jueves, 12 de octubre de 2023

Amargosa. Isolda Patron -Costas (Reseña)


 “Cuando Marta sorprende a su novio en la cama con su mejor amiga, sale huyendo de Los Ángeles sin rumbo fijo. Tras varias horas al volante, su coche se avería en medio del desierto. Marta camina al sol varios kilómetros en busca de ayuda. Así descubre Amargosa, un hotel-teatro que vibra como un espejismo entre el calor y el polvo. El lugar lo regenta Suzanne, una antigua bailarina de Broodway que lleva más de cuarenta años ofreciendo cada sábado un espectáculo de danza. Pese a su avanzada edad, y con su teatro en mitad de la nada, representa la fe inquebrantable de seguir con un sueño”.

Algunos lugares no son más que espejismos en el interior de la memoria, solamente visibles en la nocturnidad y alevosía de un sueño intemporal, de una musicalidad eterna que nos hace tararear una canción determinada, y sonreír, al tiempo que conducimos por una carretera secundaria con las ventanillas abiertas a pesar del calor sofocante, o del frío intenso.

«On a dark desert highway / Cool wind in my hair / Warm smell of colitas / Rising up through the air...»

Un libro no es una película. Un libro no debe ser una película. Pero un libro sí te puede trasladar al ambiente fílmico de una película e ir de boca en boca con esa pretensión. Oír, por ejemplo, que lo que empieza siendo una road movie se convierte de repente en un western, con todos sus elementos intactos: el paisaje agreste, con sus plantas rodadoras y sus nubes de polvo; el decorado, con su saloon y su mina; la música; incluso el caballo, personificado en el logo del coche que conduce Marta, un Ford Mustang Bullit galopando hacia la libertad. Sin embargo, y porque un libro no es una película, Amargosa nunca deja de ser una novela.

Yo la definiría como una novela “trampantojo”. Visualmente, puede ser fácil de clasificar, o encasillar, incluso. Sin embargo, a mi entender, todos estos elementos son más referenciales que reales. Hay mucho más detrás de esa portada perfecta que nos muestra el vacío de alguien que no ya está. Por esta razón yo he querido dejar a un lado esa presunta “filmicidad” y centrarme en lo literario. Desde ese punto de vista,  la calificaría como una bildungsroman, una novela de aprendizaje, construida eminentemente con palabras. Y es a través de las palabras que Amargosa contiene algo que no es fácil de llevar a la pantalla: las imágenes personales que cada lector va a crear dentro de su cabeza. Y diría más, lo que las palabras le van a hacer sentir: en Amargosa escuchas, hueles, se te seca la boca, se te agrieta la piel… Hay un párrafo que dice:

«[...]los instintos pertenecen al cuerpo, los deseos, a la mente, y los anhelos, al alma.»

Al leer, yo he sentido esas tres cosas, en mi cuerpo, en mi mente y en mi alma; imágenes únicas, literarias, nacidas de las palabras. Creo que si las viera reflejadas en una pantalla, perderían su magia y dejarían de ser mías. 

Suscribo las palabras del catedrático Manuel Ángel Vázquez Medel que, durante la presentación de la novela, en la Universidad de Sevilla,  afirma que hay novelas de éxito que no soportan una segunda lectura. Amargosa, no solo la soporta, sino que creo que es altamente recomendable hacerla porque, como añade más tarde, citando a Italo Calvino, «Las buenas creaciones literarias son esas a las que se vuelve una y otra vez».

A grandes rasgos, Amargosa es la historia de dos mujeres que necesitan encontrarse. Marta lo abandona todo sin saber que su vida está a punto de dar un vuelco, en un giro de guion que no puede calibrar. Conduce sin un rumbo fijo, huyendo de una traición que le costará entender. Su coche se rompe en mitad del desierto y, en su búsqueda de ayuda, se encuentra con Suzanne, una vieja bailarina de Broadway que lleva más de cuarenta años perfeccionando un espectáculo que ofrece cada sábado en un teatro construido en mitad de la nada.

