“El encuentro entre pasado y presente, entre Pedro y Ariadna, da pie a una novela en la que Edurne Portela indaga sobre una violencia que si bien trastoca para siempre la vida de los personajes, genera la posibilidad de crear un espacio de convivencia y solidaridad.
Las grandes tragedias nunca son colectivas, se nutren de múltiples pequeñas tragedias que, juntas, dan esa sensación de falsa unicidad que suele ser la que juzgamos. Porque los grandes sucesos siempre traslucen desde la perspectiva general, cuando gran parte de los hechos se forjan a nivel individual. Esto ocurre con las guerras, por eso las secuelas que estas producen en las personas que las sufren perduran en el tiempo, porque, a nivel individual, se necesita toda una vida para intentar comprender cada tragedia, cada pérdida, y muchas veces ese tiempo no es suficiente.
En Los ojos cerrados, de Edurne Portela, Ariadna intenta encontrar el resquicio que le permita buscar su verdad en particular, una verdad que ella intuye que su padre le ha usurpado. Puede que él tuviera sus motivos, cada cual con los suyos, pero cuando la duda empieza a arder por dentro, ya no se olvida hasta que se consigue apagarla. El problema es que, cuando alguien busca la verdad, es muy posible que encuentre que la suya no es la única verdad posible: «‒Pero ahora has vuelto tú./ ‒Si, y mi marido Eloy./ ‒No, él ha venido. Tú has vuelto.» Sin conocer aún la suya, Ariadna se encuentra con Pedro, que tiene una verdad muy diferente y que la implica a ella. Ahora les tocará entenderse, comprender que a veces la verdad solo se hace visible manteniendo los ojos cerrados: «Qué hay en la sierra que me pueda hacer daño a mí. Qué te hizo daño a ti».
Pedro era un niño que solo soñaba con el retorno de su padre, zapatero, huido al bosque, para que le hiciera las botas que le había prometido, con ellas podría acompañar a José en el pastoreo sin escurrirse por el escarpado terreno y el otro no se reiría de él. Sin embargo, los sueños son caprichosos y eligen sus propios temas para martirizar la mente del muchacho. Sueños que a veces serán escuchados como si fueran la voz de los muertos: la de su madre, que abandonó su balde lleno de agua en medio de la plaza al oír los disparos, y que él reconoció por la flor que había pintado su padre en él. Ese será su recuerdo, y la voz que le llama, que le dirige, que le marca el camino, que le dicta los cuentos terribles que tanto gustan a los niños sin miedo: «Más miedo le darán los otros protagonistas de los cuentos, esos hombres violentos que solo en las ficciones pagan por sus crímenes sufriendo una violencia proporcional o mayor a la ejercida.» Aceptará ser acogido por Teresa, aunque sabe que ella representa el otro lado, el lado del triunfo, no en vano es la madre del amo de la oscuridad, el único que conoce el agujero por el que desaparecieron sus padres, hasta que logra hacer justicia, su justicia, y le manda con ellos: «Pensarán que se cayó al río y se ahogó en una poza o que se tropezó en uno de los pasos de la garganta o igual piensan que se cayó en un agujero, hay tantos. Yo sé que elegí el agujero correcto, el de padre y madre. Ella me guio y ella quiso recibir a Federico.»
Para él, esta acción no es un acto de venganza, sino de justicia, sin embargo, cada acto tiene también su lado oscuro. Cierto es que a Teresa la colocó la suerte en el bando ganador y que, como su hijo, se aprovechó de ello, pero, sin quererlo, la acción de Pedro la convierte también en víctima: ella también tiene a su “desaparecido”, aunque Pedro no opine igual, porque él sabe cuál es el paradero de su hijo. «Tu silencio te mató, no yo. Yo solo fui la mano de tu silencio, porque tu silencio y yo estábamos unidos por lo que le hiciste a madre, a padre, lo que le hacías a Adela, y yo lo sabía.»
Pedro sabe lo que Adela le contó. Adela, que también sufrió en sus carnes el poder sin escrúpulos que ofrece el triunfo: «Ella sabe que no está en pecado, que el pecado es de ese nadie que la ha preñado, ese nadie que una vez tras otra la busca y la encuentra y la clava contra el suelo.» Adela es estigmatizada por los mismos que, cerrando los ojos a la causa de su desgracia, ven en ella un pecado. Como Pedro, es apartada de la sociedad, convertida en un “vive-aparte”, por eso los dos están condenados a encontrarse. A partir de ahí su vida será cuidarse mutuamente, y cuidar al hijo nacido del pecado, Andrés, él luego también cuidará de los dos.
Poco después de la desaparición de Federico, su hermano José también desapareció, voluntariamente, se fue, y en su nueva vida a nadie le habló de su pasado; solo su hija, en sus últimos momentos de lucidez, creyó entender y quiso saber. Pedro, al verla, reconoce en su ojos la ausencia de su amigo y, a través de sus pistas, Ariadna sabrá que en él reside la clave de su pasado. Ella será la encargada de cerrar el círculo, de recibir el perdón a los errores cometidos por los otros, pero «¿A quién vas a perdonar cuando nadie te ha pedido perdón?»
Edurne Portela afirma en los agradecimientos, al final de la novela, que, a pesar de la ficción del relato, «esta historia bien podría haber ocurrido en cualquier pequeño pueblo de nuestra España desmemoriada.» Tal vez, para que seamos capaces de buscar en nuestros propios recuerdos, o en los relatos de nuestros mayores, a través de los topónimos, los nombres reales de los lugares en los que transcurre la historia tendrán imágenes propias en cada lector. Quién no recuerda ese Pueblo Pequeño, en cuyo río se bañaba de niño; y ese Pueblo Grande, al que los mayores le llevaban los domingos a tomar un refresco. Esta es una de las claves del porqué Los ojos cerrados no es una novela más sobre la guerra o la posguerra o la reconciliación. A partir de su lectura, cada cual sabrá reconocerse en sus palabras, o puede que en sus silencios.
Edurne Portela. Los ojos cerrados. Galaxia Gutemberg, 2021.
Pedro Turrión Ocaña
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