jueves, 10 de noviembre de 2022

De bestias y aves. Pilar Adón (Reseña)

 


Termina el verano, cambia la estación, y una mujer conduce durante horas en plena noche sin saber que se aproxima a Betania, una casa aislada, casi un territorio fuera del mundo. Un lugar desconocido y habitado exclusivamente por unas mujeres que, sin embargo, sí parecen conocerla a ella. Lleva a sus espaldas a una hermana ahogada, y no le ha dicho a nadie que se marcha ni adónde porque ni siquiera ella sabe que su viaje va a ser tan largo […] Un rincón de tierra, agua y árboles donde la recién llegada no quiere estar a pesar de que tal vez sea, como le dicen sin que llegue a creérselo, el lugar en el que descubra por fin lo que significa formar parte de algo.”

Hay algo alegórico en la literatura de Pilar Adón que irremisiblemente nos trastorna. Por un lado nos hace creer que sus historias se desarrollan en algún lugar reconocible de nuestro mundo actual, en alguno de esos espacios de la periferia dominguera y senderista en medio de una naturaleza idílica y revitalizadora, hasta que nos damos cuenta de que la atmósfera que los envuelve tiene algo de magia e irrealidad que influye y marca irremediablemente a los personajes. Esto ocurre en De bestias y aves, su última novela, publicada por Galaxia Gutemberg

Coro, la protagonista, llega a un lugar llamado Betania por accidente. Ella no quiere ir allí, y en realidad, no hay nada que lo justifique cuando lo único que intentaba, al abandonar la autopista, era encontrar una gasolinera. Por eso, cuando está dentro, todo su afán es regresar a su mundo, avisar a su familia. Sin embargo, hay varias cosas que chirrían en esta impetuosa necesidad de retorno de las que el lector es consciente desde el primer momento: si ella está allí es porque huye de algo, y si le resulta imposible contactar con su mundo anterior es por culpa del abandono consciente de su teléfono móvil en el lugar que ha dejado, y era tanta la prisa en desaparecer, que hasta olvidó llenar el depósito del coche de gasolina. Lo que esta pintora no ha olvidado es guardar en el maletero una serie de retratos de su hermana muerta, ahogada en un canal años atrás, en un accidente en el que ella sobrevivió.

No será esta la única duda que se plantea el lector. A medida que avanza la lectura, hay algo que permanece latente: lo de Coro, ¿es una huida o una búsqueda?, ¿una pérdida o un encuentro?

Coro se ve atrapada en un lugar donde solo habitan mujeres, y pronto se da cuenta, a través de la salmodia de sus voces monótonas, de que escapar de allí será difícil. Aunque no hay ningún Ulises en esta historia, ni las voces de las mujeres son cantos de sirena, sí existe la necesidad de retorno, a pesar de la huida consciente de su entorno. ¿O es solo apariencia? Como el coro de la tragedia griega, Coro será la portadora de la explicación necesaria para entender el conflicto, y sus palabras nos harán pensar que la naturaleza que la rodea tiene algo que ver en esa metamorfosis que poco a poco se produce en ella, y que la convierte en Core-Perséfone, ‘la doncella’, diosa griega de la vegetación, pero también esposa de Hades, o lo que es lo mismo, reina del inframundo. La exuberancia de la vida y la oscuridad de la muerte en un mismo personaje.

¿Será Betania el lugar en el que Coro pueda encontrar las respuestas que necesita para comprender su huida?

En el nombre del lugar, como en el de algunas de las mujeres, Magdalena, Rebeca, descubrimos reminiscencias bíblicas, y ya puestos a imaginar, no obviamos su estructura conventual: una casa aislada en la que solo conviven mujeres en un orden estamental, estricto y de autosuficiencia, sin contacto con el exterior, y cuyos extremos lo ocupan una anciana, a la que veneran, y una niña, cuya única misión es aprender. Todas le dicen que ese es el lugar que ella buscaba y por eso lo ha encontrado. Cada vez que Coro reivindica su derecho a marcharse, me temo que más crece en el lector la presunción de que ella sabe que ese es el único lugar posible en el que puede quedarse. Un lugar que induce a la introspección. Un final del camino que más parece un principio: el eterno principio de la vida inseparable de la muerte, o la comprensión de que la vida sigue después de la muerte, se regenera, perdura; solo hay que entender la manera, comprender el proceso de transfiguración, la metamorfosis necesaria para descodificar el pasado y seguir viviendo, para convertirse en un ser absoluto y universal.

En esta revelación tiene mucho que ver la naturaleza. Desde las bestias y las aves del título, a los perros, las cabras, los insectos, los reptiles, el conocimiento preciso de las plantas, la infinita compañía de los árboles y la descripción precisa del entorno, con la casa y la enorme piedra que la oculta del sol o la protege; pero, sobre todo, el agua, presente en el lago y en la poza que hay debajo de la casa, vigilada constantemente por una de las mujeres, pero también en el pasado de Coro

«Toda una vida de formación, lecciones y trabajo, para llegar a su edad y descubrir que lo único que importaba en el mundo era el agua, vivir en ella, generar oxígeno. […] Y de que el agua era el principio básico. Que ahí residía todo. La esencia. Lo más importante de la vida. Y allí, en aquella casa, contaban con agua en cantidades más que suficientes...» 

Escribe Carlos Pardo, en El País, que Las efímeras, su  anterior novela, publicada también por Galaxia Gutemberg en 2015, se aleja de las modas literarias, de la “dictadura de la actualidad” y nos descubre a “una escritora universal desde su particularidad y en plenitud de su talento”. Me quedo con este juicio, y lo hago extensible a De bestias y aves, y a toda la obra de Pilar Adón, tanto narrativa como poética.


Pilar Adón. De bestias y aves. Galaxia Gutemberg, 2022.

Pedro Turrión Ocaña

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