domingo, 9 de marzo de 2025

Las iras. Pilar Adón (Reseña)

 


¿Puede surgir la belleza tras el horror? ¿Es posible el sosiego después de la venganza extrema? […] Con un elevado concepto de la amistad, los protagonistas de Las iras humillan, hieren y matan amparándose en unas reglas impuestas por ellos que han de cumplirse. Luego pueden terminar en un pozo o vagando por un páramo con la mirada perdida, devorados por sí mismos o encerrados en una casa. Y nosotros, a su lado, asistimos a la corrupción del paraíso, a la batalla sin tregua del candor y lo terrible, la serenidad y la firmeza, asomados igualmente a la inmensidad del abismo.

¿Dónde se encuentran los límites de la irrealidad?

Como en los relatos bíblicos, las protagonistas de Pilar Adón soportan la carga de la incomprensión o de la vergüenza o de la culpa o del miedo, en un ambiente asfixiante que condiciona sus acciones, aun sabiendo que, en el fondo, lo que domina en su interior es un sentimiento noble de amistad y deseo. Hay en todas ellas, también, un atisbo de inocencia, que procede de su condición infantil, a pesar de que algunas de sus protagonistas ya no sean niñas, y que tiene mucho que ver con el origen de su naturaleza.

Pero la realidad sí tiene límites definidos, es finita, como la paciencia, contrapunto de la ira. El pecado enfrentado a la virtud, la vida siempre enfrentada a una promesa de eternidad efímera.

Los dieciocho relatos que conforman Las iras, de Pilar Adón, son mucho más que argumentos escritos en un papel. Más bien son como espinas que se clavan en la piel y nos obligan a permanecer atentos a la herida, para que no se infecte y perturbe  nuestro sueño. O tal vez sí lo son, y siguen el rastro de las viejas historias infantiles de la tradición oral tantas veces maltratadas por el proteccionismo que nace de la imbecilidad, sin tener en cuenta que lo que en realidad le están arrebatando a sus personajes es la esencia que les da la vida.

Las protagonistas de estos cuentos son mujeres, en su mayoría, niñas, que llegan a la conclusión de que la única libertad posible solo existe en el aislamiento a no ser que sea un perro quien duerma a sus pies, quien proteja el perímetro de su mínima existencia.

«Está sola la mujer cuando no tiene un perro. Pero ella tendrá uno».

El perro es el símbolo perfecto de la fidelidad, pero también es la mejor representación del instinto natural más primitivo.

«Hay quien sostiene que limpiarle los dientes a un perro le despoja del lobo que lleva dentro y que es una ofensa. Y hay quien venera lo indómito del animal y defiende la idea de que se debe honrar al perro como se honra a los antepasados».

Desde la aviesa mirada de la oscuridad de un pozo o la vieja historia maniquea de las “hijas” de Eva y Adán, hasta los alcatraces que nunca llegarán a saber que lo más bello y terrible de la isla que sobrevuelan cada día tiene forma de mujer, asistimos al espectáculo del sueño turbio que es su vida, la que  sueñan y también la que piensan o  huyen o intentan transformar, atrapadas en lo más vital de la naturaleza, a través de un tiempo sin bordes definidos, que nos tutea porque también nos pertenece. Voces que gritan su impotencia incluso antes de nacer, que comercian con niños en mal estado o que nos muestran las aristas ocultas de un clásico decimonónico o de una vieja película en blanco y negro que ya casi nadie ve. Voces de mujeres que aceptan, de igual modo, el legado del dominio como el de la sumisión; que son víctimas y, a la vez, ejecutoras, capaces de lo más terrible y también de lo más bello, sin que exista, en ninguno de los casos, un afán didáctico o aleccionador.

«Caer no ya en el error de pensar que unas personas pudieran pensar en otras, sino en el error de pensar que unas personas podían salvar a otras».

