jueves, 12 de diciembre de 2024

Versos a la deriva. Marina Díez (Reseña)

 


Versos a la deriva es un poemario a flor de piel. Certifica que su autora, Marina Díez, vive en poesía. Navega las riberas de su dulce río y relata su historia íntima con versos cotidianos y amorosos, agrupados aquí a palabra limpia, que irradian el calor del corazón. Con inusual depuración del lenguaje, entre lo cotidiano y lo trascendente, su escritura es poesía pura en tiempos de prosa. Un regalo que dibuja la arquitectura del alma. Una amapola que para siempre floreció. (Ángel Fierro).

La poesía es una buena manera de dejar la piel a la intemperie, de desnudarse sin necesidad de tocar la ropa. Al lector le corresponde entender cuál es el envoltorio que, como ilusión definitoria, reviste al poeta de colores y fragancias, de sabores y susurros, y permiten que su cuerpo se funda con la tierra amasando en sus raíces las plantas de sus pies. Esta es la primera sensación que me deja la lectura de Versos a la deriva, el último libro publicado por la poeta y editora leonesa, Marina Díez.

Por eso es de sensaciones de lo que quiero hablar aquí.

Del susurro del agua que aparece de repente entre las olas verdes del mar terrestre y contagia las almas que circundan el tiempo, en el lugar en que la sangre se mezcla con las lágrimas, el mismo que convierte los brazos en hogar.

Mis sueños se tornan en pesadillas / mastico muñecas / que luego, en el baño / paro muertas

Del miedo justificado a la pérdida que al fin se convierte en explosión de los sentidos, como la caricia de la primavera, a pesar de suceder entre las paredes nevadas de un hospital en medio del más crudo invierno. De la poesía que crece antes de nacer, que emerge de las entrañas del cuerpo como sinónimo de vida y de futuro, un cuerpo, también, donde la ternura se hace fuerte contra el miedo, acurrucada entre tabiques de madera, con la cuerda latente a punto de saltar, como halo de la valentía de una muñeca rota pero capaz de amar.

Amante amor de madre, también amor carnal y desamor, amor simiente germen del recuerdo y del futuro.

¿Y si me abandono al oleaje? / ¿Si cierro los ojos y dejo de mirar / para poder sentir?

Una mente a la deriva que es capaz de sembrar pensamientos listos para crecer a través de la lectura, reconocerse en la lectura a pesar de no saber o de saberse protagonista de una historia cotidiana regada de vino y brillos de cristal roto que confirma que algo falla en esa perfección impuesta.

Me tocó en la lotería de las ganas de llorar / el premio gordo

En un ser siempre cargado de esperanza, a pesar de todo.

Tengo mucha poesía debajo de mi cama.

Siempre he pensado que en poesía el tiempo es otro, como el ánimo que cambia de un minuto a otro por culpa de una lágrima que brota de repente y nos recuerda que un día, sin darnos cuenta, nos desprendemos de la infancia y confundimos menstrual con monstruoso.

Versos a la deriva se nos abre a un espacio para el eterno retorno a temas universales, como la infancia, la tierra y el equilibrio, la lengua materna y la maternidad, la pérdida y el duelo, la duda que apuntala la confianza, el grito y el silencio, para construir desde ahí un poemario que se aprovecha del lenguaje sensorial, pero sencillo, de una mujer adicta a la tinta y la poesía. Marina Díez se abre en canal para evitar que sea la grieta la que se haga surco, para intentar que su mundo, que tanto se parece al nuestro, no naufrague entre tanta tontería.

Romperse por dentro no hace ruido, / solo muestra unas pequeñas grietas en el exterior / y quizás algunas fugas en los ojos

Bruja o hada, qué importa, si nos encontramos entre líneas.

Marina Díez. Versos a la deriva. Bajamar, 2024.

Pedro Turrión Ocaña

domingo, 24 de noviembre de 2024

Los alemanes. Sergio del Molino (Reseña)

 


En 1916, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la península ibérica dos barcos con seiscientos alemanes provenientes de Camerún. Se han entregado en la frontera guineana a las autoridades coloniales por ser España un país neutral. Se instalan, entre otros lugares, en Zaragoza, donde forman una pequeña comunidad que jamás regresará a Alemania, aunque no podrán escapar al devenir de la historia cuando se produzca el auge y la caída del régimen nazi. Entre sus descendientes están Eva y Fede, quienes, más de un siglo después, se encuentran en el cementerio alemán de Zaragoza en el entierro de Gabi, su hermano mayor. Junto con su padre, ellos son los últimos supervivientes de los Schuster, una familia que llegó a tener un importante negocio de alimentación, hoy desaparecido.

Afirma Gueorgui Gospodinov que su país tiene muchas historias que no han sucedido y otras que no se han narrado. A mi entender, las unas y las otras pueden ser, perfectamente, la chispa que le permite al escritor narrar fragmentos de la historia de un país ‒o de una época‒ a través de la literatura, a través de la ficción, nada importa el lugar de origen de la persona que escribe. Sin embargo, Los alemanes, de Sergio del Molino, no es una traslación a la ficción de la historia, como tampoco lo son las narraciones de Gospodinov, sino una manera de tomar la historia como base para crear una ficción que se convierte, de una manera más cercana, en una llamada de atención al desconocimiento o al olvido.

Al concebir Los alemanes, Sergio del Molino se hace eco de un suceso, poco conocido en la actualidad, aunque en su día llamó mucho la atención, sobre el que ya escribió en un libro anterior (Soldados en el jardín de la paz, Prames, 2009) y, a partir de ahí, construye una novela que pone el punto de mira, a través de las relaciones familiares, en cómo la historia, si no se le presta la debida atención, puede llegar a arruinar el más cuidado proyecto de futuro.

Eva y Fede se reencuentran en el cementerio alemán de la ciudad de Zaragoza, su manera opuesta de ver las cosas los ha mantenido alejados durante algún tiempo. La causa de este encuentro es el entierro de un personaje que, a pesar de estar muerto, condiciona toda la trama de la novela. Se trata de Gabi, su hermano mayor, Gabi S en los ambientes musicales alternativos, en los que era una estrella. A partir de ese momento empieza a girar una rueda que nos hace viajar desde la época de la primera guerra mundial hasta la actualidad. El suceso histórico mencionado es la llegada a Zaragoza, en 1916, de un numeroso grupo de refugiados alemanes procedentes de Camerún. El país africano fue colonia alemana desde 1884 hasta 1916, año en que la pierde a causa de las derrotas alemanas en la primera guerra mundial.

Junto a su progenitor, Juan (Hans) Schuster, condenado al olvido en su vieja casa, con la única compañía de Ioana, la asistenta de nacionalidad rumana, que le cuida, los dos hermanos son los únicos supervivientes de la familia Shuster, forjadora de un imperio salchichero ya desaparecido, como parece estar la memoria de su pasado.

Fede es profesor universitario en Ratisbona y Eva, una política local con un prometedor futuro a nivel nacional. Ellos son dos de los narradores de la novela, en la que también escuchamos a Berta, la mejor amiga de Gabi desde la infancia, y a Ziv, especulador y mafioso israelí, carente de moral, cuya principal ocupación es salpimentar sus turbios negocios con la caza de nazis.

La gran clave de la novela está, precisamente, en esta estructura polifónica en la que, curiosamente, lo que más nos aturde no es lo que se dice, sino los secretos y silencios que se ocultan tras las palabras. Es a través de este juego por el que nos damos cuenta de la visión antagónica de los hermanos ante los mismos sucesos. He oído decir a Sergio del Molino que a veces los narradores juegan a la fuga entre ellos, sin embargo, a mí me parece que en ocasiones juegan a provocar un encuentro necesario, en forma de falso diálogo, que convierte al lector en el único elemento omnisciente de la narración.

A pesar de que las emociones primarias del ser humano se manifiestan igual en todas las culturas, no ocurre así con los comportamientos que provocan. A partir de esta premisa, Sergio del Molino pone sobre la mesa varios temas impactantes, como son las relaciones familiares, la educación interesada, la corrupción política y periodística y, el más importante a mi juicio, la herencia de la culpa, de tal manera, que nos permite no perder de vista la imperiosa necesidad de conocer todos los elementos de la historia para no crear una intrahistoria falsa e interesada, tan habitual en nuestros días.

