lista de chicas raras –término acuñado por Carmen Martín Gaite– a uno de los personajes menos conocidos de la narrativa de Ana María Matute: Sol, la joven protagonista de su novela Luciérnagas.

Sol termina su educación en el colegio de monjas el día 15 de julio de 1936. Solo le harán falta unos pocos días para intuir que sus planes de futuro difícilmente se van a cumplir, y apenas tiene dieciséis años. Inmaculada de la Fuente, en su libro Mujeres de la posguerra, dice, refiriéndose también a la autora, que a las dos «la guerra les abre dolorosamente los ojos, les despoja de un bienestar que creían permanente y que ven arder delante de sus ojos». Ellas, como tantos otros jóvenes de la época, serán testigos del profundo cambio que se va a producir en esa España convulsa, que tampoco esta vez aprende de sus errores del pasado, pero que tampoco le deja al individuo la libertad de elegir cualquier otra posibilidad. Sol no ha elegido nacer en la familia en la que ha nacido, no ha elegido tener un padre dueño de un taller heredado que, por el mero hecho de serlo, será denunciado y tiroteado en una cuneta, dejando desvalida a su familia. Ella no tiene la culpa de ser la heredera de lo que la sociedad de la época tenía preparado para ella, algo en lo que su padre estaba de acuerdo: «¿Y después?… ¿Después?, decía. ¡Ah, después! A su padre no le gustaba hablar de más allá. Vagamente, decía: Pues, no sé…, te casarás. ¡Pero no hablemos de esto, no me gusta! Aun falta mucho tiempo. Ahora solo pensemos en la princesa bonita» y sin embargo pagará las consecuencias. A nadie se le había ocurrido –tampoco ahora, en este paréntesis de supuesta libertad para la mujer que fue la República– planear otro futuro para ella, indagar sobre sus capacidades;lo habían hecho, en cambio, para su hermano Eduardo, llamado a dirigir la fundición, aunque, tal vez, estuviera menos capacitado para ello. Los roles están claros. Nada ha cambiado y nada cambiará: a los ojos de los hombres, ella es solo una mujer, también ante los ojos de Ramón Boloix, el maestro tullido republicano que, a través de su influencia, la consigue el carnet sindical y le da trabajo en su academia, a cambio de «portarse bien», de «no tener miedo», a pesar de que ella cree sinceramente en su amistad: «Sin que tuviera tiempo de apercibirse, Ramón inclinó su cabeza, besándola. Con aversión profunda, intentó eludir su lengua viscosa, su saliva. Sentía resbalar sobre su cuerpo aquella mano y le pareció que crecía, que crecía monstruosamente en peso, en calor, envolviéndola totalmente». A partir de aquí sabe que no puede confiar en nadie, que tendrá que buscarse la vida, sola. «¿Dónde habrá un lugar para mí?, se dijo con vaga melancolía. Su lugar parecía estar en sí misma, su refugio en su propia conciencia. Lo sabía desde aquel momento de un modo lúcido, indudable». Más tarde, Sol conocerá a Cristián, pero no es más que otro perdedor, como ella y tal vez por eso estén predestinados a encontrarse. Cuando creen haber encontrado el amor, se olvidan del tiempo, que solo sabe hacerlos daño, se refugian en la casa que fue de Pablo, el hermano mayor del muchacho y se dedican amarse, hasta que son descubiertos y terminan detenidos. Cuando por fin logran escapar y se encuentran de nuevo, sueñan con el futuro, juntos; ella está embarazada, pero se siente fuerte, saldrán adelante. Sin embargo, una bala perdida desbaratará su sueño para siempre. En palabras de Inmaculada de la Fuente, ahí «comienza para ella y para su hijo la dura, la escarpada posguerra».