A pesar de que los cuentos pueden desarrollarse en cualquier espacio temporal, es constante la sensación que tengo de vivir en el Antiguo Testamento. Una de de las claves es la presencia de la figura del padre omnipresente, que vigila a sus hijas pero que no atiende a sus ruegos, o la impostura de una ley, a veces autoimpuesta,  que condiciona cualquier movimiento.

Pero el pecado no siempre habita en el interior de quien presuntamente lo comete, por eso la venganza está justificada si se ejecuta desde la inocencia de la grieta que supura, desde el grito que nunca entiende la censura porque es parte de una verdad que solo es verosímil si se cuenta desde la ficción usando la palabra precisa.

«Mi única misión consiste en aguantar viva hasta la muerte».

Podríamos definir Las iras como un gótico intemporal que no necesita etiquetarse en el título, porque en ningún momento pretende ser una intención o una sugestión. Lo que cuentan sus relatos ya está en el alma del lector, en el rastro indeleble de su infancia, en esos juegos terribles que no se olvidan con el tiempo a pesar de que pierdan su color en el letargo que provoca la luz opaca del recuerdo. Por eso es un enorme acierto dejar huecos en el entramado de las historias, imprescindibles para provocar la interacción de quien no puede parar de leer, o de quien tiene que pautarse un ritmo lento. En cualquiera de los casos, quien afronta la lectura de Las iras ha de aceptar el reto de participar en el juego que nos propone el texto.

Con cada nuevo libro, Pilar Adón avanza en la construcción de su literatura como si fuera una casa, con la única herramienta de sus manos, en un paraje único, particular pero reconocible  que siempre nos sorprende. Una construcción que se eleva en medio de una tierra que no es suya pero que lo ha sido siempre. 

«Sabe cómo lograr que esos pedruscos formen una pared y luego otra y finalmente lleguen a sostener una cubierta. Sabe cómo avanzar usando sus propias manos y su propio sentido de la proporción».

Está en su naturaleza.

Pilar Adón. Las iras. Galaxia Gutemberg, 2025.

Pedro Turrión Ocaña


martes, 14 de enero de 2025

Atlas. Alba Cid (Reseña)

 


Un poema contiene el mundo: desde la fascinación podemos descubrir sus historias y rastrear sus ecos. En estos poemas, confeccionados como objetos, como pequeñas cajas de resonancia o secreteres, caben grabados y postales, cartas y ensayos; dos eclipses enmarcan el libro.

Alba Cid elabora en Atlas una cartografía sorpresiva y resistente, como la pintura sobre tela de araña o las cartas de navegación polinesias. En el curso de este recorrido singular, punteado de ritos, flores e historias apócrifas, emergen preguntas sobre la comunicación o la legibilidad de cuanto nos rodea.

Afirma Alba Cid que Atlas es una «suerte de recorrido distinto por el mundo», y no le falta razón. Cualquier proyecto poético es precisamente eso, una suerte de recorrido por el mundo personal, y particularísimo, de quien lo escribe. Un recorrido que es único pero también tentacular porque, si bien es cierto que nace de lo más profundo del poeta, no es menos cierto que su intención principal es hacer germinar la emoción en el lector.

Pero, ciñéndonos al «recorrido» al que se refiere la autora, no tenemos que ir muy lejos para encontrar el motivo principal que nos conducirá a través del poemario:

las plantas perennes necesitan mucho tiempo para crecer. es el caso de los tulipanes, / las flechas envenenadas del tejo, / las historias

Las historias que alimentan el poema concebidas como plantas perennes que crecen lentamente azuzando la memoria ‒«rastreando el eco», leemos en la contraportada‒ le sirven para dibujar un atlas que avanza verso a verso hacia la hibridación.

