“Sus voces, a la manera de un concierto contrapunteado, irán llegando hasta el lector como una serie de relatos que se oponen y se complementan, y cuya tensión lírica y existencial acaba convirtiendo el texto en una sutil indagación sobre las fronteras difusas del amor, la intimidad, el aprendizaje y las trampas que a menudo se ocultan tras aquello que hemos dado en llamar destino”
Algunos de los ballets más importantes que se han escrito son la transposición a la danza de los más bellos y terribles cuentos clásicos. Y, tras leer Las amantes boreales, de Irene Gracia, me queda la sensación de haber leído un cuento mágico y terrible que fluye con la cadencia de un ballet, el contrapunto lo ponen las dos narraciones paralelas de Fedora y Roxana, sus protagonistas.
Fedora y Roxana son dos bailarinas descendientes de sendas familias nobles de la última época de la Rusia de los zares que, tras ser expulsadas de la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, son internadas en Palastnovo. Ambos lugares tienen un nexo común: al ingresar en cualquiera de las dos instituciones, las niñas dejan de pertenecer a sus familias. Será el Zar en el primer caso, y el Duque de Novo en el segundo, quienes decidan cuál será su destino en el futuro: «Que no empiece el dolor antes de tiempo, querida mía. Nuestros padres nos han repetido mil veces que Palastnovo nos va a parecer el paraíso y que saldremos de allí convertidas en mujeres hechas y derechas».
Palastnovo es un internado de lujo al que recurre la burguesía para intentar escalar en su posición social a costa del sacrificio de sus hijas, que de allí saldrán satisfactoriamente casadas o convertidas en las meretrices más inalcanzables; sin embargo, al desembarcar en la isla, y con la sola visión del cochero que ha de conducirlas a su destino, las muchachas presienten la dudosa veracidad de las bellas palabras de quiénes dicen protegerlas: «Parecía el cochero del inframundo y al verlo presentimos que tras todo infierno suele hurtarse a nuestros ojos otro infierno aún peor». Y no se equivocan en su percepción: «Parece la casa del dolor de la Flauta mágica», dice Fedora, a lo que Roxana responde: «Tienes razón, si bien nuestros padres quisieron hacernos creer que era el Templo de la Sabiduría».
Como ya dije, la novela está narrada a dos voces, muy diferentes en su concepción. Al seguir la narración, sobre todo en el relato de Roxana, puede crearse en el lector la sensación de que la trama adolece en algún momento de cierta consistencia, sin embargo, yo lo achaco a que ninguna de las dos voces actúa como un narrador omnisciente, pues les falta conocer el sufrimiento de la otra. Entre las dos muchachas media un abismo, pero ellas, que creen conocerse hasta en lo más íntimo de sus almas, no lo saben. Cada una relata su infierno interior pensando más en el abandono que cree causar en la otra, que en su propio sufrimiento. La voz de Fedora es más personal e interior, porque su relato es el relato del miedo a una sombra que la ha perseguido durante toda su vida, de un miedo que termina en sumisión. La voz de Roxana, por el contrario, es más extrovertida, pero sin dejar de ser su voz en ningún momento, por eso le resulta tan difícil indagar en la mente de los otros e, incluso, calcular con exactitud lugares y tiempos, como lo haría un narrador convencional que no dependa de tener que desmadejar los recuerdos del pasado para tejer los descubrimientos que a cada minuto la acercan al abismo del futuro. Como muy bien escribe Héctor Abad Faciolince, en su estupenda novela El olvido que seremos, «La cronología de la infancia no está hecha de líneas sino de sobresaltos».
A pesar de que toda la novela parece flotar en un halo de misterio y fantasía, los personajes son muy reales y humanos, incluso el hombre-sombra que, como el frío de la niebla, se adhiere a los huesos de Fedora y la persigue durante toda la novela; por eso la autora intenta ejercer sobre ellos una justicia poética que la lleva a buscar su redención, a pesar de que, como ocurre con el Duque de Novo, algunos nos parezcan despreciables. En su caso, la confesión que realiza al final de la novela se convierte en la expiación de un pecado inconfesable que, aunque nunca podrá salvarlo, ni tan siquiera justificarlo, le coloca ante los ojos del lector como un ser real al que nunca se podrá juzgar del todo si no se conocen sus antecedentes. Incluso conociéndolos, cualquier juicio que emitamos será nuestro juicio, el juicio de otro ser humano: «puesto que no creo nada de lo que me ha dicho y usted tampoco me va a creer (lo que nos convierte en figuras equidistantes e iguales) le aconsejo pegarse un tiro en la cabeza». Ambas cualidades ‒confesión y juicio‒ son propias de la naturaleza humana, la misma que califica de negativo el comportamiento natural de un cuervo por ser un animal que vive de la carroña y la putrefacción, sin preguntarse: «¿Es un deshonor ser carroñero? Los hombres lo son y no por eso despreciamos a la humanidad».
En palabras de Irene Gracia, Las amantes boreales es una “novela sobre los espejismos del destino”. Desde el primer párrafo, el lector ha de estar preparado para abrir de par en par sus sentidos y dejarse llevar por las sensaciones que evoca el texto, tratando siempre de adivinar qué palabras surgen desde el abismo y cuáles lo hacen desde el amor: «veo que sois libros con muchas páginas escritas fuera de aquí… Páginas que ya habéis olvidado, porque todas las memorias son frágiles».
Las amantes boreales no es solo una novela histórica ‒que lo es‒, es también una novela de misterio: la novela que más misterio tiene para la autora, que confiesa que al escribirla, cuando se quería imponer a las voces de las protagonistas, se equivocaba, y tuvo que dejarlas hacer. Por el resultado, no parece un mal planteamiento, si atendemos a lo que Rosa Montero, que algo sabe del oficio, dice al respecto:
«El autor maduro es el que tiene la capacidad de dejarse contar por los personajes.»
Las amantes boreales. Irene Gracia. Siruela, 2018.
Pedro Turrión Ocaña
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