El nazismo y el antisemitismo se mezclan con la corrupción y el pelotazo en un tour de force desequilibrado que todo lo enfanga, generando una sensación de descontento general que convierte la novela en una crítica a la moral contemporánea en la que puede más un supuesto “holocausto” animal alimenticio, que el genocidio humano. Todo podría aclararse satisfactoriamente de cara a la opinión pública, sin embargo, en algunas ocasiones, para que el mal no se alce con el triunfo, el bien tiene que jugar a perder.

Un elemento muy importante en la novela es la música, empezando por su estructura, semejante a una construcción musical con cuatro movimientos o escrita para ser ejecutada por un cuarteto de cuerda. También la música es la seña de identidad de uno de los personajes más injustamente tratados por su propia familia: la “joven decadente”, esposa y madre, retrato fiel de la mujer de la época, que  refugia  su frustración sobre las teclas de un piano, a pesar de estar siempre donde tiene que estar, aunque no se note su presencia. Y, sobre todo, la música es el fondo que imprime cierta cadencia triste a un relato circular que comienza y termina hablando de la muerte, por el lugar donde se desarrollan estos dos momentos, pero sobre todo, a través de unas impactantes palabras extraídas de los diarios de Franz Schubert, compositor omnipresente a lo largo de toda la novela:

«Nadie comprende el dolor del otro, y nadie comprende la alegría del otro. Siempre pensamos ir hacia el otro, pero lo único que hacemos es pasar unos al lado de los otros. Qué padecimiento para quien se da cuenta de esto».

Otro elemento imprescindible es la presencia continua de la lengua alemana, o más bien, su contraste con el español. La idea del pensamiento único y unívoco, que tantas veces nos aleja de la reflexión sosegada, queda difuminada a través del conocimiento consciente del instrumento universal de comunicación, que es la lengua, y todas sus posibilidades. Hay un ejemplo en el texto que tal vez nos pueda dar la clave  de por qué una madre les cuenta cada noche a sus hijos historias terribles antes de dormir,  aunque no sean más que cuentos de la tradición oral alemana aprendidos en su niñez: la palabra einsamkeit, cuya traducción al español es ‘soledad’, y que en alemán tiene una connotación más concreta, de ‘propiedad de ser uno’, y que el personaje identifica con el término “uniedad”.

En resumen, Los alemanes es una novela intensa y apasionante que interpela al lector desde las primeras páginas, a través de la diversificación de puntos de vista ante sucesos, sobre los que es  tan fácil posicionarse como difícil es acertar con el juicio correcto. La literatura se convierte, así, en la plataforma idónea para plantear la discusión, pero no para dar una respuesta unívoca y universal. 

El simple hecho de que una de las posibilidades del pasado sea la de enredarse en el presente para hacernos dudar del futuro, debería, cuando menos, hacernos pensar.

Sergio del Molino. Los alemanes. Alfaguara, 2024.

Pedro Turrión Ocaña

martes, 19 de noviembre de 2024

Siluetas pensantes. Ernesto Calabuig (Reseña)

 




Pensamiento y sentido del humor pueden ser buenos compañeros de viaje. […] El análisis del enloquecido, amenazante y extraño mundo en que vivimos se entremezcla con interesantes y a menudo cómicas situaciones de clase, en el diálogo real con los alumnos durante su tarea de profesor de Filosofía de Secundaria y Bachillerato. Si la filosofía, tal como quería Platón, no es el monólogo estático de un solo personaje, sino diálogo, espacio en el que entre todos se busca alcanzar algún tipo de verdad, este es un libro combativo que invita a la irrenunciable tarea de pararse a pensar en tiempos diseñados contra el pensamiento, a mantener los ojos abiertos en una era de desarrollo tecnológico que nos supera por todas partes y de políticos acostumbrados a habitar cómodamente en la posverdad de sus discursos cambiantes.

«Vivimos tiempos que parecen diseñados contra el sosiego y la pausa que requiere la reflexión humana...»

Esta mínima frase del párrafo que abre el último libro de Ernesto Calabuig, no es parte de un vaticinio pesimista sobre el futuro, sino la constatación de que algo falla en el presente. Pero no es hora de teorizar, de repetir letanías aprendidas, sino de aprender, de una vez por todas, como bien afirma Emilio Lledó, que de nada sirve el derecho a poder hablar con libertad si no sabemos pensar con libertad, si no tenemos libertad de pensamiento.

Pensamiento.

No me refiero a las ideas adquiridas por el individuo o por la colectividad, o por el individuo colectivizado de cierta colectividad con pensamiento único y enfrentado: si no estás conmigo estás contra mí; sino de la capacidad que tiene el individuo de ser único con libertad.

Ernesto Calabuig es escritor, pero también es filósofo y profesor de filosofía. Y a veces en sus clases surge la duda de un alumno, que tal vez aún no sabe que eso es precisamente la filosofía, ‘querer saber’, cuestionar y cuestionarse, en vez de dar por buenos los supuestos raciocinios, tantas veces anónimos, difundidos en ciento cuarenta caracteres.

«...tiempos que van contra la calma, la lentitud y el ocio continúa el párrafoque tan necesarios fueron para el surgimiento simultaneo de la filosofía y de la ciencia allá en occidente en el siglo VI a. C., o para establecer cualquier cosa duradera».

¿No chirría algo en este párrafo?: eso de que la filosofía y la ciencia nacieran para convivir, inseparables, debe ser algo de otro planeta (y no digo de otra civilización porque alguien me podrá decir que eso sí es cierto), como de otro planeta es el individuo que decide estudiar humanidades.

Pero hay mucho más en estas apenas ciento veintisiete páginas de letra ligeramente más grande de lo habitual, que pueden ser en parte consecuencia de esta separación traumática de materias, en ningún caso inocente; o producto de la politización intelectual y educativa, con resultados tan poco alentadores, como el empobrecimiento del lenguaje, la falta de atención del (y en el alumno), o, lo que es peor, la falta de apoyo al docente vocacional, que le obliga, a la hora de enseñar, a tirar de la épica o a tirar la toalla.

En Siluetas pensantes Ernesto Calabuig habla del ser humano que es capaz de huir de su yo genérico, para encontrarse a sí mismo, perdiendo incluso lo que posee para lograr “salir de la ignorancia” y saber aprender de quien, a todas luces, parece ser el que no sabe.

«En estos días pasados, una alumna que dibuja de manera asombrosa me dijo que la libertad es algo que tenemos y que no vemos, como cuando estás buscando un lápiz por todos los lados y resulta que lo teníamos en la mano todo el tiempo».

Calabuig nos enseña que, como escribió Rilke, las cosas se pueden decir «como ni ellas mismas pensaron que podrían ser dichas», a olvidarse del concepto y disfrutar del camino que te lleva hacia él, a ver que “ideología” no es más que eso que piensa en tu lugar, o a entender que, de tanto ahorrar palabras, estamos abocados a convertirnos en una sociedad de cerebros vacíos.

Pero, sobre todo, Siluetas pensantes es una llamada a la esperanza si, a pesar de la falta de paciencia, a pesar de la prisa, entendemos que, como decía Junger: «El yo se reconoce en el otro», o si alguien es capaz de pensar, como Lutero, que merece la pena plantar un árbol en el jardín, aun sabiendo que al día siguiente es probable que se acabe el mundo.

«...Quizá no seamos mucho más que unas absurdas pero hermosas siluetas pensantes».

Ernesto Calabuig. Siluetas pensantes. Tres Hermanas, 2024.

