Carmen Laforet no pasó penalidades en Las Palmas de Gran Canaria, ciudad a la que llegó con apenas dos años procedente de Barcelona, ni siquiera en los años de la guerra: recuerda, por ejemplo, tener su primera bicicleta cuando no le llegaban los pies a los pedales. Allí transcurre su niñez y su adolescencia, junto a su padre, arquitecto, cuya personalidad llenó su infancia de sol y de deportes de mar al aire libre; junto a sus hermanos, Eduardo y Juan, que sí nacieron allí; junto a su madre, que solo ejerció con ellos su profesión de maestra aunque tenía el arte de enseñar, y a la que disfrutó muy poco porque murió al mismo tiempo que ella se hacía mujer; y la madrastra que vino a sustituirla, personaje que le confirmará que muchas veces los cuentos de hadas dicen la verdad. Refiriéndose a esta última, dice: «De ella aprendí que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad». En el verano de 1939 convence a su padre para que la deje viajar a Barcelona a estudiar en la universidad, aunque su verdadera razón es que allí se ha marchado su primer amor. Durante el trayecto en barco cumple los dieciocho años. Desembarca en Barcelona, con una maleta repleta de libros, un par de vestidos de verano y todos los sueños de libertad que espera hacer realidad en aquella gran ciudad que creer recordar de su primera niñez y de alguna visita posterior, pero que en nada se parece a la ciudad que encuentra, devastada por la guerra. Este hecho, y la bofetada que recibe al entrar en la casa de la calle de Aribau, donde vive su abuela paterna y algunos de su tíos, serán el germen de su primera novela, Nada, a pesar de que ella siempre dirá que no es autobiográfica. Nada más poner el pie en la casa, Carmen presiente una tragedia que sabrá verbalizar a través de la voz de Andrea, personaje que se convertirá en el mejor ejemplo para las indiscutibles protagonistas de la literatura de la posguerra española.
Gonzalo Sobejano escribe en su libro Novela española de nuestro tiempo que, después de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, Nada es el “acontecimiento más importante” de la nueva tentativa realista que surge en la literatura española en los años cuarenta. Parece que todo el mundo está de acuerdo en que estas dos novelas son el germen de una nueva etapa en la narrativa española, un retorno al realismo que se adentra en la difícil situación en que se desarrolla la vida en la España de la posguerra, a pesar de la censura. Curiosamente, es un tiempo en el que las mujeres serán mayoría, tanto en la producción como en la recepción de premios y el reconocimiento del público lector, aunque no ocurrirá lo mismo con la crítica especializada. Por eso, solo un pequeñísimo número de escritoras verán cómo algunas de sus obras logran resistir el paso del tiempo y de las modas, entre ellas, Primera memoria, de Ana María Matute; Entre visillos, de Carmen Martín Gaite; y por supuesto, Nada, de Carmen Laforet, novela galardonada con el Premio Nadal en su primera edición, la de 1944.
Andrea regresa a Barcelona recién finalizada la guerra civil, con la intención de matricularse en la universidad. Pronto sus ilusiones se verán frustradas ya que la casa que la acoge, la de su abuela, es solo un despojo de sus recuerdos infantiles envueltos en un ambiente sórdido, triste y violento que hará que, durante el año que dura su estancia allí, intente refugiarse en la calle y en la amistad de Ena, una compañera de clase que al final la llevará con ella a su casa de Madrid. Este tiempo será crucial en la vida de la muchacha, que vivirá el tránsito de la inocencia a la madurez absorbida por la incipiente posguerra en una España que ya nunca podrá ser como era. Tampoco podrá hacer nada para no contagiarse de la frustración que, como un calco de los diferentes estratos de la sociedad en la que se mueve, se da en buena parte de los personajes. Andrea actúa como narrador en primera persona y es la protagonista indiscutible del relato. De carácter tímido y sensible, va por la vida de espectadora, construyéndose, a través de su carácter tímido e introspectivo, una coraza que la protege de las hostilidades. Su mirada transita a través de Barcelona pero sin salirse de un reducido número de localizaciones con las que consigue dar la idea de un todo: la casa de la calle de Aribau, la universidad, la casa de su amiga Ena, y sobre todo, la calle, lugar en el que Andrea trata de desahogar su desaliento y también de mitigar el hambre. La novela sigue un desarrollo lineal con un punto culminante en los últimos capítulos, la muerte inesperada y violenta de uno de los personajes; y acaba en un final abierto, con la marcha de Andrea a Madrid. Aunque es una novela de tinte realista, va más allá de la simple descripción de unos hechos, como ocurre con la novela decimonónica, aunque la protagonista no toma partido en ellos.
