jueves, 22 de junio de 2023

Yo no sé de otras cosas. Elisa Levi (Reseña)

 


Yo no sé de otras cosas es la historia de alguien que quiere conocerlo todo, vivirlo todo, amarlo todo, a pesar de que todos crean que el mundo se acaba. En su segunda novela, Elisa Levi ha asimilado con maestría la lección de los grandes escritores: no hay lugar más universal que el más pequeño de los pueblos”.

«...mi padre era caballo, pero siempre lo trataron de burro.»

Los lectores somos esos testigos silenciosos, imprescindibles para que un relato cobre vida. Pero a veces quien escribe necesita visualizar al lector antes de que el texto llegue a sus manos, necesita un primer testigo que sea capaz de escuchar, de asimilar lo que luego será leído y asimilado por el lector colectivo y multiforme, que el autor imagina pero aún no conoce. En Yo se de otras cosas Elisa Levi ha ido un paso más allá, lo ha convertido en un personaje más, escuchante privilegiado del relato de Lea, protagonista y única narradora de la novela.

Lea vive en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. Ella es Lea Pequeña, porque su madre es Lea Grande, pura lógica. Tiene una hermana con la cabeza hueca, un padre adherido al campo y una madre al ultramarinos del pueblo; su mejor amiga llora, llora, llora; ama a un muchacho que no sabe hablar de amor, mientras el otro amigo, que la ama a ella, le deja regalos sobre el felpudo de su casa y conejos muertos en el de los vecinos invasores. Todo eso le provoca un ardor en la tripa y el deseo de irse de allí. Pero, qué sabe ella de todas esas otras cosas que nosotros, los que no vivimos en un pueblo con cuatro calles, una iglesia y un bosque terrible cerca, pensamos que son normales.

A través de la conversación con un desconocido anónimo, que ha perdido a su perro, Lea construye un monólogo muy personal que normaliza lo increíble. Pero, lo increíble, ¿para quién? Qué sabe el urbanita de la capacidad de un bosque para tragarse a quién se aventura a perturbarlo, o de la capacidad de un pueblo para cerrarle las puertas a cualquier forastero que se aventure a vivir en él cuando nadie lo ha llamado.

Elisa Levi se sumerge en lo increíble, pero cargándolo de verosimilitud a partir de la idea del fin del mundo en una fecha conocida por todos. El resto de una vida puede durar lo que tarda en consumirse un cigarrillo de marihuana, en el tiempo intemporal de un primer día de enero más cálido de lo normal. En un mundo lleno de prejuicios, la libertad es un capricho inadmisible para el dios de las etiquetas sociales, donde su infierno particular nunca tiene cobertura.

Levi consigue traspasar los límites de lo real –de lo que creemos real, que rara vez abarca más allá de nuestro campo de visión online– dejando que Lea utilice su propio lenguaje para mostrarnos una realidad muy distinta. La realidad de Lea Pequeña choca con ella misma, por eso necesita compartirla con ese hombre que quiere entrar en el bosque para recuperar a su perro. Ella sabe que el perro volverá: todos los perros regresan, no así las personas que huyen de sus propios miedos adentrándose en el bosque.

Elisa Levi, por boca de Lea, se atreve a plantarle cara a un buen número de verdades absolutas a través de una sutil reflexión, con el único fin de que sea el lector quien saque sus conclusiones, intuyendo que al final de cada historia siempre hay un fin del mundo camuflado.

«Si los muertos se quedan fríos es porque el mundo se muere caliente.»

En Yo no se de otras cosas el fin del mundo tiene fecha, Elisa Levi le añade  el lugar y los personajes, lo que ocurre es que, a veces, la vida se enreda…

Elisa Levi. Yo no sé de otras cosas. Temas de hoy, 2021 

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 15 de junio de 2023

Una casa llena de gente. Mariana Sández (Reseña)

 


«Una casa llena de gente se sumerge en los espacios privados y comunes de un pequeño edificio y las gentes que lo habitan, para así reconstruir una memoria. Con un humor sutil, un suspense inteligente y una escritura deliciosa, la novela deja al descubierto tanto las debilidades humanas como las heridas que causan los choques generacionales.»

«Para mí, la única casa llena de gente es la literatura», le escribe Leila Ross, traductora y escritora frustrada, a Charo, su hija, en unos cuadernos que son parte de un legado post mortem en el que la madre da rienda suelta a su obsesión de preservar el pasado para asegurar el futuro. A partir de ahí, Charo, descubre que su pasado no solo está vinculado a sus recuerdos personales, sino a un relato que se expande a lo largo de un vericueto de ramificaciones que, como las raíces de un árbol frondoso, empiezan en el subsuelo y ascienden hacia todos los rincones del edificio familiar, implicando a sus habitantes.

