jueves, 23 de septiembre de 2021

El rey pasmado, de Imanol Uribe

 


Una de los textos históricos más divertidos de la literatura española es, sin lugar a dudas, Crónica del rey pasmado (1989), de Gonzalo Torrente Ballester, donde humor, sátira y sensualidad se mezclan, construyendo una novela paródica que pone patas arriba, y al borde del abismo, a la corte madrileña de los Austrias en la España del siglo XVII. Pero no es en la novela donde me voy a detener, sino en su estupenda adaptación al cine, la película El rey pasmado, dirigida en 1991 por Imanol Uribe, y protagonizada por Gabino Diego.

El argumento de la película es similar al de la novela, y está basado en la vida del rey Felipe IV. Narra los sucesos que acontecen en la corte cuando el rey, después de pasar una noche en la cama de una prostituta y contemplar su cuerpo desnudo, se le antoja ver a la reina desnuda también. Esta ocurrencia, que no tendría que haber llamado la atención, levanta la furia de una parte del clero encabezado por el padre Villaescusa, sacerdote capuchino de ideas extremas, que opina que los pecados del monarca acarrearán el castigo de Dios que recaerá en el pueblo, en forma de derrota del ejército en Flandes y de la captura de los barcos españoles por la Armada inglesa, de los que depende que llegue el oro americano que pagará las deudas del país y permitirá comprarle ropa nueva a la reina. Pero el rey contará con la ayuda de un noble gallego desconocido en la corte (precisamente, la persona que conduce al rey a la casa de la prostituta Marfisa), de un sacerdote portugués y de la propia reina, para conseguir su propósito.

Un guion adaptado a partir de una novela corre el riesgo de crear un producto diferente al original. En el caso de esta adaptación, ya la novela en sí se asemeja a un guion cinematográfico, ya que el adaptador solo tendrá que conservar (o retocar mínimamente) la mayor parte de los diálogos de la novela, y transformar en imágenes las precisas descripciones que Gonzalo Torrente Ballester plasmó en su narración. Imanol Uribe se valió para ello del guionista barcelonés Joan Potau y de Gonzalo Torrente Malvido, hijo del escritor.

Tanto el libro como la novela presentan una estructura lineal, que comienza en una noche en la que los designios del cielo presagian cambios en la villa y corte, y culmina con la consumación definitiva de todo lo que surge a raíz de esa noche. Aunque la comparación exhaustiva de ambos medios entre sí presenta pequeñas diferencias, puede decirse que caminan en paralelo.




La película empieza, cuando aún no se han apagado los créditos, con la visión nocturna del cielo del párroco de San Pedro a través de un catalejo: figuras de hombres y mujeres desnudos, danzando de manera lasciva y pecaminosa. El libro, sin embargo, antepone a este principio la visión, terrible y exagerada, de una víbora, que acabará convirtiéndose en dragón, rodeando el Alcázar, y de un agujero en la calle del Pez, de cuyas profundidades se eleva el fuego y el hedor del infierno. Este hecho será comentado después en algún momento de la película. Lo importante es que la idea de lo sobrenatural impera en ambas visiones y estará presente a lo largo de las dos narraciones, en cita literal o insinuada. Un ejemplo es la mención de la procedencia gallega del desconocido conde de la Peña Andrada donde, según nos cuenta el padre Villaescusa, «más del noventa por ciento de los gallegos, clérigos incluidos, se condenan.» Es este el primer acercamiento que se hace de este personaje a la figura del Diablo, con la que en algún momento se confundirá, como veremos más adelante. No es de extrañar, entonces, que sea en esa misma noche en la que el rey, conducido por el misterioso caballero, a los brazos de Marfisa, la puta más cara de la ciudad. El conocimiento del hecho acrecentará la superstición extrema de que los pecados del monarca siempre terminan recayendo en el pueblo en forma de castigo divino. Mucho más, si cabe, cuando corre la noticia de que el rey quiere ver a la reina desnuda. A partir de aquí, la figura del clero será decisiva en el devenir de los acontecimientos, pero con actitudes dispares entre sí: mientras que Villaescusa es la imagen del brazo portador del castigo divino, su antagonista, el padre Almeida, lo será del perdón y del amor fraterno, en tanto que el Gran Inquisidor lo será de la mediación y el diálogo. Todos ellos irán apareciendo a lo largo de la trama como elementos de cohesión de las diferentes escenas y de presentación de los diferentes personajes que se irán sucediendo, y a los que obligarán a mostrar sus diferentes caras, según lo requiera la ocasión. Y será en la Iglesia donde todo culmine también, donde una Abadesa comprensiva y obediente permitirá, por un lado, la profanación de la casa de Dios en la forma del sacrificio, ideado por el padre Villaescusa, para lograr la descendencia del Valido y, por otro, la permisividad de que sea en una de las celdas del convento, la que ocupa Marfisa transformada en monja fingida, donde se consume el encuentro de la pareja real, llevado a cabo por el padre Almeida.