Al principio, Marta, a pesar del engaño, piensa continuamente en George de una manera cada vez más culpable.

«Me pregunté si mi silencio le venía bien a George, si estaba mejor sin mí.»

Pero hay algo en ella que ya no puede volver atrás. La primera noche en Amargosa, Marta se encuentra de frente con un coyote al que confunde con un perro. Tom, otro de los personajes fundamentales de la novela, le dice que siempre que aparece un coyote se produce un cambio.

Mona, que también es Roger, la ayudará a tomar decisiones; y Suzanne, con sus diálogos con Nora, y su público fiel pintado en las paredes del teatro, le dará las claves para comprender que la complejidad intemporal de un instante no se corresponde con una imagen enquistada en la retina, sino que se adentra en el imaginario que las palabras tejen, también,  a través del silencio.

«La que duda es tu mente. Tu corazón ya ha emprendido su camino.

Amargosa es una novela que rebosa madurez, capaz de suscitar opiniones diversas, pero con un elemento subliminal difuminado en sus páginas que nos hace coincidir: entramos en ella en la piel Marta y salimos con una gran Suzanne tatuada en el alma.

Isolda Patrón-Costas. Amargosa. Tres hermanas, 2022.

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 7 de septiembre de 2023

Mientras estamos muertos. José Ovejero (Reseña)



 Con una mirada original que rompe las convenciones del género, José Ovejero habla de tensiones familiares, de violencias silenciosas, del deseo de escapar a las limitaciones de clase, y también de amor, creando un juego de espejos en el que no se refleja tanto el autor como el lector.”

Nunca es fácil volver la vista atrás, y menos cuando lo que ves te muerde las tripas, te humedece los ojos, te seca la garganta, pero a veces el cuerpo necesita sacudirse el espasmo de la melancolía, o de la resignación de no haber hecho o de no haber sido. Seguro que no fueron estas las sensaciones que llevaron a José Ovejero a escribir Mientras estamos muertos, pero así me he sentido yo al leer este conjunto de relatos que, a manera de testimonios personales, nos narra en primera persona.

Ovejero nos traslada a la España de los años sesenta, cuando todo costaba mucho más que ahora, y no había tanto tiempo para cuestionarse lo que estaba bien o lo que estaba mal; cuando era normal ponerse a trabajar a los catorce años siguiendo la estela de un padre con el corazón de piedra, y de una madre ambiciosa de llevarle la contraria, tratando de encontrar la manera de darle a los hijos algo más que un futuro de manos agrietadas y jornadas interminables a la intemperie. Y a partir de ahí, asistimos a la evolución de un entorno identificado como clase obrera, y a su inevitable intento de ascensión social, a pesar de la ideología y de las miradas por encima del hombro de los compañeros nacidos con una línea sucesoria debajo del brazo, pero también a la personal visión de los pequeños deseos, del amor y de la muerte.

José Ovejero es un escritor que no se conforma con entretenernos o divertirnos o cabrearnos, sino que nos pide una lectura activa y cómplice que dé un nuevo sentido a sus relatos, sin dejar, por ello, de hacernos partícipes de sus emociones. Un escritor que, como escribe en el último relato del libro, no lo es porque le fascine la literatura sino porque le fascina la realidad.

Lo maravilloso de un escritor así es que esa manera de transmitir la realidad cobra una nueva vida en cada lectura. De repente nos sorprendemos agazapados tras la esquina de un párrafo que nos transporta a un tiempo reconocible, puede que olvidado, que creíamos que era solo nuestro. Aunque puede que esta realidad compartida no sea más que otro espacio literario, un trampantojo, un hábil recurso de escritor para enredarnos en sus tramas. Sea como sea, en este libro  imprescindible, José Ovejero no nos engaña, ya nos lo avisa en otro de lo relatos:

«[...] yo tampoco soy un testigo fiable, al fin y al cabo, soy un escritor, y dónde iríamos a parar si los escritores nos viésemos obligados a respetar la veracidad de los hechos, la cronología y los hechos causales. Francamente, de hacerlo así, la literatura será una mierda, una crónica de sucesos salpicada de metáforas.»  

