Una de los
textos históricos más divertidos
de la literatura española es, sin lugar a dudas, Crónica
del rey pasmado
(1989),
de
Gonzalo Torrente Ballester,
donde
humor,
sátira y
sensualidad se
mezclan, construyendo
una novela
paródica que pone patas arriba, y
al borde del abismo, a
la corte
madrileña
de
los
Austrias en la España del siglo XVII. Pero no es en la novela donde
me voy a detener, sino en su estupenda
adaptación al cine, la
película El
rey pasmado,
dirigida en 1991 por Imanol Uribe, y
protagonizada
por Gabino Diego.
El argumento de la película
es similar al de la novela, y está basado en la vida del rey Felipe
IV. Narra los sucesos que acontecen en la corte cuando el rey,
después de pasar una noche en la cama de una prostituta y contemplar
su cuerpo desnudo, se le antoja ver a la reina desnuda también. Esta
ocurrencia, que no tendría que haber llamado la atención, levanta
la furia de una parte del clero encabezado por el padre Villaescusa,
sacerdote capuchino de ideas extremas, que opina que los pecados del
monarca acarrearán el castigo de Dios que recaerá en el pueblo, en
forma de derrota del ejército en Flandes y de la captura de los
barcos españoles por la Armada inglesa, de los que depende que
llegue el oro americano que pagará las deudas del país y permitirá
comprarle ropa nueva a la reina. Pero el rey contará con la ayuda de
un noble gallego desconocido en la corte (precisamente, la persona
que conduce al rey a la casa de la prostituta Marfisa), de un
sacerdote portugués y de la propia reina, para conseguir su
propósito.
Un guion adaptado a partir de
una novela corre el riesgo de crear un producto diferente al
original. En el caso de esta adaptación, ya la novela en sí se
asemeja a un guion cinematográfico, ya que el adaptador solo tendrá
que conservar (o retocar mínimamente) la mayor parte de los diálogos
de la novela, y transformar en imágenes las precisas descripciones
que Gonzalo Torrente Ballester plasmó en su narración. Imanol Uribe
se valió para ello del guionista barcelonés Joan Potau y de Gonzalo
Torrente Malvido, hijo del escritor.
Tanto el libro como la novela
presentan una estructura lineal, que comienza en una noche en la que
los designios del cielo presagian cambios en la villa y corte, y
culmina con la consumación definitiva de todo lo que surge a raíz
de esa noche. Aunque la comparación exhaustiva de ambos medios entre
sí presenta pequeñas diferencias, puede decirse que caminan en
paralelo.
La película empieza, cuando
aún no se han apagado los créditos, con la visión nocturna del
cielo del párroco de San Pedro a través de un catalejo: figuras de
hombres y mujeres desnudos, danzando de manera lasciva y pecaminosa.
El libro, sin embargo, antepone a este principio la visión, terrible
y exagerada, de una víbora, que acabará convirtiéndose en dragón,
rodeando el Alcázar, y de
un agujero en la calle del Pez, de cuyas profundidades se eleva el
fuego y el hedor del infierno. Este hecho será comentado después en
algún momento de la película. Lo importante es que la idea de lo
sobrenatural impera en ambas visiones y estará presente a lo largo
de las dos narraciones, en cita literal o insinuada. Un ejemplo es la
mención de la procedencia gallega del desconocido conde de la Peña
Andrada donde, según nos cuenta el padre Villaescusa, «más
del noventa por ciento de los gallegos, clérigos incluidos, se
condenan.» Es este el
primer acercamiento que se hace de este personaje a la figura del
Diablo, con la que en algún momento se confundirá, como veremos más
adelante. No es de extrañar, entonces, que sea en esa misma noche en
la que el rey, conducido por el misterioso caballero,
a los brazos de Marfisa, la puta más cara de la ciudad. El
conocimiento del hecho acrecentará la superstición extrema de que
los pecados del monarca siempre terminan recayendo en el pueblo en
forma de castigo divino. Mucho más, si cabe, cuando corre la noticia
de que el rey quiere ver a la reina desnuda. A partir de aquí, la
figura del clero será decisiva en el devenir de los acontecimientos,
pero con actitudes dispares entre sí: mientras que Villaescusa es la
imagen del brazo portador del castigo divino, su antagonista, el
padre Almeida, lo será del perdón y del amor fraterno, en
tanto que el Gran Inquisidor lo será de la mediación y el
diálogo. Todos ellos irán apareciendo a lo largo de la trama como
elementos de cohesión de las diferentes escenas y de presentación
de los diferentes personajes que se irán sucediendo, y a los que
obligarán a mostrar sus diferentes caras, según lo requiera la
ocasión. Y será en la Iglesia donde todo culmine también, donde
una Abadesa comprensiva y obediente permitirá, por un lado, la
profanación de la casa de Dios en la forma del sacrificio, ideado
por el padre Villaescusa, para
lograr la descendencia del Valido y, por otro, la permisividad
de que sea en una de las celdas del convento, la que ocupa Marfisa
transformada en monja fingida, donde se consume el encuentro de la
pareja real, llevado a cabo por el padre Almeida.