El tiempo narrativo, implícito en la obra de Torrente Ballester («La madrugada de aquel domingo tantos del mes de octubre…») se hace reconocible también en la película a causa de los acontecimientos históricos secundarios: la llegada a Cádiz de los barcos que transportan el oro de las Indias, o el triunfo en Flandes simbolizado en la toma de Breda por Ambrosio Espínola, ambos sucesos acaecidos en 1625. Para afianzar el aspecto temporal, es de vital importancia el tratamiento de la luz en y también del vestuario, en la película, cuya combinación parece sacada directamente de las pinturas de Velázquez. Este guiño al pintor sevillano cobra protagonismo con el tratamiento que hace Uribe de su cuadro “La venus del espejo”, cuya recreación carnal aparece en la película en dos ocasiones y que actúa como el símbolo de la visión del rey del cuerpo de la mujer, al tiempo que sirve de principio y de fin de la narración visual: al principio, el rey, mientras se viste, ve a través del espejo en la pared, el cuerpo desnudo de Marfisa, con la única vestimenta de unas medias rojas; prenda que regalará a la reina a la que pedirá que se las ponga, para contemplarla, después, también a través del espejo, en la misma posición. También en el cartel promocional de la película aparecerá la pintura de Velázquez, con la diferencia de que, en el espejo que sostiene el ángel, en vez de reflejarse el rostro de la dama, el rostro que aparece es el del rey. Estas visiones no suceden así en la novela.

Si en el texto de Torrente Ballester, la voz narrativa recae en un narrador omnisciente que desgrana sus conocimientos a lo largo de la historia, describiendo a la perfección ambientes y situaciones y poniendo voz a los personajes, en la película son precisamente los personajes los que se convierten en la voz perceptible de la narración. Por eso, una elección acertada de los actores que los encarnan supone uno de los mayores aciertos del triunfo del film.

Gabino Diego, en su papel del rey Felipe IV, encarna a la perfección la imagen de rostro “pasmado” que muestran las pinturas de la época. Y esa es precisamente la imagen que ha de dar, mucho más que la intensidad de sus diálogos o, incluso, su contenido. Algo parecido ocurre con el papel de Valido, encarnado a magistralmente por Javier Gurruchaga, al que no hay que negar tampoco su parecido físico con el Conde-Duque de Olivares. Hay que mencionar el guiño que Uribe extrae de la faceta cómica del actor y cantante, en el tratamiento de la escena de la cópula del Valido y su mujer en el coro de la iglesia, con el que, supuestamente, conseguirán consumar la procreación.

Juan Diego, en el papel del capuchino Villaescusa, encarna el brazo secular de una religión terrible, el brazo que todo lo arregla con el fuego y la destrucción, para el que todo puede ser pecado. Este personaje es uno de los papeles clave de la película, y de su tratamiento depende su credibilidad. Y el mayor logro del actor reside, precisamente, en eso, que es creíble. Así, sus gestos, su tono, su imagen, conforman una unidad en la que reconocemos a esa visión terrible de la religión que todo lo arreglaba con la destrucción y el poder del fuego purificador, y que le valió para ganar el Goya al mejor actor de reparto. Al otro lado encontramos al religioso portugués, el padre Almeida, encarnado por el actor, también portugués, Joaquim de Almeida (¿un guiño del director al autor?). Este, representa la imagen de la nueva iglesia, abierta y evangelizadora, crítica y mártir, casi militante.