José Ovejero. Mientras estamos muertos. Páginas de espuma, 2022. 

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 31 de agosto de 2023

La huésped. Florencia del Campo (Reseña)


 “La huésped es una mujer en casa ajena que no comprende ni una palabra de cuantas pronuncia su suegra y que empieza a no poder reconocer a su marido. Pero también es huésped el propio cuerpo de esta mujer, donde se alojan los síntomas, a modo de parásitos. De esta doble condición, que habita con el ser-familia y no-ser-madre, nace sobre todo una pregunta elemental: ¿dónde cabe la mujer?”.

«La boda había sido porque yo estaba embarazada. Embarazada, porque tuvimos un accidente. Para ellos perder el embarazo era el accidente. Para mí la tragedia había comenzado antes. Yo tendría que haberle gritado ese día a la cara, con el teléfono contra su oreja y un traductor simultáneo que se lo dejara bien claro también a su madre, que para mí el puto accidente había sido quedar embarazada.»

La protagonista y narradora de La huésped se traslada, con su marido, a vivir a la casa de su suegra, en el norte de Francia, en una región en la que siempre nieva. Se instalan en la habitación que él ocupó en su juventud, una cuarto bajo tierra al que se accede a través de una trampilla en el suelo del jardín, que ella bautiza con el nombre de el bunker, por lo que, para ir al cuarto de baño, durante la noche, tiene que atravesar el jardín y entrar en la casa. No conoce el idioma, y el lugar, frío y oscuro, no le será de ayuda en su integración.

En su relación con este nuevo entorno, las preguntas sin respuesta acrecientan la incomunicación, porque los mensajes importantes se  transmiten en un idioma que no comprende, y casi siempre van acompañados de la sonrisa cómplice de su marido, una complicidad que nunca es para ella.

«Le pongo cara de haceme caso, estoy en un borde y después viene el precipicio. Pero no registra ese tipo de espacios. Él ahora habita la superficie lisa y continua de la casa de su madre.»

Incluso en el ámbito más cercano, la lengua funciona como un obstáculo para ella: todos hablan en francés, a pesar de que, en muchas ocasiones, los otros dominan el español, y cuando, en una ocasión, ella se decide a utilizar el inglés con uno de sus interlocutores, la decisión también se vuelve contra ella. La lengua, instrumento de comunicación, se convierte así en un arma destructora en territorio hostil. En el trabajo, que su suegra le ha conseguido en el geriátrico donde ella trabaja, este instrumento de tortura lo solventa con su mejor sonrisa y con las palabras oui, d’acord, que sirven de comodín para todo. Sin embargo, su vida ya se ha convertido en un acto rutinario que a ella la sitúa siempre en un segundo plano y al límite de su integridad.

«Soy el paisaje de fondo. No me merezco primeros planos en esta nueva vida.»

La novela es una alegoría de la desubicación donde, al extrañamiento de la huésped a verse obligada a vivir en casa ajena, se le suma la confusión que provoca su extranjeridad. Al final, todo influye en su comportamiento, llevándola hasta el extremo y haciéndole dudar de sí misma y de su condición.

«Ella es madre, él es hombre, ¿dónde cabe la mujer?

En La huésped, Florencia del Campo ha sabido expresar, con total exactitud, ese sentimiento de impotencia que experimenta la persona que se siente forastera en el lugar que habita y que, con el paso del tiempo, no solo no mejora, sino que se contagia a su lugar de origen La acción se desarrolla en Francia, pero podría haberlo hecho en cualquier otro lugar. Incluso, si en él la lengua fuera la misma de la protagonista, ella también sería una huésped. La autora sabe bien de lo que habla: por ese “ni pa ti ni pa mí” que provoca esta mezcla cultural, ella ya será siempre una argentina en España, y en Argentina una gallega.