En Atlas, Alba Cid nos convierte en pasajeros de un viaje literario a través de todos los continentes pero, lejos de crear nuevas fronteras, incluso difuminadas como marcas en el texto ‒llama la atención que no hay mayúsculas después de los puntos o al principio de los versos‒, esta «pequeña occidental» que confía más en la historia de las palabras que en la de los hombres, indaga en la esencia de la civilización desde la insignificancia de lo que es verdaderamente importante,  con una voz poética particular con la que es capaz de construir un relato total rebosante de imágenes.

Flores que siembran la confusión al ser utilizadas como alimento. El corazón de una manzana, olvidado en medio de la playa, como el más humilde de los puertos que perduran en su empeño de seguir la tradición. De nada sirve la experiencia si el temporal nos engulle y, como una paradoja, terminar viviendo boca abajo sin inmutar la realidad. El viejo Cañón del Sil, convertido en criatura, es la metáfora perfecta de nuestra insignificancia en el tiempo. La fragilidad de la memoria, como pintura sobre tela de araña o el poder de conjurar el mal con sal sobre la tierra, como si fuera nieve, o fertilizar la tierra con estrellas de mar

se coloca en el centro y alza la vista, para capturar el brillo que fue / de la Vía Láctea

A pesar de cualquier escepticismo, a veces la evidencia llega con la flecha que atraviesa el pescuezo de un ave que, a pesar de la herida, es capaz de dibujar en el cielo la estela de la ruta antigua de la migración. Dolor y luz,

...la levedad existe porque existe el deseo

Una trampa para moscas no es más que el recuerdo más terrible de la infancia, donde la única defensa posible es el lenguaje con el que la poesía emerge de la tierra, como las cigarras, brillo de celofán en sus alas, para dominar las alturas apenas un instante, a pesar de las generaciones

ya ves, no hay maldad, / no hay por qué inquietarse

Qué hermoso pensar que los dioses nos bastan, que el acceso es un camino de tablas en el cielo y que el coral acaso sea una ofrenda en el salón de té. Y qué corta la distancia desde aquél lago-mar, rio del origen, si el mensaje intercontinental nos llega sobre las alas del cormorán ‒corvo mariño, qué belleza, la lengua original, la música de las palabras, en esta sinfonía de la pesca ancestral. La imagen del amor, arte marcial, grulla y serpiente entonando la danza de la muerte sobre una línea de pestañas

permanecen, sin tocarse, unidas en el asombro / de las marcas paralelas de los colmillos en la carne de la víctima

Erigir una columna de palabras, para conmemorar al que se marcha, para fortalecer los  brazos titánicos de  Atlas en su afán de sujetar al fin la bóveda celeste.

Imágenes poderosas, físicas y mentales

intuir el bosque en la dispersión de las semillas

Cartas de navegación que perfilan el rostro angular de Nefertiti

fuera de nuestro campo visual / ‒en completo silencio‒ / se fundan islas coralíferas

La inmensidad del océano tallada en un mapa de hueso que cabe en la palma de la mano.

los símbolos trabajan su propio deshielo

Escribe Ignacio Vleming: «Frente a la literatura confesional, convertida en escaparate de ínfulas y miseria, los poemas de Atlas son como vitrinas de un museo en el que todo parece estar vibrando». 

Vitrinas que nos muestran sus hallazgos a través de los versos, figuras que destapan la emoción del lector sin necesidad de alzar la voz. En Atlas nada altera las palabras que hacen posible el poemario, ni siquiera el más mínimo atisbo de ruido visual, a pesar de esa sensación de continuo movimiento.

pero el tiempo es un palíndromo, cuerpo de junco de pantano, / y cuando lo entendemos, solo queda derramar el lenguaje y describir / la manera lenta en que él abrazaba / sin saber / que el gesto era ya un sacrificio, / y que solo conseguimos abrazar así / a few times before we die

Alba Cid. Atlas. La Bella Varsovia, 2024.

Traducido del gallego por la autora a partir de la edición original (Galaxia, 2020), con la que obtuvo el Premio Nacional de Poesía "Miguel Hernandez".

Pedro Turrión Ocaña

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