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 31 de octubre de 2024

La comedia nueva o el café. Leandro Fernández de Moratín

Una de las características que marcan el devenir del siglo XVIII, en lo que a la literatura se refiere, es la concepción de un teatro que busca un nuevo camino en el que abrirse paso, influenciado por la cultura “ilustrada” procedente de Europa, cultura que está presente también en las otras artes. Una nueva cultura que se rebela contra el barroquismo anterior cargado de efectos y de complejidad. Pero, como en la sociedad, el teatro queda dividido en dos grupos irreconciliables: los que buscan en él la oportunidad de mostrarle al público el progreso y la ilustración, y los conservadores, que ven peligrosas las nuevas concepciones artísticas basadas en la razón y la educación. Surgen así dos corrientes teatrales: la tradicionalista, que propugna la continuación de lo anterior, y la corriente innovadora que, con la vista puesta en Francia e Italia, intenta salir del casticismo y del populismo heredado, para enseñar, deleitando, según proponen, por ejemplo, dos de los personajes más influyentes del siglo XVIII, Luzán, en su Poética, o Jovellanos en su obra Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España.

Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) creyó acertado ponerse del lado de la influencia cultural que venía de Francia, para tratar así de atajar el atraso y el tradicionalismo imperantes en España. Una de sus piezas más famosas es La comedia nueva o el café, estrenada en 1792, no sin dificultades, ya que tuvo que afrontar cinco censuras antes de ser aprobada, pues se había corrido la voz de que se trataba de un “libelo inflamatorio”, según refiere él mismo en la Advertencia que antepuso a la edición original. En la mencionada obra, “Moratín desarrolla una crítica inteligente de los excesos de los autores dramáticos y de la comedia de su tiempo”.1 Moratín intenta, con esta obra, adentrarse en un tema vital en la concepción de su teatro: la necesidad de reformar el teatro español desde el mismo escenario, un “metateatro” que lograra la difícil tarea, aunque fuera de una forma subliminal, de ilustrar al público del futuro, pero sin dejar este de ser, a su vez, un divertimento.

Sin embargo, pese a esta actitud crítica, Moratín no llega en su texto a la crítica exacerbada de su padre, el también dramaturgo Nicolás Fernández de Moratín, o de Luis José Velázquez, “quienes calificaron a Lope de Vega y a Calderón de la Barca como corruptores del teatro español”2. Para Moratín, hijo, los grandes dramaturgos de nuestra Edad de Oro, tienen su mérito, y así lo manifiesta en la escena VI del segundo acto de la obra en cuestión, cuando pone en boca de uno de los personajes, Don Pedro, “Ahora compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos, y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto, cuando deliran, que estotros cuando quieren hablar en razón” (Acto II, escena VI, pág. 132).

Como bien apunta Manuel Fernández Nieto, en la “Introducción” de La comedia nueva o el café (Moratín, 2017: 27), el único género que cultivó Moratín fue la comedia ya que, según decía, con ella era posible orientar hacia la «verdad y la virtud». Esto le permitió poner toda su atención en la burguesía, estamento en el que debían reflejarse las clases inferiores. Las clases sociales elevadas eran poco valoradas por los ilustrados y ya se ocupaban de ellas los autores de tragedias.

La comedia nueva o el café tiene una estructura lineal que se atiene a las reglas de las tres unidades: acción, lugar y tiempo, como propugnan los cánones de la comedia neoclásica. Está dividida en dos actos que se desarrollan en el mismo lugar: un café cercano al teatro donde se ha de representar la obra El gran cerco de Viena, que sirve de fondo en el argumento del texto dramático. Sin embargo, como señala Juan Luís Alborg (Alborg, 1974: 640), Moratín roza la inverosimilitud al tener que constreñir la obra a un solo lugar –un café situado al lado del teatro– y comprimir la acción a dos horas, entre las cuatro y las seis de la tarde.

Aunque, como hemos dicho arriba, la obra se divide en dos actos, sí presenta su estructura la división tradicional tripartita de presentación, nudo y desenlace, necesaria para lograr la verosimilitud del texto. Así, la presentación ocuparía el primer acto completo, y si tenemos que definir la idea que se deduce de este espacio de tiempo, utilizaremos un término que usa Don Antonio en la escena primera de la obra: francachela, ya que en ella se produce la celebración de un hecho no consumado, el triunfo imposible de un despropósito en forma de obra de teatro. El nudo va desde el principio del segundo acto hasta el final de la escena IV; en este caso, la palabra que mejor lo definiría sería la de tragedia, símbolo, a la vez, de la obra que ha de representarse y de lo que ha de suceder en las escenas que componen dicha parte (y en la España de la época si se empeña en seguir por el camino de la “desilustración”). Y el desenlace ocupa desde la escena V hasta el final; aquí la palabra imprescindible será esperanza; todo el peso de la obra se soporta en este final feliz que plantea Moratín, no puede ser de otra manera. Don Pedro, a la manera de los buenos gobernantes, trata de imponer el orden sobre el caos imperante. De alguna manera, la fe en la comprensión del público futuro está también presente, ya que son sus pataleos los que corroboran los vaticinios de Don Pedro; un público que no puede ser ignorado o dirigido sin orden ni concierto, sino aleccionado en el buen criterio de la moralidad y las reglas. Veamos entonces su construcción.

El acto primero está dividido en 6 escenas, que se distribuyen de la manera siguiente:

E. 1: Don Antonio y el camarero Pipí presentan la obra. Ellos, de alguna manera, serán los canalizadores de la narración argumental del texto, presentando a los personajes y dando cuenta de algunas pinceladas que se desarrollarán en el transcurrir del tiempo narrativo.

E. 2: Entra en escena don Pedro, que será el encargado de plantear las enseñanzas de la obra neoclásica.

E. 3: Aparece el autor de la obra que se representará por la tarde, pero no se da a conocer, aunque sí intentará convencer a los otros de las excelencias de su trabajo.

E. 4: Aparece en escena la “erudición” de don Hermógenes, que provoca la salida del escenario de don Pedro.

E. 5: Don Antonio, antes de hacer mutis también, trata de recuperar la calma tras la tensión vivida en la escena anterior.

E. 6: Se descubren las verdaderas intenciones del “pedantón” don Hermógenes.

El segundo acto se divide en nueve escenas:

E. 1: Se presentan todos los personajes que rodean al autor.

E. 2: Doña Mariquita, hermana del autor, desconfía de la erudición de su pretendiente y muestra la sencillez de sus valores.

E. 3: Regresa el autor con la pésima noticia de la escasa venta de la publicación de su obra.

E. 4: Gracias al retorno de don Antonio se descubre que, a causa del mal funcionamiento del reloj de don Hermógenes, el autor y sus amigos se han perdido el primer acto de la obra.

E. 5: La banal conversación que mantienen Don Antonio y Pipí sirve de intervalo entre el nudo y el desenlace de la comedia.

E. 6: Don Pedro da cuenta del despropósito de la obra y del escándalo que está a punto de producirse en el teatro.

E. 7: Se adivina el fatal retorno del autor y su comparsa.

E. 8: Se confirma el total fracaso de la obra y se consuma la deserción de don Hermógenes.

E. 9: Desenlace de la obra, con la enseñanza moral a cargo del benefactor don Pedro.

Personajes principales y secundarios3

Apunta Loreto Busquets, en su trabajo “Modelos humanos en el teatro español del siglo XVIII” que «Los modelos humanos que ofrece el teatro neoclásico presentan una doble cara: una innovadora revolucionaria y otra conservadora. Esta doble vertiente no es el resultado de una contradicción, de la infiltración de un pasado irreductible hispánico en un ideario renovador europeo. Es la expresión coherente de la ideología burguesa revolucionaria, la cual lleva en su seno los elementos conservadores que aseguran la persistencia del sistema que se pretende instaurar» (Busquets 2003:1). Y, si queremos buscar un lugar donde se ejemplifiquen dichos modelos humanos, no lo hay mejor que La comedia nueva de Moratín.