Y entre ambos personajes eclesiásticos encontramos al Gran Inquisidor, en la persona de Fernando Fernán Gómez. Él representa la mediación, el camino por el que la Iglesia ha de caminar hacia un futuro diferente. Llama poderosamente la atención que sea, precisamente el representante de la institución encargada del castigo, el que cumpla este papel en el que impera el diálogo. Algo parecido le ocurre al papel encarnado por Carme Elías, abadesa del convento donde se desarrolla una parte importante de la acción: esta religiosa acoge a la prostituta en su convento y consiente el grotesco espectáculo de la perpetuación del Valido y su mujer dentro de la iglesia, y el encuentro de la reina con el rey en una de sus celdas.
Hablemos ahora de Marfisa (Laura del Sol) y de la reina (Anne Roussel). Sus papeles están condenados a unirse, a lo largo de la trama, como si fueran uno solo. Ya hemos mencionado más arriba que su imagen desnuda, reflejada en el espejo, sirve de principio y de fin a la película. Y, porque son la misma imagen a los ojos del rey, la imagen que suscita el deseo que cambiará su vida, son dos personajes cruciales en el film. También se asemejan en su belleza, pero, sobre todo, porque representan a la imagen más pecaminosa a los ojos de la iglesia de la época anclada en una tradición que sigue viendo a la mujer como la causa del pecado original y, como no, el origen de todos los males. Además, en la reina, ese papel se agrava al ser francesa, país odiado y envidiado a la vez.

Dejamos para el final a un personaje crucial, tanto en la novela como en el film. No es otro que el conde de la Peña Andrada, encarnado por Eusebio Poncela. Este hombre misterioso y casi mágico, es el que conduce al rey a su cita con Marfisa, origen de todo el espectáculo; pero también es corsario, amigo del padre Almeida, seductor irrechazable e inexistente al final. Su verdadera identidad es más sutil en la película que en la novela, sin embargo, cualquier espectador avezado será capaz de atar cabos al ver la imagen del diablo, en su parlamento con su interlocutor Ribadesella, tras dejar de ser un gallo; o sabrá descifrar que un hombre no es capaz de desaparecer a través de una pared, o la coincidencia de su postrero viaje a Roma. Es más sutil, porque en el libro, cuando ocurre la escena de su desaparición, Torrente escribe, dando voz a doña Paca de Távora (Alejandra Grepi): «¡Es el demonio! […] ¡Me acosté con el demonio!»

¿Quién es en realidad el demonio?

Gonzalo Torrente Ballester, y Uribe, por extensión, construyen una historia crítica y divertida, pero, sobre todo, histórica y de denuncia, aunque no moralizante. Sí hay en ella un acercamiento a la dicotomía del bien y del mal, donde la frontera que separa el cielo y el infierno no es más que una fina línea que a veces se confunde. El papel del diablo, en esta obra, es precisamente el que nos conduce a la reflexión. En la escena en que el diablo se personaliza junto al padre Rivadesella y hablan acerca de si el rey ha de ver a la reina desnuda, a la pregunta que el sacerdote le inquiere acerca de si es pecado, el diablo responde: «A mí, por lo pronto, ni me va ni me viene. Y supongo que al Otro le sucederá lo mismo. En estas cuestiones solemos estar de acuerdo.»

Porque la visión del cielo y el infierno siempre ha sido la que ha querido la Iglesia, en este caso la personificación del Diablo adquiere un papel desmitificador, que es capaz de ponerse del lado de la parte del clero que menos le nombra y no de la que siempre le tiene presente como meta final de la mayoría pecadora. Aunque nadie ha vuelto del infierno para darle o no la razón.

Pedro Turrión Ocaña

Bibliografía

Pérez Bowie, J. A. “La adaptación cinematográfica a la luz de algunas aportaciones teóricas recientes. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 2008 (edición digital a partir de Signa: revista de la Asociación Española de Semiótica nº 13). En www.cervantesvirtual.com

Sánchez Noriega, José Luis. “Las adaptaciones literarias al cine: un debate permanente”, Comunicar, Revista Científica de Comunicación y educación nº 17/2001.

Torrente Ballester, Gonzalo, Crónica del rey pasmado. RBA Editores. Barcelona, 1992

Uribe, Imanol, El rey pasmado (película) 1992

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