El tiempo narrativo, implícito
en la obra de Torrente Ballester («La
madrugada de aquel domingo tantos del mes de octubre…»)
se hace reconocible también en la película a causa de los
acontecimientos históricos secundarios: la llegada a Cádiz de los
barcos que transportan el oro de las Indias, o el triunfo en Flandes
simbolizado en la toma de Breda por Ambrosio Espínola, ambos sucesos
acaecidos en 1625. Para afianzar
el aspecto temporal, es de
vital importancia el tratamiento de la luz en y también del
vestuario, en la película, cuya combinación parece sacada
directamente de las pinturas de Velázquez. Este guiño al pintor
sevillano cobra protagonismo con el tratamiento que hace Uribe de su
cuadro “La venus del espejo”, cuya recreación carnal aparece en
la película en dos ocasiones y que actúa como el símbolo de la
visión del rey del cuerpo de la mujer, al tiempo que sirve de
principio y de fin de la narración visual: al principio, el rey,
mientras se viste, ve a través del espejo en la pared, el cuerpo
desnudo de Marfisa, con la única vestimenta de unas medias rojas;
prenda que regalará a la
reina a la que pedirá que se las ponga, para contemplarla, después,
también a través del espejo, en la misma posición. También en el
cartel promocional de la película aparecerá la pintura de
Velázquez, con la diferencia de que, en el espejo que sostiene el
ángel, en vez de reflejarse el rostro de la dama, el rostro que
aparece es el del rey. Estas visiones no suceden así en la novela.
Si en el
texto de Torrente Ballester, la voz narrativa recae en un
narrador omnisciente que desgrana sus conocimientos a lo largo de la
historia, describiendo a
la perfección ambientes y situaciones y poniendo voz a los
personajes, en la película son precisamente los personajes los que
se convierten en la voz perceptible de la narración. Por eso, una
elección acertada de los actores que los encarnan supone uno de los
mayores aciertos del triunfo del film.
Gabino Diego, en su papel del
rey Felipe IV, encarna a la perfección la imagen de rostro “pasmado”
que muestran las pinturas de la época. Y esa es precisamente la
imagen que ha de dar, mucho más que la intensidad de sus diálogos
o, incluso, su contenido. Algo parecido ocurre con el papel de
Valido, encarnado a magistralmente
por Javier Gurruchaga, al que no hay que negar tampoco su parecido
físico con el Conde-Duque de Olivares. Hay que mencionar el guiño
que Uribe extrae de la faceta cómica del actor y cantante, en el
tratamiento de la escena de la cópula del Valido y su mujer en el
coro de la iglesia, con el que, supuestamente, conseguirán consumar
la procreación.
Juan Diego, en el papel del
capuchino Villaescusa, encarna el brazo secular de una religión
terrible, el brazo que todo lo arregla con el fuego y la destrucción,
para el que todo puede ser pecado. Este personaje es uno de los
papeles clave de la película, y de su tratamiento depende su
credibilidad. Y el mayor logro del actor reside, precisamente, en
eso, que es creíble. Así, sus gestos, su tono, su imagen, conforman
una unidad en la que reconocemos a esa visión terrible de la
religión que todo lo arreglaba con la destrucción y el poder del
fuego purificador, y que le valió para ganar el Goya al mejor actor
de reparto. Al otro lado encontramos al religioso portugués, el
padre Almeida, encarnado por el actor, también portugués, Joaquim
de Almeida (¿un guiño del director al autor?). Este, representa la
imagen de la nueva iglesia, abierta y evangelizadora, crítica y
mártir, casi militante.