En pocas palabras, Una casa llena de gente es la reconstrucción de la memoria de una madre y una hija, a partir del hogar físico que han compartido. El hecho de convertir el edificio en el eje vertebrador del relato hace que dicha reconstrucción desborde lo familiar e implique (o complique) a todos sus habitantes.

«En definitiva, un edificio o un barrio no son otra cosa que un montón de voluntades puestas a convivir a la fuerza. Salvo casos particulares, con los vecinos ocurre igual que con la familia: no se eligen, se imponen.»

Así, la novela se estructura también a partir de la casa a través de los títulos de los capítulos –Cimientos, Andamiajes, Exteriores, Interiores, Escombros y reconstrucción‒, arquitectura y literatura en un mismo plano.

Los Almeida deciden mudarse a una casa más amplia, a pesar de saber que la única manera de lograrlo es aceptar la ayuda económica de los padres de ella. Al final acceden cuando se dan cuenta de que la nueva casa tiene el espacio suficiente para colocar su enorme biblioteca, sin tener que inutilizar un cuarto de baño, como les ocurre en la “caja de cerillas” en la que habitan Leila, Fernando y su hija Charo, además de la estadía temporal de los otros hijos de Fernando, Rocío y Julián. Es la mala calidad de la nueva construcción la que hace que su relación familiar se amplíe a los nuevos vecinos. Allí, todos se observan desde su propio castillo y todos creen conocerse, a pesar de que solo cuentan con una visión parcial e interesada de los otros. Desde lo subjetivo, intentan reafirmarse en lo objetivo.

Para entender lo que le escribe su madre, que a veces en nada se parece a sus recuerdos, Charo decide completar el relato con los testimonios de los otros y, como es dramaturga, transformalo en una obra de teatro. Charo se convierte así en narradora y personaje. Por su voz asistimos a un inteligente juego narrativo que, a través de una perfecta mezcla de géneros, amplía enormemente nuestro campo de visión y corona a su madre como la gran protagonista.

A pesar de que sabemos desde el principio que está muerta, Leila es una presencia constante en la novela. Lo que no llegamos a saber muy bien es si la intención de su mensaje trata de reivindicar la memoria colectiva o es solo un ejercicio para alimentar su propio ego, al obligar a los otros, a través de su hija, a que su voz no se diluya entre tanto ruido.

A través de las palabras de los otros personajes, accedemos a un retrato exahustivo de la convivencia humana, a partir de la casa como microcosmos autosuficiente y extrapolable a cualquier relación y lugar, donde todos, seguro, nos vamos a reconocer.

La amistad de dos niñas que sobrevive al choque frontal de sus familias entre sí. La amistad intermitente y convulsa de dos madres, Leila y Gloria, y su mirada callada a la fragil y trágica belleza de Silvina. El silencio necesario de Fernando y Martín. Y en medio, como la representación de la conciencia omnipresente, la voz contagiosa de la perfección divina: Granny y su «tiempo verbal de pelotudos»: el si hubiera… que, por consaguinidad, termina contagiando a su hija y a su nieta.

Maternidad, amistad, convivencia, incomunicación, son algunos de los ingredientes que traspasan las paredes de Una casa llena de gente, la excelente novela de Mariana Sández. 

Y literatura, sobre todo, literatura,.

«Escribir es un movimiento de limpiaparabrisas en la cabeza para barrer atrás y adelante la memoria […] No somos más que personajes. Un invento colectivo de nosotros mismos y de otros; un estigma moldeado entre varios a lo largo de los años […] Escribir es permanecer. Escribir es tratar de contar un sueño sabiendo que nunca lo lograrás […] Escribir es el único momento de amor total hacia uno mismo. Y a veces de odio.»

Leila vive por y para la literatura. Hasta tal punto llega su obsesión, que al carpintero que les fabrica las estanterías para su biblioteca, a pesar de llamarse Dante, ella siempre lo llama Virgilio. Es algo que él nunca llegará a comprender, una locura más de una mujer que siempre escribe pero nunca llega a publicar, de «una madre escribiente que nunca llegó a ser escritora».

Mariana Sández. Una casa llena de gente. Impedimenta, 2022.

Pedro Turrión Ocaña


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