jueves, 28 de octubre de 2021

Margaret Atwood: el poder de las criadas

 


La escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939) se ha dado a conocer mundialmente a través de la serie de televisión El cuento de la criada, basada en su novela homónima publicada en 1985, a pesar de que su obra literaria se extiende desde los primeros años sesenta, con la publicación de sus primeras colecciones de poemas, hasta nuestros días, y ha tocado variados géneros, como narrativa, ensayo, crítica literaria, además de la mencionada poesía. Su obra, traducida a más de treinta idiomas, ha sido galardonada con diferentes premios, entre los que destaca el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 2008. En su discurso de aceptación del premio define la literatura como «arte de las emociones», y añade: «En una era de la especialización, solo el arte puede mostrarnos la totalidad del ser humano en todas sus variantes.» Es el ser humano, en general, quien le interesa, aunque la lectura de sus textos trasluce sobre todo un interés particular por la situación de la mujer, lo que ha hecho que la crítica, en muchas ocasiones, enmarque su literatura en el ámbito feminista. A este respecto, en la introducción de su novela más conocida, El cuento de la criada, a la pregunta de si es una novela feminista, Atwood responde:

«Si eso quiere decir un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere decir una novela en la que las mujeres son seres humanos –con toda la variedad de personalidades y comportamientos que eso implica– y además son interesantes e importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro… Entonces sí. En ese sentido, muchos libros son “feministas”.

En 2005, Margaret Atwood publicó una novela cuyo título nos acerca a la Grecia clásica, más concretamente, a La Odisea de Homero: Penélope y las doce criadas. En ella no solo pone voz a Penélope, sino también a las criadas que encontraron la muerte a manos de su hijo Telémaco al regreso de Odiseo a Ítaca, acusadas de haber vivido en connivencia con los pretendientes. Odiseo no atiende a razones, ni siquiera se le pasa por la cabeza que pueda existir una justificación al comportamiento de las doce jóvenes, no se le ocurre hablar con su esposa al respecto antes de tomar tan drástica decisión. Será Penélope, desde la eternidad del Hades, la que nos relate su verdad, la que justifique que si obraron así fue porque ella se lo ordenó, porque era la única manera de estar informada de lo que en realidad pensaban los pretendientes. Por la decisión drástica del hombre, las doce esclavas han pasado a la posteridad como un grupo de jóvenes inmaduras que se dejan llevar por su fogosidad y por eso se entregan a los los usurpadores del poder absoluto de Ítaca, los pretendientes, representantes de la corrupción absoluta y del desprecio más ruin al Héroe, con mayúscula, vencedor de batallas y bendecido por los dioses del Olimpo, últimos poseedores de los designios del destino de cada cual. Ellas también hablan en la novela, pero su voz, perdida la vida, no es más que un panfleto movido por el viento, el coro de las tragedias clásicas que, a modo de molesto mosquito zumbón, nos recuerda que no siempre es todo como nos lo quieren contar: «Porque no éramos simples criadas. No éramos meras esclavas y fregonas. ¡Claro que no! ¡Por supuesto que teníamos una función más elevada!», sin embargo «no nos dieron voz / no nos dieron nombre / no nos dieron elección / nos dieron una cara / una sola cara / cargamos con la culpa / fue injusto / pero ahora estamos aquí / nosotras también estamos aquí / igual que tú»


El mito de Penélope ha dado muchos momentos gloriosos a la literatura universal. En su novela, Margaret Atwood nos muestra a una Penélope acomplejada, una mujer de origen semidivino, hija de un rey y una náyade, que acepta ser entregada a Odiseo en matrimonio “ventajoso”, quizá como única manera de vencer en el combate desigual que desde niña mantiene con su prima, la bellísima Helena, sin saber que, a la postre, la seductora esposa de Menelao será el motivo verdadero por el que su reciente marido decidirá ausentarse de su tierra durante tantos años. Es a partir de la ausencia del esposo cuando se forja la personalidad de esa mujer, práctica e inteligente, que ha aprendido de su marido a jugar con el engaño para conseguir un fin, aun sabiendo que el resultado pueda ser amargo, y a su vuelta retrasa deliberadamente admitir ante él que lo ha reconocido: «A mí me convenía tener fama de dura de corazón, pues a Odiseo le tranquilizaría saber que no me había arrojado a los brazos de todos los hombres que habían aparecido asegurando ser él.»

Lo que no cambia en Penélope y las doce criadas de lo establecido por la tradición literaria es que la novela se desarrolla dentro de una sociedad teocrática, donde son los dioses los que marcan los designios de los hombres por conseguir el poder. Así, cualquier acto que estos hombres cometan, por malo que sea, estará justificado para bien o para mal. Sí, los hombres, porque si no es Odiseo quien retome el gobierno de Ítaca, será uno de los pretendientes. Penélope es una mujer y está supeditada a una de estas dos posibilidades, dentro de la sociedad patriarcal de la que forma parte. Nunca dejará de ser la reina, pero siempre dependerá de la superioridad de un marido, que será quien tenga la última palabra. Es también una sociedad estamental, en la que cada personaje reyes, pretendientes, esclavos ocupa el escalón que los dioses han determinado para él, y en el último de todos está la mujer.