Al hilo de lo que acabamos de decir, tal vez sería errado distribuir a los personajes de esta obra en principales y secundarios ya que, como modelos humanos, la personalidad y el comportamiento de cada uno aporta su impronta en la caracterización educativa que Moratín quiere dar a su obra. Cada cual en su parcela, todos representan la parte de la sociedad en la que viven, todos son los artífices de los pocos aciertos y de las muchas miserias que el futuro ha de erradicar. Detengámonos un instante en cada uno:

Don Pedro: Don Pedro de Aguilar es el personaje conductor de la comedia. Se nos presenta como un hombre comedido y taciturno, algo seco en su encuentro con los demás. Pero, cuando habla, hallamos en él al modelo del ideal ilustrado que, a la postre, será quien aporte la solución a un problema que nace de la incultura de un país que se empeña en mantener al pueblo entretenido en el fasto de un teatro del engaño que nada tiene que ver con la realidad. Y lo hará, diciendo siempre la verdad. Así le oímos en la escena II del primer acto:

Don pedro: […] Yo soy el primero en los espectáculos, en los paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con el estudio; tengo pocos, pero buenos amigos, y a ellos debo los más felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares soy raro algunas veces, siento serlo; pero ¿qué he de hacer? Yo no quiero mentir, ni puedo disimular, y creo que el decir la verdad francamente es la prenda más digna de un hombre de bien. (Acto I, esc. III, pág. 78)

Sin ninguna duda, este personaje es el trasunto de Moratín, la imagen que don Leandro quiere dar de sí mismo.

Don Antonio: persona ilustrada también, es el que mejor conoce a Don Pedro, y será el encargado de darlo a conocer a través de la conversación que tiene con el camarero y luego con el mismo Don Pedro.

Don Antonio: Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted. Todos aprecian su talento, su instrucción y su probidad; pero no dejan de extrañar la aspereza de su carácter.

Don Pedro: ¿Y por qué? Porque no vengo a predicar al café. Porque no vierto por la noche lo que leí por la mañana. Porque no disputo, ni ostento erudición ridícula, como tres, o cuatro, o diez pedantes que vienen aquí a perder el día y a excitar la admiración de los tontos y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman áspero y extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la opinión que he seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe hablar en público el que sea prudente. (Acto I, esc. III, pág. 79).

Sin embargo, Don Antonio representa una postura diferente a la de su interlocutor, mira las cosas desde arriba, guardando cierta distancia, de una manera un tanto cínica. Él es quien lo sabe todo, el narrador omnisciente de una historia no escrita que conoce a la perfección. Por eso su meta no es decir la verdad, sino ser condescendiente, su misión será poner la paz en el conflicto. Y será también el complemento imprescindible en el desarrollo de las ideas que Moratín nos propone en su argumento.

Don Pedro: […] usted tiene talento y la instrucción necesaria para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted y elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar iguales aplausos a lo más disparatado y absurdo; y con una rociada de pullas, chufletas e ironías, hace usted creer al mayor idiota que es un prodigio de habilidad. Ya se ve, usted dirá que se divierte; pero amigo…

Don Antonio: Sí señor que me divierto. Y por otra parte, ¿no sería cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos a ciertos hombres cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni cómo es posible persuadirles? (Acto I, esc. III, págs. 82-83).

Por eso, ambos personajes, Don Pedro y Don Antonio, forman un par indivisible, son las dos caras de una misma moneda, la que representa a la minoría social que ha de dirigir la sociedad del futuro.

Don Serapio: es un apasionado del teatro y, como tal, no se despega del autor de la comedia nueva que se representa en el teatro del Príncipe, que es donde “juega su equipo”, los polacos. En el otro, el de la Cruz, están sus adversarios, los chorizos, a los que no dudará en enfrentarse, sin un motivo claro, sin tener en cuenta la calidad de la obra o de la puesta en escena. Es un personaje imprescindible en la obra ya que representa a esa mayoría aficionada al teatro aparatoso y efectista de las obras, como El gran cerco de Viena, tan de moda en la época, con el que Moratín pretendía luchar. Por eso no le importa la calidad, sino la cantidad, y no dudará de liarse a palos con el que no esté de su lado, aunque sea portador de la razón. Él es, también, como amigo incondicional, quién propone la idea de casar a la hermana del autor con don Hermógenes.

Don Hermógenes: hay varios calificativos en la obra que definen el carácter de este personaje: pedantón, erudito a la violeta, siempre pronunciadas por Don Pedro, hecho que deja claro su total antagonismo. Don Hermógenes es el exagerado portador de un saber superficial que no duda en emplear a cada instante, tratando de darse una importancia que nunca tendrá, pensando que, quizá, con esa actitud, nadie se dará cuenta de su verdadera frustración, la de saberse un don nadie. Sin embargo, confía en que ese saber superficial sea suficiente para colocarlo a la altura necesaria que le permita consumar el engaño de dar a entender que tiene lo que no tiene. Por eso no duda en arrimarse a un autor novel que, a su vez, creerá haber encontrado en él al mejor justificante de la bondad de su trabajo; y verá de justicia, solicitar a su protegido, si este gana lo suficiente, el pago de sus facturas, aunque para conseguirlo tenga que cargar en matrimonio con la hermana del ínclito futuro, mujer hacendosa a la que, probablemente, no hará ni caso. De hecho, ya lo hace. Este personaje es el estereotipo al que Moratín critica más duramente. Es posible que, al crearlo, don Leandro se inspirara en un personaje real, y este, al ver su reflejo en el personaje, considerara la obra como un insulto.

Don Eleuterio: es el autor novel que, después de perder el trabajo a causa de la muerte del Señor al que servía, decide hacerse escritor para dar de comer a su familia: su boda secreta con una de las criadas de su antigua amo le ha convertido en padre de cuatro criaturas. Para conseguirlo, con la ayuda de su esposa y la complicidad de don Serapio, decide hacerse poeta y escribe la obra más grandilocuente que saberse pueda, El gran cerco de Viena. Es esta una de esas comedias heroicas que tanto éxito tenían en el siglo XVIII, ya que la gente gustaba de ver grandes movimientos escénicos con todo lujo aparatos y efectos que lograban empequeñecer incluso al barroquismo anterior; la gente no quería pensar, sino entretenerse. Y es tanta la simplicidad del personaje, que no cae en la cuenta de que, para lograr una cosa así, se necesita una preparación específica y el trabajo de muchos años. Piensa que el talento es algo al alcance de cualquiera y que, si otros lo poseen, también puede poseerlo él. Sin embargo, en su ser profundo, Don Eleuterio es un hombre responsable, preocupado por su entorno: tiene, como hemos dicho, mujer y cuatro hijos, y una hermana que mantener; y sería capaz de cualquier cosa para lograrlo. Y es precisamente su falta de formación la que le precipita a lanzarse al vacío sin pensar en el fracaso, porque lo que el busca no es arte, sino un trabajo. En el fondo, es lo mismo que busca don Hermógenes, pero con la diferencia de que, este último, el beneficio quiere encontrarlo en el trabajo del otro, por lo que recurre siempre al engaño. Don Eleuterio, envalentonado por los falsos halagos del erudito de pacotilla y los ánimos del forofo, hace de un mal trabajo un bodrio infumable, pero revestido de un bonito y ostentoso papel de regalo.

Moratín construye con este personaje el ejemplo de lo que no se ha de ser. Pero, para justificar la enseñanza moral de la obra, busca también en él su lado bondadoso, así termina dirigiendo sus pasos hacia un futuro cierto, lejos de patanes y chamarileros que lo único que quieren es sorber el espíritu de los inocentes sin formación. Por ello son necesarias unas palabras de arrepentimiento:

Don Eleuterio: […] Yo, señor, seré lo que ustedes quieran: seré un mal poeta, seré un zopenco; pero soy hombre de bien. Ese picarón de don Hermógenes me ha estafado cuanto tenía para pagar sus trampas y sus embrollos, me ha metido en nuevos gastos, y me deja imposibilitado para cumplir, como es regular, con los muchos acreedores que tengo. (Acto II, esc. IX, pág. 148).

Doña Agustina: casada, y con cuatro hijos. Su único sueño es mejorar su situación económica y busca el camino más corto para lograrlo. Es una mujer instruida que conoce a la perfección cómo se vive en un escalafón superior, lo aprendió siendo la criada de la casa en la que conoció a su marido, Don Eleuterio. No es conformista, como su cuñada, y está harta de la casa y de la maternidad; cuando conoce a Don Hermógenes, lo ve como el portador de los conocimientos que a ella le faltan para encauzar el camino del éxito, en manos de su marido como autor, y ella ha de estar a su lado cuando lo logren. Es una mujer moderna que critica a la hermana de su marido, no por lo que hace, sino por lo que deja de hacer, por eso trata de inculcar en la joven el afán de aprender. Pero, en el fondo, es el personaje más vulnerable de la obra. Estamos en el siglo XVIII y este no es el papel que se espera de una mujer. Moratín construye para ella el puente perfecto para pasar de la rabia que surge de verlo todo perdido, a la alegría de ver consumado su sueño. Don Pedro le hace el mejor regalo que una mujer de su clase puede soñar: le regala una vida mejor, le cierra la boca con la posibilidad de un estatus superior, aunque este sea el retorno a su estatus anterior. En el fondo, lo que hace Moratín es dejar clara su postura ante los primeros brotes del feminismo del futuro, con el que, por supuesto, él no está de acuerdo.