Cuando escribió Luciérnagas, Ana María Matute aun no tenía conocimiento pleno de lo larga y dura que iba a ser esta posguerra, aunque el descarnado testimonio de la guerra, de la que había sido testigo, ya estaba escrito. Tampoco era consciente de los sacrificios que tendría que sufrir en el camino; sin embargo, lo que sucedió con su manuscrito, ya le dejó suficientes pistas. La censura lo tachó de arriba abajo, alegando supuestas “inmoralidades”, dejándola sin el dinero de un anticipo editorial que necesitaba urgentemente para atender a su hijo, enfermo de difteria. Juana Salabert, en un artículo titulado “Ana María Matute, a este lado del paraíso”, publicado en el número 22 de la revista Campo de Agramante, recuerda unas palabras de la autora, al respecto: «Qué discernía toda esa gente, esos mediocres que alertaban en sus informes de que simplemente por leer algunas de mis páginas ciertos niños, algunos muchachos, podrían incurrir en la tentación de lanzarse a apedrear a los hijos de los poderosos… Eso veían, que no la miseria y la desgracia de tantos, los débiles y desventurados, los desposeídos. Cuanta ruindad y estupidez hemos tenido que padecer aquí durante años». A causa de su precaria situación económica, en 1955 autorizó la publicación de un manuscrito modificado, bajo el título de En esta tierra. Cuando se agotó la primera tirada, no permitió su reedición. «Fue para mí una claudicación ignominiosa», estas palabras las pone en su boca Lucía Montejo Gurruchaga, en su manual Discurso de autora, género y censura en la narrativa española de posguerra, mientras que Esther Tusquets, amiga personal de la autora, añade, en el prólogo de la edición que Back List publica de la novela, en 2010, que cada vez que se mencionaba esta edición, que le habría gustado borrar de la faz de la tierra, Ana María se sentía culpable porque jamás debió haberla autorizado.

Según lo que hemos visto, la novela tendría dos versiones diferentes, la de 1955 y la recuperada a partir del original de 1953, publicada por fin en 1993. Oficialmente, sería así; sin embargo, Joan Estruch Tobella, autor del trabajo “Las tres versiones de Luciérnagas, de Ana María Matute", no lo ve tan claro. Su trabajo es el resultado de cotejar los dos textos mencionados con el original presentado a la censura, que se conserva en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares. En dicho trabajo, el autor no solo da cuenta de las diferencias del primer original con el de En esta tierra, sino que encuentra también diferencias importantes con el que se publica en 1993. Por ejemplo, apunta que no está claro que el primer manuscrito se prohibiera por razones políticas sino, más bien, por razones de moral o religiosas y que, a pesar de lo dicho en estudios posteriores, en muchas partes el texto definitivo se parece más al publicado en 1955 que al rechazado por los censores. Y señala que la diferencia más importante se encuentra en los finales, que son diferentes los tres. En el primero, Cristián, Sol y su hijo común, han sobrevivido y miran al futuro con ilusión haciendo múltiples proyectos, en tanto que en En esta tierra, Cristián muere víctima de un francotirador republicano que acaba con su vida cuando este aclama con entusiasmo la entrada en Barcelona de las tropas franquistas. En la versión definitiva, de 1993, Cristián muere también, a manos de un francotirador, pero no está claro el color de quién aprieta el gatillo.


Ana María Matute en 2011 

Sea como fuere, quien revisa y decide cuál es la versión definitiva es Ana María Matute. Es ella la que decide que, definitivamente, sea Sol quien afronte sola su futuro; sola, como lo había estado siempre; sola, como estuvo Ana María en la parte más dura de su vida, la de su matrimonio con el supuesto poeta Ramón Eugenio de Goicoechea, padre de su hijo, por cuya custodia tuvo que pelear, durante tres años, tras conseguir la separación; sola, como todas las mujeres que deciden en esa época, en España, tener una vida propia, con una voz reconocible ante una sociedad injusta que aparta descaradamente a la mujer de la vida pública, supeditándola a ser una mera sombra del hombre: buena hija, esposa sumisa y madre ejemplar.

No sabemos cuál pudo haber sido el alcance de la vida de Sol, pero sí podemos imaginarlo, porque conocemos la trayectoria de su creadora y porque ahora sabemos que Ana María Matute, fue feliz, ¡inmensamente feliz!, cuando le concedieron el Premio Cervantes. Y lo fue porque se dio cuenta de que ese reconocimiento era su triunfo ante el olvido: su inmensa sonrisa de niña, de todas las niñas que habían habitado en ella, que habían nacido de su máquina de escribir, eran en realidad las que recibían ese premio. Y Sol estaba entre ellas.

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía y recursos audiovisuales

Estruch Tobella, Joan (2014). “Las tres versiones de Luciérnagas, de Ana María Matute, en Ínsula, revista de letras y ciencias humanas, núm. 815, noviembre de 2014.