Y entre ambos personajes
eclesiásticos encontramos al Gran Inquisidor, en la persona de
Fernando Fernán Gómez. Él representa la mediación, el camino por
el que la Iglesia ha de caminar hacia un futuro diferente. Llama
poderosamente la atención que sea, precisamente el representante de
la institución encargada del castigo, el que cumpla este papel en el
que impera el diálogo. Algo parecido le ocurre al papel encarnado
por Carme Elías, abadesa del convento donde se desarrolla una parte
importante de la acción: esta
religiosa acoge a la prostituta en su convento y consiente el
grotesco espectáculo de la perpetuación del Valido y su mujer
dentro de la iglesia, y el encuentro de la reina con el rey en una de
sus celdas.Hablemos ahora de Marfisa
(Laura del Sol) y de la reina (Anne Roussel). Sus papeles están
condenados a unirse, a lo largo de la trama, como si fueran uno solo.
Ya hemos mencionado más arriba que su imagen desnuda, reflejada en
el espejo, sirve de principio y de fin a la película. Y, porque son
la misma imagen a los ojos del rey, la imagen que suscita el deseo
que cambiará su vida, son dos personajes cruciales en el film.
También se asemejan en su belleza, pero, sobre todo, porque
representan a la imagen más pecaminosa a los ojos de la iglesia de
la época anclada en una tradición que sigue viendo a la mujer como
la causa del pecado original y, como
no, el origen de todos los males. Además, en la reina, ese
papel se agrava al ser francesa, país odiado y envidiado a la vez.
Dejamos para el final a un
personaje crucial, tanto en la novela como en el film. No es otro que
el conde de la Peña Andrada, encarnado por Eusebio Poncela. Este
hombre misterioso y casi mágico, es el que conduce al rey a su cita
con Marfisa, origen de todo el espectáculo; pero también es
corsario, amigo del padre Almeida, seductor irrechazable e
inexistente al final. Su verdadera identidad es más sutil en la
película que en la novela, sin embargo, cualquier espectador avezado
será capaz de atar cabos al ver la imagen del diablo, en su
parlamento con su interlocutor Ribadesella, tras dejar de ser un
gallo; o sabrá descifrar que un hombre no es capaz de desaparecer a
través de una pared, o la coincidencia de su postrero viaje a Roma.
Es más sutil, porque en el libro, cuando ocurre la escena de su
desaparición, Torrente escribe, dando voz a doña Paca de Távora
(Alejandra Grepi): «¡Es
el demonio! […] ¡Me acosté con el demonio!»
¿Quién es en realidad el
demonio?
Gonzalo Torrente Ballester, y
Uribe, por extensión, construyen una historia crítica y divertida,
pero, sobre todo, histórica y de denuncia, aunque no moralizante. Sí
hay en ella un acercamiento a la dicotomía del bien y del mal, donde
la frontera que separa el cielo y el infierno no es más que
una fina línea que a veces se confunde. El papel del diablo, en esta
obra, es precisamente el que nos conduce a la reflexión. En la
escena en que el diablo se personaliza junto al padre Rivadesella y
hablan acerca de si el rey ha de ver a la reina desnuda, a la
pregunta que el sacerdote le inquiere acerca de si es pecado, el
diablo responde: «A mí,
por lo pronto, ni me va ni me viene. Y supongo que al Otro le
sucederá lo mismo. En estas cuestiones solemos estar de acuerdo.»
Porque la visión del cielo y
el infierno siempre ha sido la que ha querido la Iglesia, en este
caso la personificación del Diablo adquiere un papel desmitificador,
que es capaz de ponerse del lado de la parte del clero que menos le
nombra y no de la que siempre le tiene presente como meta final de la
mayoría pecadora. Aunque nadie ha vuelto del infierno para darle o
no la razón.
Pedro Turrión Ocaña
Bibliografía
Uribe,
Imanol, El rey pasmado
(película) 1992
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