Doña Mariquita: cumple con el papel que se espera de la mujer: casarse, ser hacendosa en la casa, tener hijos… Y no cree que el camino de la instrucción sea el papel apropiado para ella. Moratín la sitúa en el centro de los estereotipos que ha creado: hermana del autor, cuñada de la mujer con aspiraciones, pretendida por el erudito…, y no construye ninguna equidistancia con los personajes positivos de la obra. Nadie la critica por su actitud, porque doña Mariquita es lo que se espera de una mujer. Pero, a la vez, podríamos decir que, dentro del entorno que rodea a su hermano, es la única persona con sentido común, que ve lo blanco, blanco y lo negro, negro. Es el sentido común que surge de la inocencia, que surge de la esencia de las cosas: la inocencia de una niña que aún no ha sido maltratada por la vida, de la niña que solo quiere vivir como mandan los cánones y en ningún momento se plantea que pueda existir una vida mejor que la que tiene. Ella lo que pretende es encontrar un marido que le permita hacer lo que de ella se espera: casarse, ser hacendosa en la casa, tener hijos…

Pipi: es el camarero del café donde se desarrolla la acción. Pero esta situación no le coloca en el papel de personaje secundario ya que es el representante de la clase más baja, la del que ocupa un oficio, imprescindible en cualquier sociedad. Esto le convierte en un ser privilegiado: él, como tantos en su profesión, si el local en el que trabajan es frecuentado por la clase acomodada, será el oído de sus clientes, cuando estos estén solos; y no repararán en él, cuando estén acompañados. Por eso ha de saber callar, o ser fuente de información cuando se lo requieran. Moratín lo emplea para presentar al resto de personajes a través de las confesiones que le hará a un don Antonio que, a la vez, le irá tirando de la lengua. Puede que su ingenuidad le coloque en el personaje más cercano a las verdaderas inquietudes del público, un personaje que pasaría desapercibido si se mezclara con él, si en la butaca de al lado uniera su risa y su aplauso a los de cualquiera de los asistentes a la función. Pipí, en La comedia nueva o el café, es la voz del pueblo.

Como vemos, todos los estamentos de la sociedad de la época se pueden dar por aludidos en La comedia nueva o el café, al ser caracterizados a través de los personajes de una forma exagerada, cercana a la caricatura. Tal vez por eso, el mismo Moratín quiso dejar claro que su personaje principal no se refería a nadie en particular (se decía que hacía referencia explícita a Luciano Francisco Comella, uno de los más famosos dramaturgos de la época), cuando escribió: «De todos los escritores ignorantes que abastecen nuestra escena de comedias destinadas, de sainetes groseros, de tonadillas necias y escandalosas, formó un don Eleuterio; de muchas mujeres sabidillas y fastidiosas, una doña Agustina; de muchos pedantes erizados, locuaces, presumidos de saberlo todo, un don Hermógenes; de muchas farsas monstruosas […], formó El gran cerco de Viena; pero ni aquellos personajes ni esta pieza existen».4

El tiempo y el espacio

Alborg nos recuerda en su Historia… que es Luzán quien expone en su Poética la necesidad de que el teatro neoclásico recupere las tres unidades clásicas de tiempo, lugar y acción, y también que la obra dramática tenga un propósito docente o moral y se ajuste a la verdad. (Alborg, 1974: 537). Este es el motivo por el que Moratín ajusta el tiempo y el espacio a dichas reglas en aras de una verosimilitud imprescindible: el tiempo es el que transcurre entre las cuatro y las seis de la tarde. Este intervalo de dos horas se ajusta al tiempo que se tarda en representar la obra y, para ajustarlo más, si cabe, utiliza el recurso de detener el reloj de don Hermógenes en “las tres y media en punto”, con el que logra romper el tedio que surge de tener que contar los minutos de una manera lineal y precisa.

Por su parte, toda la obra se desarrolla en un mismo escenario, el que simula ser el interior de un café aledaño al teatro donde se representará la ficticia obra del autor protagonista. Aquí el Moratín nos alude, al principio de la obra, a una planta superior, invisible a los ojos del espectador, pero audible, recurso que logra dar amplitud a un espacio constreñido, obligatoriamente, a las tres paredes de una única sala.

Con estos recursos, Moratín intenta capacitar al espectador para ser juez y parte de lo que se desarrolla en el escenario, y no el mero observador de una ilusión óptica imposible; aunque, por otro lado, también es consciente de la dificultad de su empeño, dado que el espectador no está acostumbrado al teatro que surge de unas reglas que no entiende y que, para colmo, vienen de fuera.

Don Antonio: […] Reglas son unas cosas que usan allá los extranjeros, particularmente los franceses.

Pipí: Pues, ya decía yo: esto no es cosa de mi tierra. (Acto 1, esc. I, pág. 71).

El lenguaje dramático

Como subraya Jesús Cañas Murillo, refiriéndose a su faceta de traductor, pero que hacemos extensible a su obra dramática original, «Leandro Fernández de Moratín representa en su época, el papel de un intelectual escrupuloso, conocedor del mundo de su siglo y deseoso de contribuir a la difusión de textos importantes, y de calidad, europeos en su país; un inteligente y excelente autor teatral, especialmente dotado para la práctica dramática, con especial sentido de, y olfato para, la teatralidad». No podemos estar más de acuerdo con estas palabras, tras analizar la obra que tenemos entre manos.

Moratín, en La comedia nueva… es capaz de adaptar el lenguaje de cada personaje a la situación y al mensaje que quiere transmitir. Para ello acomoda cada registro lingüístico al requerimiento de la situación, desde fastuoso y petulante lenguaje del “erudito a la violeta” de Don Hermógenes –repleto de artificiales citas rimbombantes del latín y del griego–, exagerado a propósito para hacer patente la crítica de la impostura barroca que pretende desterrar, hasta el lenguaje sencillo y sin pretensiones de un Pipí-Pueblo, al que hace declarar que le gustan los versos (la cultura tiene que ser atractiva en cualquier estamento social), aunque no sepa discernir su calidad. Sin embargo, no hay versos en la obra, salvo los que se adivinan tras el recitado de unos pocos pertenecientes a la obra de Don Eleuterio, El gran cerco de Viena, y los que refiere Pipí haber escuchado recitar en el piso de arriba del café. En efecto, La comedia nueva… es la primera comedia en la que Moratín utiliza la prosa. Tal vez lo hace pensando en el carácter didáctico que quiere dar a su obra, y dado que es en prosa como se escriben los ensayos, género predilecto del neoclasicismo erudito del siglo de las luces. Moratín también es un teórico, y es en prosa como se entiende la teoría que pondrá en boca de Don Pedro y Don Antonio para aleccionar al público.

En cuanto a las acotaciones –tan presentes en sus traducciones de las obras extranjeras5– no son apenas necesarias a lo largo de la obra, y solo las emplea en algunos momentos para dotar de movilidad a algún personaje y situarlo en la escena. Así, el verdadero protagonista del texto es el propio lenguaje utilizado por los personajes en su diálogo, un diálogo sin artificios que ha de ser percibido por el espectador como algo cotidiano, como algo que surge de la naturalidad y que ha de permitirle ser parte del juego que se desarrolla en el escenario. Esta afirmación se hace patente, por ejemplo, en la última escena del segundo acto, la que pone fin a la obra, en la que se hace necesario el entendimiento total de cada palabra pronunciada por los personajes, ya que contiene la “moraleja” que ha de calar en cada uno de los integrantes del público asistente a la representación.