Fuente, Inmaculada de la (2017). Mujeres de la posguerra. Madrid: Silex Ediciones.

Lopez Viladrich, M.ª Ángeles (2013). La adolescente en la narrativa femenina de posguerra: Carmen Laforet y Ana María Matute (TFM). Madrid: UCM.

Martín Gaite, Carmen (1987). “La chica rara”, en Desde la ventana: enfoque femenino de la literatura española. Madrid: Espasa Calpe.

Matute, Ana María (1973). Algunos muchachos. Barcelona: Ediciones Destino.

(1996) Olvidado rey Gudú. Madrid: Espasa Calpe.

(2008) Paraíso inhabitado. Barcelona: Ediciones Destino.

(2010) Ceremonia de entrega del Premio Cervantes: Discurso de Ana María Matute. Disponible en www.mcu.es/

(2010) Luciérnagas. Prólogo de Esther Tusquets. Barcelona: BackList.

(2014) Luciérnagas. Ediciones Austral.

(2017) Los mercaderes (Trilogía: Primera memoria, 1960; Loa soldados lloran de noche, 1964; La trampa, 1969). Prólogo de María Paz Ortuño. Barcelona: Ediciones Austral.

Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.

RTVE (2014). Imprescindibles: Ana María Matute. La niña de los cabellos blancos.

Salabert, Juana (2016). “Ana María Matute a este lado del paraíso”, en Campo de Agramante: revista de literatura, núm. 22. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


Fotografía de Ana María Matute: Wikipedia

Fotografía libro Luciérnagas: P. T.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Dos mujeres bajo la misma piel

 


«El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país, y el barómetro que marca su grandeza o su descenso». Estas palabras de Federico García Lorca, durante una representación de Yerma en el Teatro Español de Madrid, en la temporada 1934-1935, hablan por sí solas y nos dan una idea de lo que el poeta y dramaturgo andaluz pensaba acerca del teatro y de sus posibilidades educadoras en la convulsa España de la época.

Federico García Lorca es, sin duda, el poeta español más internacional, sin embargo, su temprana y trágica muerte en agosto de 1936, con tan solo 38 años, no nos permitió conocer todo su potencial creativo. Miembro destacado de la llamada Generación del 27, una de sus facetas más importantes es la de hombre de teatro, pero no solo como dramaturgo, sino también como impulsor de un teatro itinerante con el que intentó dar a conocer a los clásicos en todos los rincones de una España muy necesitada de cultura. Para ello, organizó y dirigió el teatro universitario “La Barraca”. A raíz de su estancia en Nueva York y, especialmente, después de la creación de La Barraca, se inclinó decididamente por el teatro, aunque nunca abandonó la poesía.

Como dramaturgo, su trayectoria comienza con un fracaso, El maleficio de la mariposa (1920). Puede que el común de los mortales no esté preparado aun para comprender lo que bulle en su cabeza, por eso dirá de El público, obra cumbre de su etapa vanguardista, que es irrepresentable. Al otro lado está su teatro, que podemos denominar ,“tradicional”; y es el que nos interesa ahora. Está compuesto por cinco obras que, indiscutiblemente, tienen a la mujer como protagonista:: Mariana Pineda (1925), Bodas de sangre (1933), Yerma (1934), Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935) y La casa de Bernarda Alba (1936).

«Nadie como García Lorca ha mostrado con más verismo la vida de muchas mujeres que han protagonizado una silente tragedia de deseos, de ilusiones y esperanzas reprimidas o ahogadas por la tiranía de distintos seres», afirma de manera rotunda Ana María Ramírez, en su artículo “La mujer en el teatro de García Lorca”. Hagamos un breve repaso de su presencia en las mencionadas obras.

