Un viaje hacia el pasado que inicia Margarita en busca de ese preciso instante en el que su vida se torció. Cuando se cumple un año de la muerte de su único hijo comienza a registrar, casi a modo de confesión, fragmentos de su vida cotidiana en los que a menudo se dirige a su primer amor. Una mujer que se adentra en solitario en un territorio confuso donde aparecen nuevas contradicciones y preguntas para las que no siempre encuentra respuesta. Un doble viaje, exterior e interior, que tiene en cierto modo como tema principal la dolorosa búsqueda de una explicación.
Me siento a tomar un café en la cafetería del Circulo de Bellas Artes, de Madrid, acompañado de un buen libro. No soy la única persona que lo hace, no en vano, sobre mi cabeza se alza uno de los referentes de la cultura madrileña. Antes de ponerme a leer, recorro la sala con la mirada, tengo la vana esperanza de reconocer entre los clientes a Margarita, voz nocturna de su radio, aunque sé de antemano que esto es un imposible, porque Margarita es un personaje de ficción; en cambio, sí me fijo en una señora mayor sentada al fondo, por el simple hecho de que es eso, una señora mayor que ha elegido una mesa del fondo para tomar su infusión, y en un momento dado, mientras la miro, ella levanta los ojos y los dirige hacia mi mesa, y yo pienso por un momento que puede que sea ella la que me reconozca a mi como otro posible personaje de esta trama apasionante que es la creación literaria.
Me gusta cuando la literatura me invita, de una manera directa, a ser parte de lo que estoy leyendo, a sentirme dentro, sentir.
Como la introspección de la poesía, Mirar para atrás, de J J Richards, es un retorno al pasado en busca de la contradicción. La vida avanza pero, en el camino, a veces la pérdida es irreparable y duele tanto que solo el retroceso consciente puede paliar el dolor. La pérdida de un amor, en el que no puedes dejar de pensar cuando piensas en ti; la pérdida de un territorio que era tuyo al que nunca volverás, aunque regreses a él físicamente; la pérdida de un hijo, eso que nunca debería suceder.
Margarita vive en Madrid con su segundo marido; con la hija de su segundo marido, Irene; con Carmen, que primero cuidó a Irene, luego a Juan y ahora la cuida a ella; hace entrevistas culturales en la radio del Círculo de Bellas Artes; acude a terapia y va a nadar, que es otra manera de hacer terapia; y entre tanto, nos cuenta su historia en primera persona, aunque a veces se permite un inciso y le habla en segunda persona a su primer marido, que quedó en Buenos Aires, lo que de alguna manera nos desplaza e intuimos que, en el fondo, la historia no está dirigida a nosotros, porque todo se lo está contando a él, que es otra manera de contárselo a ella misma.
«Fuiste ese tipo de amor que asusta ponerle fin. Quería cosas que con vos no podía y sin vos sentía que nunca iba a poder nada».
Todo gira alrededor de un espacio reconocible de hace algunos años, cuando aún estaba permitido fumar en lugares cerrados, cuando no había tantas prohibiciones, lo que convierte el tiempo narrativo en un espacio intemporal que más que tocarnos nos roza con la delicadeza de una caricia a destiempo, de esas que nos ponen la piel de gallina y logran que todo sea posible.
El cine, la música y la literatura se mezclan con la cotidianidad de la vida en un cóctel que nos seduce desde la primera página. Margarita entrevista a escritores, piensa en ellos mientras mira la pantalla de cine las veces que acude a la sala con Irene, mientras escucha música a través de los auriculares que le ha regalado su marido y que le permiten subir el volumen hasta poner a prueba sus tímpanos sin que lo note nadie, cuando toma el aperitivo en el bar de Vicente y sale a la puerta a fumar con la única compañía de Wester, el perro de Laura y Nico, que viven a la vuelta de su casa. Es buena entrevistando escritores de madrugada, a pesar de los escritores.
«Después de tantos años conversando con escritores, solo puedo clasificarlos en dos categorías: los que me gustan y los que no. Teniendo en cuenta que, sin importar cuántos escritores llegue a leer una persona en su vida, habrá una cantidad mayor que deje de leer».
Entre tanto, Margarita no deja de pensar y a veces no deja de callar, cuando la bestia peluda le aprieta la lengua por dentro y la amenaza, o intenta telefonear a Felipe pero la diferencia horaria con Argentina se lo impide o el teléfono de su hermano no contesta.
«Te distraes en una misión sin retroceso y antes de que puedas reaccionar algo vuelve a dejar de existir. Otra vez perdés. La ausencia de sentido. La austeridad de la ausencia de sentido. Es eso, me distraje y volví a perder».
Decide regresar a su ciudad de origen. Es como cerrar un círculo que no ha hecho más que expandirse en el tiempo, sin embargo, el método “pensar para atrás”, que la enseñó su primer marido y es infalible para encontrar cosas perdidas, no lo es tanto para encontrar el origen del dolor. Morir y resucitar es un compuesto difícil de manejar si lo que manda es la bestia gris peluda. A veces nada cambia, aunque no hayas dejado de respirar. De nada sirve echar mano del horóscopo o el tarot.
Vivo la lectura de Pensar para atrás como el recorrido de una montaña rusa, tan repleta de sensaciones, que al cerrar la última página tengo la sospecha de que esta no ha terminado aún, de que necesitaré subirme a ella más de una vez, para profundizar en la gran cantidad de matices que subyacen entre sus páginas o, simplemente, para disfrutar de nuevo de una magnífica novela.
Mientras escribo, suena en un segundo plano, en modo aleatorio, la lista de reproducción de la música que aparece en la novela. Conectar la música ha sido un acto consciente por mi parte, sin embargo, lo que no está calculado es la canción que suena en el momento que pongo el punto final: Point Blank, de Bruce Springsteen. Como al protagonista subrepticio de la historia, a mí la música de el jefe me toca la fibra.
J J Richards. Pensar para atrás. Tres Hermanas, 2023.
Pedro Turrión Ocaña