Ciñéndome a lo literario, este abrazo que nace de las palabras que escribe una escritora argentina, que ha decidido vivir en España, es tan enriquecedor, que las apenas cien páginas que componen La huésped son una fina muestra del enorme bien que le está haciendo, a nuestra lengua común, el continuo movimiento migratorio de sus hablantes.

Como dice al final de la novela:

«Ahí está todo, en el doble filo de las posibilidades.»

Florencia del Campo. La huésped. Editorial Base, 2016.

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 13 de julio de 2023

Quebrada. Mariana Travacio (Reseña)

 


Conducidos por una prosa precisa y sobria, acompañamos a Lina, una mujer que parte en busca del mar y un hijo perdido, desde un paisaje seco y agrietado en donde la vida se ha hecho imposible, hasta unas tierras húmedas y fértiles en las que todo es excesivo; también la locura de los personajes y fantasmas que las habitan”.

«Me llamo Lina Ramos, soy la esposa de Relicario Cruz. Hace tiempo le vengo diciendo que nos tenemos que ir, pero él no quiere. Se aferra mucho a esta tierra, dice que acá nacimos y que acá tenemos que morir.»

El tiempo, la tierra y los muertos que la habitan son como un imán que nos arraiga al suelo que pisamos, tal vez aquel donde nacimos, tal vez aquel donde queremos morir. Pero esta pretensión a veces choca con la necesidad de mantenerse vivo. Es ahí dónde nace la necesidad forzosa de emigrar que tanto duele, pero también la esperanza de llegar a un mundo mejor.

Lina quiere salir de la Quebrada, se lo dice a Relicario, su marido, que allí no se puede vivir, que quiere ir a donde el mar; pero él prefiere sobrevivir velando a sus muertos sobre el suelo estéril que los vio nacer a todos. A Lina también le tira la ausencia del Tala, su hijo, que partió a la selva a buscarse la vida hace tiempo, junto al hermano de ella. Puede que la necesidad de Lina no sea tanto la necesidad de encontrarlo, como la de encontrase a sí misma y, con ello, las fuerzas para buscarlo después. En la Quebrada no hay nada, solo un puñado de raíces familiares abrasadas por el sol inclemente del olvido.

Lina un día se marcha y, aunque nunca llega al mar, sí encuentra quien la ayude, y encuentra un trabajo que la permite creer que el futuro existe, incluso encuentra a su hijo. Lo que no sabe es que ha cambiado el lugar en el que mandan los muertos, por un lugar donde los vivos de siempre juegan a ser la muerte. Mientras, su marido, solo y abandonado a la ruina del pasado, empieza a pensar que es él quien está equivocado y por fin decide ir tras su mujer, y así se lo dice a sus padres muertos, a los que desentierra y carga como única posesión para el futuro. Al cambiar el rancho familiar por una carreta y un burro, donde llevar a sus muertos, cambia la tierra física por la sentimental, pero es la única manera de que su vida siga teniendo sentido. El círculo siempre se cierra, aunque tantas veces lo haga en falso.

No es tanto la aventura, como percibir la necesidad de salir adelante, lo que hace de Quebrada un relato impresionante, vivo y estremecedor. También influye el lenguaje, que Mariana Travacio maneja con la maestría de una escritora que sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo. Es a través  del lenguaje como  encuentra la voz de la novela, logrando que el relato se nos adhiers a la piel con todas sus sensaciones físicas: sentimos el calor, la sed, el cansancio, incluso el dolor por la pérdida y el desarraigo.

Por su intemporalidad y por la desolación de un escenario, que no se nombra, Quebrada podría situarse en cualquier parte: en el páramo, de Juan Rulfo; o en el llano, de Rómulo Gallegos; o, por qué no, en la Artamila imaginada por Ana María Matute; o en las tierras de Celama, de Luis Mateo Díez. Tal vez, por esta razón, vamos a encontrar reminiscencias que van, desde el realismo mágico al realismo social, pasando por el western, sin que ello le suponga al relato perder un ápice de personalidad.