Es llamativa la atención que la narradora demuestra por los otros personajes femeninos, un grupo variopinto con el que la autora construye una muestra completa del género femenino de la época: Angustias representa el prototipo de la moral católica que toda mujer debía seguir en el franquismo, es la tía que la acoge y que en todo momento trata de librarla de todo mal, como intenta hacer con todos; ante su fracaso, huye de su propia frustración y se refugia en un convento. La abuela es la triste sombra de un pasado feliz que se resiste al olvido, pero que también transmite otra visión del papel de la mujer del momento, abnegada y generosa, siempre pendiente de los demás, pero dando preferencia a los hombres de la casa en detrimento de las mujeres. Gloria refleja la sumisión total al hombre en el matrimonio, hasta el punto de que, siendo ella la única que mantiene económicamente a la familia, no tiene más remedio que dejarse maltratar por un marido celoso y carente de talento, pensando que esa es la única manera de proteger también a su hijo pequeño. Ena representa la libertad y la amistad para Andrea, es alegre, divertida y es la primera relación afectiva verdadera que encuentra la protagonista. Margarita, la madre de Ena, es la imagen de otro tipo de derrota, el castigo al que se ve abocada la rebeldía de la mujer que se sale de la norma, que siempre acaba retornando sumisa al redil y, aunque no olvida, siempre reconoce que al final ha sido feliz.
En cuanto a los personajes masculinos, destaca Román, como la imagen del héroe. Hombre de talento, músico, independiente, soltero; vive solo en la parte alta de la casa, lugar que, como un imán, atrae a las mujeres; sin embargo, son algunos de los personajes femeninos de la novela los que le caracterizan de manera negativa: «malvado» (Gloria); «parecía tener un talento extraordinario, pero estaba limitado por la pereza» (Margarita). Al final, solo es un despojo de la guerra que, como su hermana Angustias, caerá víctima de su propia frustración. Su hermano Juan es su contrapunto: pintor sin talento, se casa con la bella Gloria y la utiliza como chivo expiatorio, como la única manera de huir de su propia frustración, la maltrata porque sabe que solo levantando la voz podrá hacerse visible ante el poder magnético que ejerce su hermano sobre todo el que se acerca a su entorno. Pero él también está preso de su influjo, por eso se hundirá del todo cuando se entere de su suicidio.
Se ha dicho de Nada que es una novela de aprendizaje. Andrea parte hacia Barcelona con una maleta repleta de ilusiones, y un año después reconoce: «no tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación». Con estas palabras se refiere a su partida hacia Madrid, invitada por los padres de Ena que, además de alojamiento como un miembro más de la familia, le ofrecen un trabajo en la empresa familiar que le permitirá independencia económica para seguir estudiando. Este final no es más que el único cierre posible de este círculo imperfecto, un final abierto a la esperanza.