Un lenguaje sencillo para un argumento sencillo, pero que, sin embargo, no deja de ser un crítica abierta e inteligente, no solo al teatro anterior, sino también a la farsa que supone la presunción petulante de tratar de alargar un clasicismo exagerado y mal entendido cuyo origen hay que buscarlo en los excesos del barroco.

En lo que se refiere a la elaboración del texto6, Moratín recurre a una sintaxis en la que prevalece la coordinación y la yuxtaposición sobre la subordinación (parataxis), con unos diálogos formados por oraciones cortas y directas en las que abunda el asíndeton sobre el polisíndeton, aunque este último también está presente, simulando a veces funcionar como una enumeración:

Pipí: La primera. Si es mozo todavía. Yo me acuerdo… Habrá cuatro o cinco años que estaba de escribiente ahí en esa lotería de la esquina, y le iba tan ricamente; pero como después de hizo paje, y el amo se le murió a lo mejor, y él se había casado de secreto con la doncella, y tenía ya dos criaturas, y después le han nacido otras dos o tres; viéndose él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente ni habiente, ha cogido y se ha hecho poeta. (Acto I, esc. I, pág. 73).

Encontramos también multitud de exclamaciones que logran enfatizar el mensaje, así como algunas interrogaciones, sobre todo en boca de Don Antonio, usadas como un nexo para inducir, por ejemplo, a Pipí a seguir hablando. En otras ocasiones, el énfasis se obtiene gracias al hipérbaton, ya que, cambiando el orden de las palabras se logra también una musicalización que atrae al oído del espectador: “Don eleuterio: Y aun esta tarde pudieran cantarla si usted me apura (…)” (Act. I, es. III, pág. 76); como se puede ver, físicamente, no existe exclamación, pero el cambio del orden lógico de la frase (pudieran cantarla esta tarde, si usted me apura) eleva el nivel tonal de la primera parte de la frase.

En el campo de la significación, es la metáfora la que sobresale, a veces en boca de Pipí, que hace gala de su saber popular, al recurrir a la frase hecha que nace, quizá, de la transposición oral de la literatura dramática sacada del contexto apropiado: “Si me sopla la musa” ‘inspiración’ (Pipí, Ac. I, esc. I, pág. 72); “Me pone a mí que ha de dar el golpe” ‘conseguir el éxito’ (Pipí, Ac. I, esc. I, pág. 73); otras veces en boca de Don Antonio: “¡Oh!, esto te lo fío” ‘dar credibilidad’ (D. Antonio, Ac. I, esc. I, pág. 72); etc.

Pero si buscamos una figura que sobresale sobre las demás, esta será la ironía, ya que toda la obra se construye bajo su caparazón: La comedia nueva o el café, busca, con este talante, hacer mella en el espectador que, si es mínimamente inteligente, sabrá encontrar en sus palabras el verdadero mensaje que el autor quiere transmitir. Un ejemplo sobresaliente lo hallamos en la escena III del primer acto, cuando Don Eleuterio menciona que le darán quince doblones en pago, si la comedia gusta; a lo que Don Antonio contesta, preguntando a su vez, ¿si no eran veinticinco?; y sigue Don Eleuterio: “No señor, ahora, en tiempo de calor, no se da más. Si fuera por el invierno, entonces…” Ahora es cuando Don Antonio utiliza una comparación, entre irónica y burlesca, que busca confundir a su interlocutor, y lo logra con creces:

Don Antonio: ¡Calle! ¿Conque en empezando de helar valen más las comedias? Lo mismo sucede con los besugos.

Don Eleuterio: Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan, el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias (…) Y luego son tantos a escribir y cada uno procura despachar su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas… (…) (Acto I, Esc. III, pág. 84)

Como podemos apreciar, la verdadera intención de Leandro Fernández de Moratín, al concebir su comedia, no tiene otro fin que el de demostrar que el teatro que se hace en esa época no es más que pura mercadería.

Otros aspectos

El teatro español transita, a lo largo de su historia, por diferentes fases que lo hacen característico y único, desde la magnificencia del Siglo de Oro, hasta el nuevo teatro del siglo XXI, tan influenciado por la posibilidad de transmisión que brindan las nuevas tecnologías y las redes sociales; sin olvidar, por ejemplo, el teatro realista del XIX; el esperpento de Valle-Inclán; el teatro visceral de Lorca; el que ahonda en las tradiciones de la tierra, de Alejandro Casona; o el teatro crítico de Alfonso Sastre y Buero Vallejo.

Hoy, como entonces, las salas teatrales intentan encontrar el modo adecuado de atraer a un público cada vez más saturado de propuestas ¿culturales? y de entretenimiento. Y no lo tienen fácil. Si en el siglo XVIII era el teatro el espectáculo por excelencia, hoy en día lo es el cine o la “televisión a la carta”, ambos accesibles en dispositivos de múltiples formatos. Series, películas y obras de teatro son consumidas por millones de personas en todo el mundo, a través de las posibilidades que te brinda internet, con plataformas como Youtube, Netflix o la televisión por cable. Por eso se hace imprescindible la labor mediadora de las instituciones oficiales, como pueden ser el Ministerio de Educación y Cultura o las diferentes Consejerías de las Comunidades Autónomas. Premios, como el Nacional de Teatro, los Max o los de la Unión de Actores, son también un aliciente para la creación y para la continuidad de los montajes teatrales. Hay que subrayar la labor que realizan, en la producción y difusión del teatro, las compañías nacionales, como la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el Centro Dramático Nacional o el Teatro de la Zarzuela, de Madrid, que llevan sus montajes por toda España, más allá de sus sedes oficiales en la capital.

Sin embargo, a veces pienso que aquella espectacularidad aparatosa que Moratín trataba de combatir con su Comedia nueva, es hoy la protagonista de la recuperación de algunas salas teatrales –sobre todo en las grandes ciudades– abocadas a su desaparición o a la reconversión en centros comerciales. Me refiero a los grandes musicales, capaces de mantener su cartel durante años, llenando cada día las butacas de un mismo escenario, gracias a sus montajes cargados de grandes efectos, aparatos escénicos y mínimos argumentos. El más claro ejemplo lo tenemos en el internacionalísimo montaje El rey león, con libreto de Roger Allers e Irene Mecchi y canciones de Elton John y Tim Rice, cuyo estreno se produjo en el Teatro Lope de Vega de Madrid en 2011 y que ya han visto más de seis millones de espectadores.

Pedro Turrión Ocaña

    Bibliografía

Alborg, Juan Luis (1974). Historia de la literatura española. Tomo III, siglo XVIII. Madrid: Editorial Gredos.

Busquets, Loreto (2003) “Modelos humanos en el teatro español del siglo XVIII”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En www.cervantesvirtual.com

Cañas Murillo Jesús (2007). “Leandro Fernández de Moratín, traductor dramático”. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007. En www.cervantesvirtual.com

Fernández de Moratín, Leandro (2007). La comedia nueva o el café. Edición e introducción de Manuel Fernández Nieto. Madrid: Alianza Editorial, 2ª edición.

Romera Castillo, José (2013). Teatro español siglos XVIII-XIX. Madrid: UNED.

VV.AA. (2008). Cuaderno Pedagógico 29. Madrid: Compañía Nacional de Teatro Clásico. Disponible para su descarga en http://teatroclasico.mcu.es/

1 De la introducción de Leandro Fernández de Moratín, La comedia nueva o el café, Alianza Editorial, Madrid 2ª edición 2017, a cargo de Manuel Fernández Nieto (pág. 35).

2 Ibid. (pág. 37).

3 Para la redacción de esta sección, me ha servido de gran ayuda compartir mi visión de los personajes con la caracterización que se hace en el Cuaderno Pedagógico, publicado en 2008 por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, sobre el montaje llevado a cabo por Ernesto Caballero, estrenada en el Teatro Pavón de Madrid, el 17 de diciembre de 2008, durante la conmemoración del bicentenario del 2 de Mayo de 1808.

4 Manuel Fernández Nieto, en su “Introducción a La comedia nueva, publicada por Alianza, hace referencia a estas palabras, que cita a través de las Obras dramáticas y líricas de don Leandro Fernández de Moratín…, París, Imp. De A. Coniam, 1826, tomo I, pp. IX-XXXIX.