Es esta la primera novela que leo de la escritora argentina Mariana Travacio, y me temo que no va a ser la última. Hay algo que me dice que estas  páginas solo son una pequeña muestra de un universo literario personalísimo, que no podemos dejar escapar.

Mariana Travacio. Quebrada. Las afueras, 2022.

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 22 de junio de 2023

Yo no sé de otras cosas. Elisa Levi (Reseña)

 


Yo no sé de otras cosas es la historia de alguien que quiere conocerlo todo, vivirlo todo, amarlo todo, a pesar de que todos crean que el mundo se acaba. En su segunda novela, Elisa Levi ha asimilado con maestría la lección de los grandes escritores: no hay lugar más universal que el más pequeño de los pueblos”.

«...mi padre era caballo, pero siempre lo trataron de burro.»

Los lectores somos esos testigos silenciosos, imprescindibles para que un relato cobre vida. Pero a veces quien escribe necesita visualizar al lector antes de que el texto llegue a sus manos, necesita un primer testigo que sea capaz de escuchar, de asimilar lo que luego será leído y asimilado por el lector colectivo y multiforme, que el autor imagina pero aún no conoce. En Yo se de otras cosas Elisa Levi ha ido un paso más allá, lo ha convertido en un personaje más, escuchante privilegiado del relato de Lea, protagonista y única narradora de la novela.

Lea vive en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. Ella es Lea Pequeña, porque su madre es Lea Grande, pura lógica. Tiene una hermana con la cabeza hueca, un padre adherido al campo y una madre al ultramarinos del pueblo; su mejor amiga llora, llora, llora; ama a un muchacho que no sabe hablar de amor, mientras el otro amigo, que la ama a ella, le deja regalos sobre el felpudo de su casa y conejos muertos en el de los vecinos invasores. Todo eso le provoca un ardor en la tripa y el deseo de irse de allí. Pero, qué sabe ella de todas esas otras cosas que nosotros, los que no vivimos en un pueblo con cuatro calles, una iglesia y un bosque terrible cerca, pensamos que son normales.

A través de la conversación con un desconocido anónimo, que ha perdido a su perro, Lea construye un monólogo muy personal que normaliza lo increíble. Pero, lo increíble, ¿para quién? Qué sabe el urbanita de la capacidad de un bosque para tragarse a quién se aventura a perturbarlo, o de la capacidad de un pueblo para cerrarle las puertas a cualquier forastero que se aventure a vivir en él cuando nadie lo ha llamado.

Elisa Levi se sumerge en lo increíble, pero cargándolo de verosimilitud a partir de la idea del fin del mundo en una fecha conocida por todos. El resto de una vida puede durar lo que tarda en consumirse un cigarrillo de marihuana, en el tiempo intemporal de un primer día de enero más cálido de lo normal. En un mundo lleno de prejuicios, la libertad es un capricho inadmisible para el dios de las etiquetas sociales, donde su infierno particular nunca tiene cobertura.

Levi consigue traspasar los límites de lo real –de lo que creemos real, que rara vez abarca más allá de nuestro campo de visión online– dejando que Lea utilice su propio lenguaje para mostrarnos una realidad muy distinta. La realidad de Lea Pequeña choca con ella misma, por eso necesita compartirla con ese hombre que quiere entrar en el bosque para recuperar a su perro. Ella sabe que el perro volverá: todos los perros regresan, no así las personas que huyen de sus propios miedos adentrándose en el bosque.

Elisa Levi, por boca de Lea, se atreve a plantarle cara a un buen número de verdades absolutas a través de una sutil reflexión, con el único fin de que sea el lector quien saque sus conclusiones, intuyendo que al final de cada historia siempre hay un fin del mundo camuflado.

