La
escritora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939) se ha dado a
conocer mundialmente a través de la serie de televisión El
cuento de la criada,
basada
en su novela homónima publicada en 1985, a pesar de que su obra
literaria se extiende desde los primeros años sesenta, con la
publicación de sus primeras colecciones de poemas, hasta
nuestros días, y
ha tocado variados géneros, como narrativa, ensayo, crítica
literaria, además de la mencionada poesía. Su obra, traducida a
más de treinta idiomas, ha sido galardonada con diferentes premios,
entre los que destaca el Premio Príncipe de Asturias de las Letras,
en
2008. En
su discurso de aceptación del premio define
la
literatura como
«arte
de las emociones», y añade: «En una era de la especialización,
solo el arte puede mostrarnos la totalidad del ser humano en todas
sus variantes.» Es el ser humano, en general, quien le interesa,
aunque la lectura de sus textos trasluce sobre todo un interés
particular por la situación
de la
mujer, lo que ha hecho que la crítica, en muchas ocasiones, enmarque
su literatura en el ámbito feminista. A este respecto, en la
introducción de su novela más conocida,
El cuento de la criada,
a la pregunta de si es una novela feminista, Atwood responde:
«Si
eso quiere decir un tratado ideológico en el que todas las mujeres
son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la
capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere decir una novela en la
que las
mujeres son seres humanos –con toda la variedad de personalidades y
comportamientos que eso implica– y además son interesantes e
importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la
estructura y la trama del libro… Entonces sí. En ese sentido,
muchos libros son “feministas”.
En
2005, Margaret
Atwood
publicó
una novela cuyo título nos acerca a la Grecia clásica, más
concretamente, a La
Odisea
de Homero: Penélope
y las doce criadas. En
ella
no solo pone
voz a Penélope, sino también a las criadas que
encontraron la muerte a
manos
de su hijo Telémaco al regreso de Odiseo a
Ítaca,
acusadas de haber vivido en connivencia con los pretendientes.
Odiseo
no atiende a razones, ni
siquiera se le pasa por la cabeza que pueda existir una justificación
al comportamiento de las doce jóvenes, no
se le ocurre hablar con su esposa al
respecto
antes de tomar tan drástica decisión. Será Penélope, desde la
eternidad del Hades, la que nos relate su
verdad, la que justifique
que si obraron así fue porque ella se lo ordenó, porque era la
única manera de estar informada de lo que en realidad pensaban
los pretendientes. Por
la decisión drástica del hombre,
las doce esclavas han
pasado a la posteridad como
un grupo de jóvenes inmaduras
que se dejan llevar por su fogosidad y por eso se entregan a los los
usurpadores
del poder absoluto de Ítaca, los
pretendientes, representantes
de la
corrupción absoluta y del
desprecio más ruin al Héroe, con mayúscula, vencedor de batallas y
bendecido por los dioses del Olimpo, últimos poseedores de los
designios del destino de cada cual. Ellas también hablan en
la novela,
pero su voz, perdida la vida, no es más que un panfleto movido por
el viento, el
coro de las tragedias clásicas que, a modo de molesto
mosquito zumbón, nos recuerda que no siempre es todo como nos lo
quieren contar:
«Porque
no éramos simples criadas. No éramos meras esclavas y fregonas.
¡Claro que no! ¡Por supuesto que teníamos una función más
elevada!»,
sin
embargo «no
nos dieron voz / no nos dieron nombre / no nos dieron elección / nos
dieron una cara / una sola cara / cargamos con la culpa / fue injusto
/ pero ahora estamos aquí / nosotras también estamos aquí / igual
que tú»
El
mito de Penélope ha dado muchos momentos gloriosos a la literatura
universal. En
su novela, Margaret Atwood nos
muestra a una Penélope acomplejada,
una mujer de origen semidivino, hija de un rey y una náyade, que
acepta
ser entregada
a Odiseo en matrimonio “ventajoso”, quizá como
única manera de
vencer
en el combate desigual
que desde niña mantiene con
su prima, la bellísima Helena, sin
saber que, a la postre, la
seductora esposa de Menelao será el motivo
verdadero por el que su
reciente marido decidirá
ausentarse de su tierra durante tantos años. Es
a
partir de la
ausencia del
esposo
cuando se forja la
personalidad de esa
mujer, práctica e inteligente, que
ha aprendido de su marido a jugar
con
el engaño para conseguir un fin, aun sabiendo que el resultado pueda
ser amargo, y a su vuelta retrasa deliberadamente admitir
ante él
que lo ha reconocido: «A
mí me convenía tener fama de dura de corazón, pues a Odiseo le
tranquilizaría saber
que no me había arrojado a los brazos de todos los hombres que
habían aparecido asegurando ser él.»