Con el personaje de Andrea, Carmen Laforet da el pistoletazo de salida literario a un modelo de chica que se opone frontalmente al fabricado por la novela rosa durante la guerra civil en la zona nacional, y que será declarado por el régimen franquista como el ideal de la “nueva mujer española” católica, abnegada y ejemplar, siempre dependiente del hombre. A partir de Andrea, otras escritoras de la posguerra perfilarán una serie de personajes inolvidables, heroínas valientes e inconformistas que Carmen Martín Gaite denominará “chicas raras”. Todas son mujeres con inquietudes como Valva, protagonista de Los Abel, de Ana María Matute; Lena, la joven escritora que nos cuenta la historia de su familia en Nosotros los Rivero, de Dolores Medio; o Tali, la muchacha de provincias que tan bien retrató la propia Carmen Martín Gaite en su novela Entre visillos. Todas ellas son el mejor ejemplo del intento real de dar un paso adelante, puede que simbólico, pero muy importante, de unas escritoras que reivindican así la importancia de recuperar el indispensable papel que había desempeñado la mujer antes de la guerra civil.
No piensan igual algunos críticos. El mencionado Sobejano, por ejemplo, cree que «La literatura escrita por mujeres ha sido en España bastante escasa y raras veces auténticamente femenina», y añade, citando a un crítico del siglo XIX, que la psicología femenina hay que buscarla en las obras de los novelistas varones y que las pocas escritoras que, como Emilia Pardo Bazán, lo han logrado, ha sido tratando de imitar la voz masculina en sus novelas. Sin embargo, de Carmen Laforet dice que es una excepción a esta norma:
«… es novelista verdaderamente femenina. Con lo que no quiere significarse que sea muy sensitiva, sentimental o fantaseadora. Sus novelas tratan asuntos “fuertes”, muestra sin embozo realidades turbias y no esconden la verdad tras velos sonrosados. Sin embargo, en ellas siempre está presente la mirada de la mujer: mirada de comprensión y de amor hacia el hombre y las cosas. En sus obras se hace transparente que la verdad de la mujer es la asistencia, en todos los sentidos de esta palabra: presencia, auxilio y vigilancia de corazón.»
Son los mismos críticos que achacan su desencanto a una búsqueda de autenticidad en un mundo sin valores heredado, y que incesantemente les preguntan ‒y se preguntan‒ si estas escritoras dedican más tiempo y energía a cuidar a los hijos que al entretenimiento de escribir.
Otros intelectuales, sin embargo, ven las cosas desde un punto de vista diferente, pero que no deja de ser preocupante. Inmaculada de la Fuente cita unas palabras de Ignacio Aldecoa, refiriéndose a esta generación, a la que él también pertenece, y que las incluye a ellas en un estatus de igualdad: «El problema de una generación nacida y educada en tales circunstancias [posguerra, censura, dictadura] es que cuando pasen sus años de crisálida se transformará en nada».
Puede que eso fuera lo que quisieron algunos, tratando de arrinconar a este grupo de escritoras que tanto tienen que decirnos, sobre todo ahora que tan faltos estamos de testimonios sinceros, veraces y despolarizados. Me quedo con la idea que de la Fuente apunta casi al final del capítulo dedicado a Carmen Laforet en su magnífico libro Mujeres de la posguerra:
«Ese fue el milagro de Nada: contar la realidad que todos vivían y al mismo tiempo devolverles algo más sobre sí mismos, iluminarles sobre lo que se les escapaba.»
Pedro Turrión Ocaña
Bibliografía y recursos audiovisuales
Fuente, Inmaculada de la (2018) Mujeres de la posguerra. Madrid: Silex Ediciones.
García de Nora, Eugenio (1962). La novela contemporánea española II. Madrid: Gredos.
Laforet, Carmen (2001) Nada. Barcelona: Ediciones Destino.
Martín Gaite, Carmen (1987) “La chica rara”, en Desde la ventana. Madrid: Espasa Calpe.
Montejo Gurruchaga, Lucía (2010). Discurso de autora: género y censura en la narrativa española de posguerra. Madrid: UNED.
Radio Televisión Española (2016). Imprescindibles: Carmen Laforet, la chica rara. Emitido el 29/04/2016.
Sobejano, Gonzalo (2005). Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido). Madrid: Marenostrum.