«Si los muertos se quedan fríos es porque el mundo se muere caliente.»

En Yo no se de otras cosas el fin del mundo tiene fecha, Elisa Levi le añade  el lugar y los personajes, lo que ocurre es que, a veces, la vida se enreda…

Elisa Levi. Yo no sé de otras cosas. Temas de hoy, 2021 

Pedro Turrión Ocaña

jueves, 15 de junio de 2023

Una casa llena de gente. Mariana Sández (Reseña)

 


«Una casa llena de gente se sumerge en los espacios privados y comunes de un pequeño edificio y las gentes que lo habitan, para así reconstruir una memoria. Con un humor sutil, un suspense inteligente y una escritura deliciosa, la novela deja al descubierto tanto las debilidades humanas como las heridas que causan los choques generacionales.»

«Para mí, la única casa llena de gente es la literatura», le escribe Leila Ross, traductora y escritora frustrada, a Charo, su hija, en unos cuadernos que son parte de un legado post mortem en el que la madre da rienda suelta a su obsesión de preservar el pasado para asegurar el futuro. A partir de ahí, Charo, descubre que su pasado no solo está vinculado a sus recuerdos personales, sino a un relato que se expande a lo largo de un vericueto de ramificaciones que, como las raíces de un árbol frondoso, empiezan en el subsuelo y ascienden hacia todos los rincones del edificio familiar, implicando a sus habitantes.

En pocas palabras, Una casa llena de gente es la reconstrucción de la memoria de una madre y una hija, a partir del hogar físico que han compartido. El hecho de convertir el edificio en el eje vertebrador del relato hace que dicha reconstrucción desborde lo familiar e implique (o complique) a todos sus habitantes.

«En definitiva, un edificio o un barrio no son otra cosa que un montón de voluntades puestas a convivir a la fuerza. Salvo casos particulares, con los vecinos ocurre igual que con la familia: no se eligen, se imponen.»

Así, la novela se estructura también a partir de la casa a través de los títulos de los capítulos –Cimientos, Andamiajes, Exteriores, Interiores, Escombros y reconstrucción‒, arquitectura y literatura en un mismo plano.

Los Almeida deciden mudarse a una casa más amplia, a pesar de saber que la única manera de lograrlo es aceptar la ayuda económica de los padres de ella. Al final acceden cuando se dan cuenta de que la nueva casa tiene el espacio suficiente para colocar su enorme biblioteca, sin tener que inutilizar un cuarto de baño, como les ocurre en la “caja de cerillas” en la que habitan Leila, Fernando y su hija Charo, además de la estadía temporal de los otros hijos de Fernando, Rocío y Julián. Es la mala calidad de la nueva construcción la que hace que su relación familiar se amplíe a los nuevos vecinos. Allí, todos se observan desde su propio castillo y todos creen conocerse, a pesar de que solo cuentan con una visión parcial e interesada de los otros. Desde lo subjetivo, intentan reafirmarse en lo objetivo.

Para entender lo que le escribe su madre, que a veces en nada se parece a sus recuerdos, Charo decide completar el relato con los testimonios de los otros y, como es dramaturga, transformalo en una obra de teatro. Charo se convierte así en narradora y personaje. Por su voz asistimos a un inteligente juego narrativo que, a través de una perfecta mezcla de géneros, amplía enormemente nuestro campo de visión y corona a su madre como la gran protagonista.

A pesar de que sabemos desde el principio que está muerta, Leila es una presencia constante en la novela. Lo que no llegamos a saber muy bien es si la intención de su mensaje trata de reivindicar la memoria colectiva o es solo un ejercicio para alimentar su propio ego, al obligar a los otros, a través de su hija, a que su voz no se diluya entre tanto ruido.

A través de las palabras de los otros personajes, accedemos a un retrato exahustivo de la convivencia humana, a partir de la casa como microcosmos autosuficiente y extrapolable a cualquier relación y lugar, donde todos, seguro, nos vamos a reconocer.