Lo
que no cambia en Penélope
y las doce criadas
de lo establecido por la tradición literaria es que la novela se
desarrolla dentro de una sociedad
teocrática,
donde son los dioses los que marcan los designios de los hombres por
conseguir el poder. Así,
cualquier acto que estos hombres cometan, por malo que sea, estará
justificado para
bien o para mal.
Sí,
los hombres, porque si no es Odiseo quien retome
el gobierno de
Ítaca, será uno
de
los pretendientes. Penélope es
una mujer y
está supeditada a una de estas dos posibilidades, dentro
de la sociedad
patriarcal
de la que forma parte.
Nunca
dejará de ser la reina, pero siempre dependerá
de
la superioridad de un marido, que será quien tenga la última
palabra. Es también una sociedad
estamental,
en la que cada personaje ‒reyes,
pretendientes, esclavos‒
ocupa el escalón que los
dioses han determinado para él, y
en
el último de
todos está la mujer.
Esta
concepción triangular de la
sociedad
ya había estado presente en la literatura de
nuestra autora en la
novela
de la que hablaba al principio del artículo. El
cuento de la criada es
una distopía atemporal que, una vez más, nos muestra
un abismo imaginario, que,
con
cierto miedo, podemos identificar
como cercano a
la realidad actual.
En un momento dado, un grupo de hombres, escudándose en la
posibilidad de un atentado islámico, enarbolan
la bandera de su propia religión, poniendo como excusa que por culpa
de los pecados de la sociedad moderna, Dios ha enviado
un terrible
castigo: una plaga
de infertilidad que,
por supuesto, es culpa de la mujer.
Por
eso
deciden
dar un golpe de estado,
convirtiendo
a los Estados Unidos en
una teocracia en la que solo el hombre ostenta el poder absoluto y
donde
las mujeres, perdidos
todos sus derechos,
son clasificadas en estamentos concretos, según su contribución al
nuevo estado. Nace así la República de Gilead.
La
protagonista, y narradora, es una mujer perteneciente a la casta de
las criadas,
mujeres fértiles, usadas
única y exclusivamente para la procreación. A Defred no solo le han
robado una vida familiar y laboral plena, una hija que
ahora
será la hija de otro matrimonio,
un marido que
tal vez esté muerto, porque ella escuchó
disparos cuando se separaron;
también le han robado su identidad, su nombre. Ahora
se llama Defred,
De-Fred, perteneciente a Fred, comandante al que tiene que servir
como útero
en el que procrear a unos hijos que nunca serán sus hijos, sino los
de la esposa de Fred, a
semejanza del
relato bíblico de Raquel, la mujer de Jacob, que le
ofreció a su criada para poder tener descendencia: «He
aquí mi sierva Bihá. Únete
a
ella y parirá
sobre mis rodillas y
yo también tendré hijos.»
La
versión original del nombre en inglés, Offred, contiene además una
connotación que se pierde con su traducción al
castellano:
Offred
→
Offered ‘Ofrecida’.
La
criada es
la ofrenda que se pone
a disposición de
Dios para que,
en sus días fértiles, su
cuerpo sea
violado por el dueño de su nombre, en
una ceremonia ritual
en
la que es
obligada a adoptar una
postura con
la que
simulará ser la continuación del cuerpo de la
esposa.