Esta concepción triangular de la sociedad ya había estado presente en la literatura de nuestra autora en la novela de la que hablaba al principio del artículo. El cuento de la criada es una distopía atemporal que, una vez más, nos muestra un abismo imaginario, que, con cierto miedo, podemos identificar como cercano a la realidad actual. En un momento dado, un grupo de hombres, escudándose en la posibilidad de un atentado islámico, enarbolan la bandera de su propia religión, poniendo como excusa que por culpa de los pecados de la sociedad moderna, Dios ha enviado un terrible castigo: una plaga de infertilidad que, por supuesto, es culpa de la mujer. Por eso deciden dar un golpe de estado, convirtiendo a los Estados Unidos en una teocracia en la que solo el hombre ostenta el poder absoluto y donde las mujeres, perdidos todos sus derechos, son clasificadas en estamentos concretos, según su contribución al nuevo estado. Nace así la República de Gilead. La protagonista, y narradora, es una mujer perteneciente a la casta de las criadas, mujeres fértiles, usadas única y exclusivamente para la procreación. A Defred no solo le han robado una vida familiar y laboral plena, una hija que ahora será la hija de otro matrimonio, un marido que tal vez esté muerto, porque ella escuchó disparos cuando se separaron; también le han robado su identidad, su nombre. Ahora se llama Defred, De-Fred, perteneciente a Fred, comandante al que tiene que servir como útero en el que procrear a unos hijos que nunca serán sus hijos, sino los de la esposa de Fred, a semejanza del relato bíblico de Raquel, la mujer de Jacob, que le ofreció a su criada para poder tener descendencia: «He aquí mi sierva Bihá. Únete a ella y parirá sobre mis rodillas y yo también tendré hijos La versión original del nombre en inglés, Offred, contiene además una connotación que se pierde con su traducción al castellano: Offred Offered ‘Ofrecida’. La criada es la ofrenda que se pone a disposición de Dios para que, en sus días fértiles, su cuerpo sea violado por el dueño de su nombre, en una ceremonia ritual en la que es obligada a adoptar una postura con la que simulará ser la continuación del cuerpo de la esposa.

Hay en la novela todo un afán por restar significado a todo lo femenino, y se evidencia sobre todo en el lenguaje. No solo surgen nuevas palabras para designar a los diferentes grupos femeninos que conforman la nueva sociedad: esposas, tías, criadas, marthas, econoesposas, nomujeres, sino que además desaparece todo vestigio de cualquier cosa que pueda ser leída, como libros, revistas o, incluso, las nombres de los productos que van a comprar o los carteles identificativos de las tiendas, que son sustituidos por descriptivas ilustraciones. ¡Leer es peligroso y está prohibido! De esta manera, el lenguaje se convierte en un elemento de control: lo que no se nombra no existe; pero también como un elemento que puede ser utilizado como arma de resistencia, si se dispone de él. La protagonista se da cuenta de ello cuando encuentra una inscripción en latín oculta en el interior del armario, que ella adjudica a la anterior ocupante de su habitación: lo que ahora lee Defred, antes lo ha escrito Defred. El mismo juego de impersonalización ahora otorga a la mujer un sentido de pertenencia que cambiará su manera de entender las cosas. La inscripción dice: «Nolite te bastardes carborundorum», algo así como ‘no dejes que los bastardos te carbonicen’. La traducción se la dice el comandante, con el que juega a escondidas a formar palabras, como tal vez hacía con la otra Defred. A partir de ahí, la frase se convertirá en el motivo para luchar por su libertad e intentar recuperar a su familia; y será también el eslogan con el que intentar unir a las demás mujeres a su lucha.

El cuento de la criada es también una introspección en las relaciones femeninas y su comportamiento ante una situación extrema, donde el único apoyo que van a encontrar para salir adelante reside en ellas mismas. No lo tienen fácil y, de hecho, no saldrán indemnes. A este respecto escribe Ainara Cruz, en un trabajo que analiza la traducción de la novela con perspectiva de género: «El nivel de compartimentación, adoctrinamiento y asimilación de los nuevos roles de todas estas mujeres es tal que las relaciones son muy desiguales en los diferentes grupos, y apenas colaborativos dentro de ellos, si bien forman un colectivo mayor e inferior con respecto a la posición de poder de los hombres; y es que la sororidad no es capaz de permear sus interacciones.» El temor a ser denunciadas entre sí es tan grande, que su silencio las convierte en sombras sospechosas vestidas de rojo. Solo escapando de allí podrán intentar alcanzar su propósito.

En palabras de la autora, El cuento de la criada no es un libro en contra de la religión, sino del uso de la religión como fachada para la tiranía. En este sentido ambas novelas son un grito contra la derrota y a favor de la memoria y ambas nos recuerdan la necesidad de conocer las tradiciones del pasado para construir el futuro sin tropezar en los mismos errores, lo que no significa que tengamos que rechazar y destruir cualquier vestigio de lo antiguo que nos parezca negativo. Me quedo con una frase que pronuncia, en el último capítulo de El cuento de la criada, el conferenciante que da a conocer el relato, muchos años después: «Nuestra misión no consiste en censurar, sino en comprender.»

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía

Atwood, Margaret (2020). Penélope y las doce criadas. Barcelona: Salamandra.

(2021). El cuento de la criada. Barcelona: Salamandra.

Cruz Arrén, Ainara (2019). Traducción y género: análisis de El cuento de la criada (TFG) UNED.

Moreno Pulido, María Paulina (2016). “El cuento de la criada, los símbolos y las mujeres en la narración distópica”, en Escritos/Medellín-Colombia, Vol, 24 N. 52, pp. 185-211.

Muñoz González, Esther (2019). “El cuento de la criada, ¿una distopía actual?, en Filanderas. Revista interdisciplinar de estudios feministas, 4 pp.77-83.


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