La amistad de dos niñas que sobrevive al choque frontal de sus familias entre sí. La amistad intermitente y convulsa de dos madres, Leila y Gloria, y su mirada callada a la fragil y trágica belleza de Silvina. El silencio necesario de Fernando y Martín. Y en medio, como la representación de la conciencia omnipresente, la voz contagiosa de la perfección divina: Granny y su «tiempo verbal de pelotudos»: el si hubiera… que, por consaguinidad, termina contagiando a su hija y a su nieta.

Maternidad, amistad, convivencia, incomunicación, son algunos de los ingredientes que traspasan las paredes de Una casa llena de gente, la excelente novela de Mariana Sández. 

Y literatura, sobre todo, literatura,.

«Escribir es un movimiento de limpiaparabrisas en la cabeza para barrer atrás y adelante la memoria […] No somos más que personajes. Un invento colectivo de nosotros mismos y de otros; un estigma moldeado entre varios a lo largo de los años […] Escribir es permanecer. Escribir es tratar de contar un sueño sabiendo que nunca lo lograrás […] Escribir es el único momento de amor total hacia uno mismo. Y a veces de odio.»

Leila vive por y para la literatura. Hasta tal punto llega su obsesión, que al carpintero que les fabrica las estanterías para su biblioteca, a pesar de llamarse Dante, ella siempre lo llama Virgilio. Es algo que él nunca llegará a comprender, una locura más de una mujer que siempre escribe pero nunca llega a publicar, de «una madre escribiente que nunca llegó a ser escritora».

Mariana Sández. Una casa llena de gente. Impedimenta, 2022.

Pedro Turrión Ocaña


jueves, 11 de mayo de 2023

Persianas metálicas bajan de golpe. Marta Sanz

 


Repleta de guiños y referencias (de la alta cultura al chismorreo televisivo, pasando por todo tipo de parafernalia pop), la novela es un panfleto futurista, una sinfonía ciborg, un grito de protesta, una coreografía de la desolación, una vanitas más moderna que posmoderna, y, sobre todo, una novela neorromántica de drones enamorados de mujeres a quienes cuidan y espían, Coppelias inversas, vampiros sentimentales, desacatos al dios del algoritmo, sueños, espejos, encantamientos y revoluciones: la primavera puede emerger de entre las tinieblas aupada por los seres más imprevisibles.

«Limpia es la palabra con la que no puede empezar ningún poema.»

Desactivar una bomba debe de ser algo parecido a sumergirse en la lectura de una novela de Marta Sanz (confieso que nunca he hecho lo primero), por esa sensación que queda al cabo, de que aún hay esperanza, a pesar del bombardeo continuo de cientos de productos literarios repetitivos que giran a nuestro alrededor en una espiral sin fin. Persianas metálicas bajan de golpe es su última novela, y sí, es una bomba.

Me imagino mirando la pantalla de la televisión, precisamente ahora que por fin está apagada: detrás no hay nada, nadie habla, nadie te dice lo que tienes que hacer, estás a salvo de su rabia; a no ser que la pantalla sea otra y te observe desde el lugar etéreo de una sombra con forma de dron y nombre cursi de telenovela.

Viajamos a Land in blue (Rapsodia, S. L.), distorsión de una ciudad-país-continente, microcosmos que alberga la desmemoria de La Mujer Madura y el abandono de sus hijas, Selva Sebastian y Tina Romanescu, a través de los ojos electrónicos de unos pájaros sabuesos, vigilantes y guardianes. Drones entrenados como perros por el ingeniero jefe, con minúscula, que a veces se comportan como ángeles custodios ávidos de humanidad, cuyo nombre los define y los coloca en su lugar: Flor azul, Cucú, Obsolescencia, ángeles de la guardia y de la guarda, en una sociedad cada vez menos humana, donde los escritores no mueren, gracias al trabajo de una “escritora fantasma” capaz de imitar todas las voces, incluso las más antiguas. Una usurpadora inmortalidad literaria llevada al extremo, solo un paso más allá de las correcciones buenistas y ultraprotectoras de otra actualidad, la nuestra.