Hay
en la novela todo un afán por
restar significado a todo lo femenino, y se evidencia sobre todo en
el lenguaje. No
solo surgen nuevas palabras para designar a los diferentes grupos
femeninos que conforman la nueva sociedad: esposas,
tías,
criadas,
marthas,
econoesposas,
nomujeres…,
sino que además desaparece todo vestigio de cualquier cosa que pueda
ser leída, como libros, revistas o, incluso, las nombres
de los productos que van a comprar o los carteles identificativos de
las tiendas,
que son sustituidos por descriptivas
ilustraciones.
¡Leer es peligroso y está prohibido! De esta manera, el lenguaje se
convierte en un elemento de control: lo
que no se nombra no existe;
pero también como un elemento que puede ser utilizado como arma de
resistencia, si
se dispone de él.
La
protagonista se da cuenta de ello cuando encuentra una inscripción
en latín oculta en el interior del armario, que ella adjudica a la
anterior ocupante de su habitación: lo que ahora lee Defred, antes
lo ha escrito Defred. El
mismo juego de impersonalización ahora otorga
a la mujer un sentido de pertenencia que cambiará su manera de
entender las cosas.
La inscripción dice: «Nolite
te bastardes carborundorum»,
algo así como ‘no dejes que los bastardos te carbonicen’. La
traducción se la dice el comandante, con el que juega a escondidas a
formar palabras, como tal vez hacía con la otra Defred.
A partir de ahí, la frase se convertirá en el motivo
para luchar
por
su
libertad e
intentar recuperar a su familia; y
será
también
el eslogan con
el que intentar
unir a las demás mujeres a su lucha.
El
cuento de la criada es
también
una
introspección
en
las relaciones femeninas y
su comportamiento ante
una situación extrema, donde
el único
apoyo que van a encontrar para
salir adelante reside
en
ellas mismas. No lo tienen fácil y, de hecho, no saldrán indemnes.
A este respecto escribe Ainara Cruz, en
un trabajo que analiza la traducción de la novela con perspectiva de
género:
«El nivel de compartimentación, adoctrinamiento y asimilación de
los nuevos roles de todas estas mujeres es tal que las relaciones son
muy desiguales en los diferentes grupos, y apenas colaborativos
dentro de ellos, si bien forman un colectivo mayor e inferior con
respecto a la posición de poder de los hombres; y
es que la sororidad no es capaz de permear sus interacciones.» El
temor a ser denunciadas
entre
sí
es tan grande, que su
silencio las
convierte en sombras sospechosas
vestidas de rojo. Solo
escapando
de allí
podrán intentar alcanzar su propósito.
En
palabras de la autora, El
cuento de la criada no
es un libro en contra de la religión, sino del uso de la religión
como fachada para la tiranía. En este sentido ambas
novelas son un grito
contra la derrota y a favor de la memoria y
ambas nos recuerdan la necesidad de conocer
las tradiciones del
pasado
para construir
el futuro sin
tropezar en los mismos errores,
lo
que no significa que tengamos que rechazar y
destruir
cualquier vestigio de
lo antiguo
que
nos parezca negativo.
Me quedo con una frase que pronuncia, en el último capítulo de El
cuento de la criada,
el conferenciante que da a conocer el relato, muchos años después:
«Nuestra
misión no consiste en censurar, sino en comprender.»
Pedro Turrión Ocaña
Bibliografía
Atwood,
Margaret (2020). Penélope y las doce criadas. Barcelona:
Salamandra.
— (2021).
El cuento de la criada. Barcelona: Salamandra.
Cruz
Arrén, Ainara (2019). Traducción y género: análisis de El
cuento de la criada (TFG) UNED.
Moreno
Pulido, María Paulina (2016). “El cuento de la criada, los
símbolos y las mujeres en la narración distópica”, en
Escritos/Medellín-Colombia, Vol, 24 N. 52, pp. 185-211.
Muñoz
González, Esther (2019). “El cuento de la criada, ¿una distopía
actual?, en Filanderas. Revista interdisciplinar de estudios
feministas, 4 pp.77-83.