5 Vid. Jesús Cañas Murillo, “Leandro F. de Moratín, traductor dramático”, pág. 3.

6 Apenas nos detenemos aquí en las primeras escenas de la obra, para ejemplificar solo algunas de las figuras que, a lo largo de toda la obra, ponen de manifiesto el buen oficio literario de don Leandro Fernández de Moratín. Aunque, como hemos dicho, el lenguaje que utiliza es sencillo y comprensible para todos, no deja de ser el lenguaje de un escritor comprometido con su oficio.

domingo, 27 de octubre de 2024

Imperdible. Cristina Carrizo Altuzarra (Reseña)

 




Los libros cuentan historias y esta es la mía abierta en canal. Imperdible es un proceso de crecimiento, liberación y entrega. Compuesto por una selección de poemas vivos dispuestos a prenderse a tu corazón.

«No hay libro sin escritor, ni vida sin alma. Pero sí hay escritores con alma que sobrepasan todo lo real para hacerlo eterno», escribe Txus Cia Viciano, en el “Prólogo” de Imperdible, poemario escrito por Cristina Carrizo Altuzarra.

Desde la realidad, descubrir el alma para conseguir la eternidad, un buen principio para sumergirse en un libro que en la contraportada promete «desprenderse» en el corazón del lector.

Parece fácil. Solo se trata de dejar a un lado la ropa que nos protege de la intemperie (y también de la vergüenza) y disfrutar del sabor que el viento deposita en nuestros labios: sabor a sal, sabor a besos que saben a mar, pero también a esos otros que se convierten en «océanos sin mar».

Sabor a mar, saber a-mar.

Cristina busca un símil que le permita ver de una manera diferente, pero también sangrar, prender y desprenderse, y no hay que ir muy lejos para entender que lo ha encontrado, solo basta con fijarse en la  imagen que nos interpela en la portada, la imagen de un objeto que se adueña del rostro de una mujer, para bien y para mal: lo que nos permite ver también puede causarnos daño, o al contrario. La portada está firmada por Natxo Malo Altuzarra.

Los temas del poemario son universales: el desamor, la pérdida, la mentira, el silencio, el dolor

Y me huracanaste los cimientos de un corazón / que se creyó cerebro, artífice de esta mentira

el tiempo, la calma, la maternidad, el juego, pero también el amor sin condiciones

Tengo un trato. / Yo te amo / y tú me amas, / como si este viaje nunca hubiera empezado

siempre a través de una metáfora que nos confunde y nos alienta a pensar que en la vida a veces se trata de apostar, de arriesgarlo todo al rojo para ganar la luna, sobre todo si del amor se trata. Metáforas que convierten el amor en tormenta, en volcán, pero también en materia que se adhiere al cuerpo y lo transforma en universo, que torna el amor en ternura cuando se intuye que la vida se abre paso en el interior de la carne, a pesar del miedo; en besos que no entienden de gramática y noches que son como un regalo, imposible en otro lugar que no sea una cama para dos

Te esperábamos / pero no supimos decirlo con palabras / y lo dijimos con besos, caricias y cuerpos.

Imperdible es un lienzo repleto de imágenes, pero que no se pierde en la ampulosidad de lo que rebosa el recipiente, sino que se deja mecer por la sencillez de unas palabras cotidianas que han encontrado la musicalidad precisa para convertirse en arte

Te quiero fuerte / como una resaca de mar (o de bar)

palabras que todos entendemos, que todos sospechamos que algún día pueden ser también las nuestras, si no lo han sido ya

Los recuerdos se amontonan / como libros prestados / que ansían nuevas manos

recuerdos que son universales y nos permiten saber lo que se siente cuando la poesía se eleva de las páginas del libro y se hace aire.

Cirstina Carrizo Altuzarra. Imperdible. Olé libros, 2021.

Pedro Turrión Ocaña


domingo, 20 de octubre de 2024

San Vicente Ferrer 34, Iñaki Domínguez (Reseña)

 


Iñaki Domínguez ofrece un relato hiperrealista del interior de un narcopiso, dominio que conoce de primera mano por sus investigaciones de campo. Se trata de una obra teatral de indudable valor antropológico, aunque también literario. Los tintes sórdidos y cómicos de dicha realidad sin duda no escaparán al lector.

Escribe José Ángel Mañas, en el prólogo de San Vicente Ferrer 34, que la verdadera literatura es saber ver lo que todo el mundo ve pero que nadie ha verbalizado. Mañas se refiere a una «historia popular subterránea (de Madrid) a la que nadie estaba prestando atención», pero que es un pálpito brutalmente audible para la gente de la calle, sutil para los que viven en sus casas y oficinas, e imperceptible para los eruditos universitarios, que son los que habitualmente escriben la historia (con mayúscula). Al respecto, Iñaki Domínguez afirma que la historia que se vive en la calle casi siempre está más allá de los medios de comunicación y que si no se pone sobre el papel, se pierde.

Iñaki Domínguez es licenciado en Filosofía y doctor en Antropología cultural, experto en subculturas y en el estudio de campo de la vida callejera, y en un tiempo participó del exceso de la noche madrileña. Esta mezcla explosiva le permite sintetizar la teoría académica con la experiencia de primera mano. Es cierto que estamos acostumbrados a leer de él un tipo de libro cuyo género cabalga entre el ensayo, el testimonio, el reportaje periodístico, incluso la etnografía y que ahora nos sorprende con una obra dramática, pero que comparte algo muy importante con sus obras anteriores: la sensación de que estamos ante un relato tan real, que roza la hiperrealidad.

Autor de títulos, como: Sociología del moderneo, Signo de los tiempos: visionarios, locos y criminales del siglo XX, Cómo ser feliz a martillazos: un manual de antiayuda, El expiador, Vida y obras de Charles Manson, Macarras interseculares, Homo relativus, Macarrismo, Macarras ibéricos o La verdadera historia de la Panda del Moco, como añade Mañas más adelante, a pesar del cambio de género literario, San Vicente Ferrer 34 es una extensión más de su obra, a la que califica de realista, provocadora y estimulante. No puedo estar más de acuerdo.

Al observar algunos de sus títulos, no es difícil adivinar que la figura del macarra está muy presente en su obra, pero son muchos los matices que este término acarrea tras de sí, por eso es imprescindible dejar a un lado su concepción popular y ceñirnos a una realidad incómoda, muchas veces subliminal. Es muy fácil pensar en un personaje marginal, habitante del borde del abismo, rodeado de carencias y casi siempre violento, sin embargo, a veces el arquetipo, señalado por la sociedad, tiene un origen muy distinto y no por eso menos veraz; leamos, por ejemplo, su libro anterior: La verdadera historia de la Panda del Moco. En esta visión tan amplia radica la importancia de su testimonio.

San Vicente Ferrer 34 se desarrolla en pleno Malasaña, un barrio de Madrid siempre de moda que, de cara a la galería, no da la impresión de que tras sus paredes pueda albergar un escenario como el que nos presenta Domínguez: un narcopiso habitado por una grupo de toxicómanos, que ya vivieron en el barrio la movida, y que han logrado resistir hasta la actualidad. La historia tiene su origen en una visita que el propio Iñaki realizó a un piso similar al que describe en la obra, por lo que no es difícil adivinar que gran parte de lo que se dice en ella es tan veraz como la existencia de esta realidad paralela que tantas veces olvidamos.

Pero si ya es difícil tocar la fibra del lector a través de un retrato minucioso, como es el reportaje, que asociamos con el contacto directo con la realidad narrada, hacerlo a través de unos personajes ficticios, que siempre visualizaremos recorriendo las tablas de un escenario, el obstáculo es mayor; el secreto está en el tratamiento que Iñaki Domínguez hace del lenguaje, en la precisa construcción de unos diálogos que se adaptan como un guante a cada uno de los personajes. Diálogos que parecen intrascendentes y hasta divertidos, pero que ponen sobre la mesa una serie de temas importantes y abren la puerta a la reflexión y al debate. Pongamos algún ejemplo:

Dice LOLA, en la pág. 16: «Sí, pero antes los modernos éramos nosotros, y míranos. Ahora los modernos son guiris o niñatos de pueblo». Y a estos últimos, más abajo, los denomina «paletillos de mierda». La crítica que hace de su entorno el “caído en desgracia” siempre va de abajo a arriba.