La Mujer Madura habla a diario con Bibi, voz oficial del estado, y de ascensores y escaleras y aeropuertos, ventrílocua septuagenaria laboralmente activa, como las empleadas de la tienda de pepinos (en su acepción de artefactos electrónicos veloces) o de cualquier negocio con persiana metálica en la puerta. Su relación se basa en una llamada equivocada como terapia contra la soledad y el suicidio

«No, no. Iluminada Kinski no vive aquí».

En Land in blue (Rapsodia) la vida se embrutece a una hora programada por el ingeniero-dios del algoritmo, a través de la visión de una serie que sintonizan todos los dispositivos móviles e inmóviles, donde la conciencia se convierte en inconsciencia y la muerte, en obsolescencia programada.

Dispositivos, como el “pepinomóvil” de última generación de Selva Sebastian, veinte años, soltera, auxiliar en una residencia, que le permite estar siempre conectada. Cada día, al salir de casa, desliza una moneda a través de una alcantarilla, que Gatsby Sebastian recogerá varios pisos más abajo, momento que aprovecha el dron Obsolescencia para intentar traspasar la placa cerebral de oro blanco del hampón, con el fin de espiar en sus recuerdos confirmar que Selva y él son padre e hija. Los resultados los transcribe en su teclado, recuperado de una vieja Underwood. Las mentiras de Gatsby le han hecho ascender en el estrato social lo que, curiosamente, supone descender al subestrato en el que habita el poder y renegar de su vida anterior.

Cristina Romanescu, Tina, alias Cajita, apenas una niña, por su parte, se queda sola en casa, como la más fiel representante de una juventud enclenque y sin futuro, víctima de la inacción  y de la acción nociva de los limpiahogares generales, una juventud abocada a la desesperación que la llevará a la desaparición.

La voz de Bibi avisa pero, por desgracia, no es más que una retahíla de runrunes, palabras necias dirigidas a oídos disfrazados de auricular bluetooth. Solo la "telenostalgia" funciona como bálsamo. Cedidos los derechos a la tecnología, cuando esta falla, estamos abocados al desastre.

En teoría, Landinblú es la recreación de un futuro distópico más, aunque, mirado con detalle, quizá es más cerca de una descripción subliminal de ciertos comportamientos que hemos asumido como normales en nuestro blandinblú particular. Sea cómo sea, Marta Sanz, una vez más, pone el dedo en la herida, aunque me temo que esta vez aprovecha para hundirlo con un movimiento de broca taladradora.

Persianas metálicas bajan de golpe se convierte así en una llamada de atención ‒inteligente y distinta  a la tremenda deconstrucción de una sociedad que, a la vez que reivindica la memoria colectiva, delega la propia a la inteligencia artificial. A más tecnología, mayor es la estupidez del ser humano. 

Un libro con tantas lecturas que cada lector lo puede personificar y adaptarlo a sus necesidades o a sus carencias o a sus miedos o, ¿por qué no?, a sus estupideces, donde la existencia no es más que un musical que distorsiona la tragedia cotidiana a ritmo de jazz, un espectáculo en el que la vida ya no se vive, se observa a vista de pájaro. 

Frente al oxímoron de la deshumanización humana, asistimos a la paradoja de la humanización imposible de las máquinas. El resultado final es fácil de adivinar: en la superficie pobre y mayoritaria de esta nueva tierra plana, de atmósfera gasificada a punto de solidificarse, son las persianas metálicas, al caer, las que interpretan el sonido del futuro.

«Parte meteorológico: Hoy no llueve y mañana tampoco lloverá.»

Marta Sanz. Persianas metálicas bajan de golpe.  Editorial Anagrama, 2023.

Pedro Turrión Ocaña

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