Mariana Pineda se estrenó al final de la dictadura de Primo de Rivera. A pesar de su éxito, lo verdaderamente importante de la obra, la creación del primer personaje femenino importante en el teatro de Federico, apenas tuvo relevancia. Mariana Pineda fue una heroína del siglo xix que murió al final del reinado de Fernando VII por bordar una bandera de la libertad. A Lorca no le gustó que calificaran su obra como drama político. Lo que él quería reflejar era la angustia que siente una mujer cuando se da cuenta, a punto de morir, de que ha sido manipulada por sus compañeros liberales y, lo que es más doloroso, por su propio amante. Mariana ya nos apunta un tema central en la dramaturgia de García Lorca: el complejo nudo entre el amor y la libertad, pero –y esto es lo más importante– desde el punto de vista de la mujer. En este caso, una mujer que se engaña a sí misma, confundiendo deseo con realidad. Ella espera que su amante al final la salvará y cuando cae en la cuenta de que el mundo del hombre y el de la mujer son distintos, ya es tarde. Los personajes femeninos de Lorca, que siempre son los más importantes, se quejan constantemente de su situación y, cuando pretenden huir de ella, terminan trágicamente. Las palabras amor y libertad en las mujeres de Lorca, son imposibles.

Bodas de sangre se estrenó en 1933 y supuso su consagración como dramaturgo. Está basada en un hecho real sucedido en Nijar, un pueblo de Almería. Ya desde el primer acto, con la mención del enfrentamiento entre las dos familias que ha provocado la muerte del padre y del hermano del novio o la presencia temprana de la navaja, se nos alerta de una tragedia que la mujer y la suegra de Leonardo vaticinan en la nana del cuadro II. Se ha acusado a Lorca de esquematizar y reducir toda la fuerza amorosa al sexo, sin embargo, el sexo es fundamental para plantar la simiente que perpetuará la estirpe del hijo, que es lo único que le queda a la madre. Unos hijos que nunca llegarán, porque el mismo día de la boda, la Novia huye con Leonardo. Vence el amor reprimido, pero por poco tiempo. Leonardo y el Novio no sobrevivirán a la pelea. La obra está llena de símbolos míticos procedentes del teatro griego: el coro, la Luna, la Muerte… Lorca declaró en su momento que lo que más le satisfacía de su tragedia era la intervención de estos dos últimos personajes, símbolos del fatalismo que rompen el realismo de la obra.

En Yerma (1934) la protagonista quiere un hijo porque ha fracasado su matrimonio. No siente ninguna atracción por su marido, con el que se casó porque su padre se lo dio y así lo aceptó. Solo Víctor la hizo “temblar”. No busca satisfacción sexual fuera del matrimonio a pesar de que se la proponen. Ha sublimado en el posible hijo toda su amargura. Yerma nunca se entregaría a la huida de la Novia de Bodas de sangre. Es una mujer prematuramente envejecida que no renunciará a su honra por nada del mundo. Cuando le proponen ir a la romería para conseguir la fecundidad por medios mágicos, acude. Pero el supuesto remedio mágico es un joven que la está esperando. Es una escena algo artificial porque la madre del presunto fecundador sabe que Yerma no aceptará. En la romería se da cuenta de que a su marido no le interesaban los hijos y es cuando decide matarlo, convirtiéndose la tragedia en anti-tragedia, pues Yerma da la vuelta a su deseo, convirtiéndose en no-madre voluntaria definitivamente.

Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935) nos muestra el problema de la liberación de la mujer. Aquí está todo perfectamente cohesionado: la decadencia de un grupo social que no ha sabido adaptarse a las nuevas formas del capitalismo y la frustración y soledad de Rosita. Entre las fechas en las que se sitúa la acción, un sector de la sociedad granadina se enriqueció con las industrias azucareras y otro, menos atrevido y confiado, prefirió seguir ejerciendo de prestamista y terminaron en la ruina. Rosita, en 1911 tiene casi medio siglo y está soltera . Cada jornada de la obra se desarrolla en una época distinta y en cada una se ve el deterioro de la muchacha que, poco a poco, se convierte en una solterona, con lo que eso significaba en aquella época en España. La decadencia física de Rosita corre pareja a la ruina de su familia y al desprecio que esta manifiesta por un capitalismo cada vez más pujante. Otro paralelismo es el que se establece entre la vida de Rosita y la rosa mutable. Esta es un ejemplar que consigue el tío de Rosita. Se abre por la mañana, alcanzando su esplendor al medio día y en la raya de lo oscuro / se comienza a deshojar. Los tres momentos de la pieza –1885, 1900, 1911– coinciden con el poema a la rosa mutable: abertura, esplendor (que ya anuncia la decadencia) y muerte. ¿Es cobarde Rosita al aceptar su suerte? Ella sabe que su primo, del que sigue recibiendo cartas de amor, se ha casado en América, pero su actitud de mantener viva la ilusión alimenta una especie de esperanza absurda. Su abdicación voluntaria hace que su familia no sufra. Rosita sigue bordando sábanas para los dos mientras rechaza los pretendientes que se van acercando, más viejos y pobres, conforme se va devaluando “la mercancía”. Rosita renuncia a casarse sin amor. Sabe que ha perdido a su primo definitivamente, pero no se entrega como mercancía. Aquí reside su grandeza.