Uno de los personajes con más peso en la obra es Antoine. En un momento le oímos decir que en su época no había malos rollos entre los “bandidos”, y que los atracadores no eran unos “bragalilas” como ahora. Es importante la idea del “ladrón” que roba exclusivamente para conseguir el dinero con el que costearse la droga, pero que, si se ve necesitado, no duda en apoyarse, por ejemplo, en la prostitución, siempre como algo colateral.

Se mencionan en el libro grupos, como “La banda de los Muchachos”, según Antoine, «los atracadores más famosos del centro». Iñaki Domínguez se hace eco de nombres reales, como el de la Panda del Moco en su libro anterior.

Los personajes hacen también mucho hincapié en la diferencia de calidad de la droga de entonces en comparación con la de la actualidad, y que ahora a los chavales les venden speed a precio de cocaína. No sé muy bien si este supuesto “dejarse engañar”, es una tara del mercantilismo, pura desesperación o una manera más de ser moderno.

Se habla también de otras adicciones, como el uso indiscriminado de medicamentos, el abuso del porno o la que tal vez sea una de las más peligrosas, por la sensación de que lo habitual no es nocivo: el no despegar los ojos del teléfono móvil. Puede que ponernos a todos a un mismo nivel sea una especie de autojustificación, que asumimos porque nos facilita a dar por buenos comportamientos mayoritarios no siempre suficientemente analizados.

Por ejemplo, yo tenía la impresión, de que el consumo de droga a gran escala había casi desaparecido o había quedado reducido a ciertos lugares marginales por todos conocidos. Tras leer la obra, y reflexionar, creo que tanto a mí, como a tantas otras personas que pasean a diario por el barrio en el que se desarrolla la obra, que saboreamos una buena cerveza en sus terrazas, compramos libros en sus librerías, o disfrutamos de una buena obra de teatro en sus salas, nos sobra ingenuidad y nos falta una buena dosis de observación.

Dice Antoine que no se considera una víctima de la droga, y el personaje de Iñaki (trasunto del autor, con quien comparte nombre) le responde que hay quien piensa lo contrario y le habla de la figura del “chivo expiatorio”:

[…] El chivo expiatorio era una cabra que los judíos cargaban con los pecados de la comunidad cuando había una peste o alguna disrupción social, y lo mandaban de una patada al desierto o lo sacrificaban […] Aunque sus hermanos y padres parezcan apenados, el chivo u oveja negra representa una herramienta idónea para que ellos tengan la conciencia tranquila […] Así se olvidan de lo que ellos hacen mal, que es mucho […] En este piso, de hecho, hay un montón de ovejas negras que han cargado sobre sus hombros con todos los pecados de sus núcleos familiares. Y lo estáis pagando con creces. En el fondo, es una injusticia. ¡Cada uno que pague lo suyo!

Si se trata de pagar, me temo que una mayoría hará suya la respuesta que recibe Iñaki, por boca de Gus:

Vaya rollos te cuentas. ¿Seguro que no has tomado algo antes de venir? A ver si al final el que va a ir puesto eres tú…

Iñaki Domínguez. San Vicente Ferrer 34. Vencejo Ediciones

Pedro Turrión Ocaña

domingo, 8 de septiembre de 2024

No todo el mundo. Marta Jiménez Serrano (Reseña)

 


Con la elegancia y madurez narrativa que ya demostrara en Los nombres propios, Marta Jiménez Serrano construye en su segundo libro un mapa de la intimidad preciso, minucioso y delicado. Emotivo pero también irónico, unas veces radiante y otras agridulce, No todo el mundo funciona como un espejo en el que no podemos sino vernos reflejados y nos recuerda que todos, para bien o para mal, en algún momento hemos visto nuestra existencia sacudida por el implacable poder del amor y sus consecuencias.

No todo el mundo es un libro sobre el amor, sobre cómo se construye el amor, sobre cómo se deconstruye, que no es lo mismo que decir cómo se destruye. En sus catorce relatos son tan diversas las situaciones que describe, que es difícil que cada lector no se reconozca en alguna, vivida o contemplada como espectador.

Dejar una relación como dejar de fumar, pero manteniendo lo importante, un objeto sentimental, siempre presente, y las ganas de fastidiar a alguien; lo explosivo en un cruce de parejas “ex”; el menosprecio de la edad; la búsqueda de una justificación que alguien tendrá que repensar, basada en la aliteración como fundamento del lenguaje del amor; la felina insistencia de la presencia ineludible de un tercero vista través de una ventana abierta; la importancia de un objeto metálico colgante, entre la religión y la distancia social; cómo se monta uno mismo su propia película del amor perfecto; la sombra de un hija ajena que nunca olvidará el rastro que queda, tras la separación; la sempiterna relación entre profesor y alumna; la sospecha patológica que surge a partir de la visión una espalda depilada; el peligro de la autoficción; el miedo adolescente a sobresalir en positivo; o la complicidad y la confianza que resiste, como algo único e inolvidable, a pesar del tiempo. 

Esta enumeración no es otra cosa que un ejemplo de la capa más superficial de los relatos, porque lo verdaderamente importante está en el poso que van dejando en el lector a través de invisibles chispazos que impactan directos en su cerebro.

Hay mucho en ellos de observación y reflexión, y no es nada fácil dar con la tecla que permite caracterizar a sus personajes, como realidades cotidianas, sin caer en arquetipos, las más de la veces, sacados de contexto, y Marta Jiménez Serrano lo consigue con creces. Su idea es jugar con las perspectivas: en el amor, las perspectivas se tienen que poner de acuerdo; y en el desamor, lo que prima es saber entender la necesidad del desacuerdo:

«Toda relación necesita un proyecto. En la actualidad, cada pareja se lo tiene que inventar».

No todo el mundo es un libro fácil de leer, pero con una gran cantidad de lecturas dentro. Una de las claves está en el uso del lenguaje, medido, rítmico se nota que Marta es también poeta‒, preciso y diverso, con el que construye  diferentes voces narrativas, cada una con un lugar preciso y único que la hace singular, a pesar de que todos los relatos transcurren en Madrid. Esta manera de escribir logra que cada historia tenga sentido propio, y que todas juntas conformen una unidad temática que va más allá del deseo de agradar o cumplir con lo establecido.

El tema del amor no es nuevo en la literatura de Marta Jiménez Serrano. Ya en su novela anterior, titulada Los nombres propios, es una constante y va mucho más allá del amor de pareja, en cualquiera de sus variantes. Leemos, por ejemplo:

Yo quiero ser abuela porque una abuela no educa a sus niños, solo los quiere.

Y, ¿por qué no?, una abuela que puede aspirar también a tener su propia relación, más allá de sus hijos y sus nietos, sin tener que dar explicaciones.

Quizá la idea que mejor resume el conjunto la encontramos en un fragmento de la última página:

El hombre y la mujer que van de la mano por una calle soleada de una ciudad moderna ignoran si mañana, si en diecisiete días, si en quince semanas, si en treinta y cuatro meses, si en seis años no se querrán ya más o si se seguirán queriendo siempre.

¿El secreto del amor radica en la ignorancia, en no saber, en no esperar? ¿Existe el amor para siempre?

Puede que, más allá de la evidencia, solo sea una cuestión de fe...

[…] y de repente un día ya es el día, el día en que ya se han hecho una fiesta sorpresa, ya se han acompañado al hospital, ya han viajado juntos, ya han horneado bizcocho, ya han hecho amigos nuevos, ya se han disfrazado incluso de Batman y Robin y entonces solo queda una vida por delante […] y es ahí cuando ya está, cuando la mesa y la vida y ellos mismos se quedan vacíos de toda novedad, de toda huida.

...y de ser conscientes de que una relación no viene acompañada de un certificado de garantía o de un microchip de obsolescencia programada.

No todo el mundo es igual, ¿no?… ¿No?

Marta Jiménez Serrano. No todo el mundo. Sexto Piso, 2023.

Pedro Turrión Ocaña

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