La casa de Bernarda Alba, escrita en 1936, no pudo ser representada en vida de Lorca. El drama está escrito en prosa, con algunas bellísimas excepciones, a diferencia de Bodas de sangre y Yerma donde el verso tiene un peso decisivo. La acción se desarrolla en la casa de Bernarda y el protagonismo corre a cargo de mujeres. Bernarda no es un personaje grotesco, cruel o arbitrario, ni la encarnación de la tiranía, sino simplemente del poder. Sabe que el hecho de ser mujer la expone a perderlo y trata de conservarlo. Para mantener el poder y la cohesión de sus hijas, Bernarda impone el silencio. Ella está informada de lo que ocurre fuera: la dicotomía escuchar y callar es el eje por el que transita la obra. Pero la casa es un avispero. A la pasión amorosa se une la envida que las hermanas sienten por Angustias, hija del primer marido de Bernarda que, aunque es más fea, dispone de una fortuna mayor, y la disputa de Pepe el Romano, varón joven y fuerte que busca el dinero de Angustias y se encuentra con la juventud de Adela. Bernarda ha aprendido una amarga lección: el poder no admite fisuras, pero no se comporta como un hombre. Lo que sí es importante es que Lorca ha llegado a la conclusión de que el poder absoluto es igual de inaguantable tanto si lo ejerce un hombre como una mujer. No parece que la dialéctica de la obra sea poder-Bernarda y libertad-hijas, porque estas, vayan donde vayan, no encontrarán la libertad. Contra la madre ejercen una rebeldía casi episódica. Sin embargo, si son capaces de salir de la férula materna es para ir a caer en otras, no por más complacientes (al principio) menos alienantes. Por ello, cuando Lorca habló de “drama de las mujeres en los pueblos de España”, llevaba toda la razón.

Pero volvamos de nuevo a Bodas de sangre, y fijémonos en dos de sus personajes principales, la Madre y la Novia.

La Madre es el personaje principal, es fuerte y consciente de su suerte y, aunque no la comparte, acepta su adversidad, la de saberse sola, con un hijo que se casa y al que teme perder, si lo abandona, como perdió a su marido y a otro de sus hijos. El Hijo representa la tierra fértil y la boda le brinda la posibilidad de la procreación con la que se cerrará el círculo incompleto de la vida: «Mi hijo la cubrirá bien. Es de buena simiente. Su padre pudo haber tenido conmigo muchos hijos».

La Novia, por su parte, es víctima de la pasión; enamorada de Leonardo, con el que tuvo una relación y, consciente de su debilidad, busca refugiarse en el Novio para atemperar su sangre, él es tranquilo y cariñoso, será un buen marido y un buen padre. Ambas saben lo que significa el matrimonio para la mujer: «Un marido, unos hijos y una pared de dos varas de ancho para todo lo demás», pero no lo consigue y a causa de su decisión, se convierte en lo mal visto en la mujer, aunque su comportamiento solo sea la expresión valiente de lo que cualquier mujer lleva dentro.

Tras la tragedia, el encuentro antagónico entre las dos mujeres es inevitable. Sin embargo, es a través de ese encuentro cuando entendemos que no les separa tanto trecho. Dice la Novia: «¡Porque yo me fui con el otro, me fui! Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes […] Yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. Tu hijo era mi fin y yo lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos».

Puede que la Novia, que sin llegar a la posesión total del hombre ha experimentado ya su pérdida, no llegue comprender nunca la necesidad de aferrarse a esa ansia de perdurabilidad de la estirpe que tiene la madre para que no se lo lleve todo la muerte. O tal vez, porque lo ha perdido todo, sea la muerte lo único que ansíe. Por no poder, no puede ni verse reflejada de por vida, como la madre, en la pared encalada, vestida de negro. Por eso, cuando la Madre, de manera sarcástica, piensa en voz alta: «Ella no tiene la culpa, ¡ni yo! ¿Quién la tiene, pues?¡Floja, delicada, mujer de mal dormir es quien tira la corona de azahar para buscar un pedazo de cama calentado por otra mujer!, la Novia reivindica su honra, lo único que puede salvarla: «¡Calla, calla! –dice–. Véngate de mi; ¡aquí estoy! Mira que mi cuello es blando ; te costará menos trabajo que segar una dalia de tu huerto. Pero ¡eso no! Honrada, honrada como una niña recién nacida. Y fuerte para demostrártelo. Enciende una lumbre. Vamos a meter las manos: tú, por tu hijo; yo, por mi cuerpo. Las retirarás antes tú».

Las dos terminan llorando en la misma habitación, la una, en la puerta, la otra dentro, porque las dos han sido víctimas de la tragedia de la sangre, contra la que no se puede luchar o siempre se hace tarde.

En el último montaje del Centro Dramático Nacional, realizado por el director argentino Pablo Messiez, en 2017, el papel de la Madre lo interpreta la actriz Gloria Muñoz. Sobre el escenario, la suya es una voz templada, que ríe, teme y llora por su hijo; y en la última escena, su imagen doliente de la Piedad será observada en absoluto silencio desde todos los rincones posibles, dentro y fuera del escenario, gracias a un juego de espejos instalados en las paredes y el fondo, haciendo posible que el público viva dentro de la escena, porque nada llama tanto como el morbo de la sangre que inunda el cuerpo de un hombre y mancha los dedos una madre que implora, mientras lo sostiene en su regazo, como si fuera un niño pequeño. Lorca le debía este papel a Gloria Muñoz, deseado, desde que fue la Novia, en el montaje de José Luis Gómez, en 1985. Allí, el tono de su voz era diferente, el necesario para no caer del caballo desbocado que es Leonardo, pero no su fuerza interpretativa. Las dos, la Gloria-Novia de entonces y la Gloria-Madre de ahora, son el retrato perfecto de la mujer nacida de las entrañas de Lorca para llenar su teatro.

Puede que ya lo adivinara Federico, que ya supiera que el tiempo, que nada cura, sí torna la voluptuosidad de la sangre primigenia , en líquido viscoso que anega la tierra seca y roturada de injusticias y silencio. Puede que Federico buscara, en el sufrimiento de la mujer, su propio sufrimiento o que él mismo se sintiera cuerpo de esa mujer, protagonista siempre de su teatro y de su tiempo. En este sentido, creo que puede ser valiosa la idea que Isabel de Armas extrae del libro de Francisco Umbral, Lorca poeta maldito. Cita textualmente: «Si Lorca nos ha dejado en su teatro tan valiosas figuras de mujer, no es porque las haya observado en la vida con la mirada de hombre, sino porque se ha metido dentro de ellas para mirar al hombre». Nunca lo sabremos.

Pedro Turrión Ocaña

    Bibliografía

Adil Kamal, Hadil y Lica Mohamed Bashir (2015). “La estructura y el Simbolismo en Bodas de sangre.” Irak Acedemic Scientific Journals, en www.iasj.net

Armas, Isabel de (1986). “García Lorca y el segundo sexo, en Cuadernos Hispanoamericanos. Homenaje a García Lorca. Volumen I, núm. 433-434 (julio-agosto1986) https://cervantesvirtual.com

Centro Dramático Nacional (2017). Cuaderno Pedagógico 105. Disponible para su descarga en http://cdn.mcu.es

García Lorca, Federico (2016). Bodas de Sangre. Edición de Allen Josephs y Juan Caballero. Ediciones Cátedra, Madrid 28.ª edición, 2016.

— (2016) El público. Edición de María Clementa Millán. Ediciones Cátedra, Madrid 13.ª edición.

Granados Palomares, Vicente (2015). Literatura española (1900-1939). Editorial Universitaria Ramón Areces. Madrid, tercera reimpresión 2015.

Ramírez, Ana María. “La mujer en el teatro de García Lorca”, en Proyecto aula https://lenguayliteratura.org

Fuente imágenes Gloria Muñoz: 

        La Novia: commons.wikimedia.org 

        La Madre: elteatrero.com 

Cartel Bodas de Sangre: Centro Dramático Nacional



 

 

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