martes, 25 de noviembre de 2025

Madre mujer muerta. Adolfo García Ortega (Reseña)


Finales del siglo XIX
. La joven Galia Cervino busca un lugar en el mundo donde ser feliz. Sin embargo, el mundo en el que vive es una maraña de obstáculos y dificultades que presagian el drama, en lo social y en lo físico. Celia cruzará su vida con la de Luis Selva, un médico culto, solitario y atormentado por su naturaleza homosexual, quien la rescatará de su destino y reconstruirá la historia de la joven con consecuencias imprevisibles, llegando a un límite que no siempre es fácil de traspasar: él querrá ser ella, como redención y como venganza. […] Madre mujer muerta es una novela realista cargada de un simbolismo que sigue siendo actual. Por sus páginas sobrevuela una España de desigualdades y divisiones, preludio de las grandes crisis del siglo XX, encarnadas en Galia y Luis, dos personajes memorables que buscan a ciegas un espacio propio y libre.

Madre mujer muerta es uno de esos libros que te atrapan nada más empezar a leer, con una primera frase memorable: «¿Qué mirar?, pensó ella. Tan solo el vacío de una carretera en el crepúsculo»; y una fecha exacta que nos transporta al «rígido otoño» de 1889, en el interior de una diligencia, con nombre propio, por cuya ventana todos querremos mirar.

Adolfo García Ortega nos traslada a la Castilla de finales del XIX, donde el aire huele a cambios que llegan tarde para la inmensa mayoría, a través de un relato que avanza con calma, que mide cada uno de sus pasos para que la historia y la emoción del lector se sincronicen en un mismo movimiento. Y es precisamente en ese ritmo donde la historia despliega su mayor verdad.

La protagonista, Galia Cervino, vive atrapada en un tiempo que no la deja ser ella misma. Sobrevive como tantas mujeres de su época, empujada hacia un destino que otros han decidido ya. Frente a ella aparece Luis Selva, un médico culto y silencioso que carga con su propia marginación causada por un deseo que en aquel mundo rural no tiene nombre ni espacio. Entre ambos surge una relación que nada tiene que ver con el amor en el sentido convencional, pero sí con una especie de reconocimiento profundo, en busca de una salvación que inevitablemente ha de pasar por la mirada del otro.

Adolfo García Ortega escribe con una serenidad que parece heredada de otra época, a través de una prosa contenida y luminosa, que no juzga, que deja que la emoción se filtre sin hacer ruido. La novela se mueve entre la vida que se impone y la vida que se sueña, subrayando ciertos elementos, como la maternidad frustrada o la identidad prohibida, para hacer de la memoria una fuerza a la que asirse, incluso cuando ya no queda nadie para recordar. O eso parece.

Hay escenas que se quedan adheridas a la piel: los silencios de Selva, el paisaje rural detenido ante la llegada de la modernidad, la presencia fantasmática de la madre; todo ello narrado sin prisa, como si el libro pidiera ser leído con la paciencia de quienes escuchan lo que no está dicho del todo.

Y, sin embargo, lo que más conmueve es que Madre mujer muerta nace de un lugar inesperado, que el autor nos revela en el “Prefacio” que ocupa las primeras páginas del libro, y que tiene que ver con su pasado familiar. Esa raíz íntima late en el pasar de cada página y convierte la novela en un gesto de reparación, de justicia hacia quienes nunca pudieron contar su propia historia.

Si se mira con perspectiva, esta novela se inscribe con naturalidad en el mapa narrativo del autor, pero a la vez abre un territorio distinto. Desde sus primeras novelas hasta obras más recientes como Una tumba en el aire o El gran viaje, García Ortega ha transitado siempre entre la memoria, la identidad y la historia. Sus personajes suelen moverse en zonas intermedias, entre lo que fueron y lo que nunca pudieron llegar a ser.

En Madre mujer muerta reaparecen todas esas obsesiones, pero con un tono mucho más íntimo. Si en su novela anterior predominaba la amplitud del espacio y el tiempo un viaje que se repite en tres épocas diferentes, aquí todo se estrecha: el pueblo, las familias, los secretos, la herida silenciosa del deseo. Es como si la mirada del autor se hubiera acercado hasta tocar el núcleo mismo de su propio pasado, sin renunciar a la sensibilidad social que siempre lo acompaña. Sin embargo, hay algo que ambas novelas comparten: la necesidad de entender lo que sucedió, ya sea a través de un viaje físico o de un viaje interior, pero siempre apelando a ese retroceder  porque, como ya escribí en la reseña de El gran viaje, «el tiempo es lo único que tiene el verdadero poder de la digresión, de situarnos ante las diversas bifurcaciones que modelan el viaje individual de la existencia».

También sobresale, en esta nueva novela, algo que ya aparecía en otros libros, pero que aquí adquiere un peso especial: la exploración del silencio. El de Galia ante la vida que no puede elegir, el de Luis Selva ante la identidad que no puede nombrar, el de una Castilla que empieza a cambiar sin saber que cambia. Ese silencio es el hilo que une esta novela con las anteriores, pero también lo que la hace distinta y única: 

Aparte de en su poesía, nunca Adolfo García Ortega había escrito tan cerca de sí mismo, tan a ras de piel.

En resumen, Madre mujer muerta es una novela que hiere sin estridencias, que entiende sin moralizar, que acompaña sin pedir permiso, y que al final deja en el lector la sensación de haber recibido el regalo de un instante memorable que no nos pide otra cosa que seguir leyéndole.

Adolfo García Ortega. Madre mujer muerta. Galaxia Gutenberg, 2025.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Veníamos de la noche. Ernesto Pérez Zúñiga (Reseña)


En Veníamos de la noche, Ernesto Pérez Zúñiga construye una conmovedora e intrigante historia sobre la complejidad de las relaciones humanas, las búsquedas artísticas, la identidad, la redención, la locura y el amor. 

Las contradicciones de la sociedad contemporánea y de la conciencia habitan en esta absorbente novela, donde el resplandor de Roma, con sus claroscuros, es un personaje más.

Veníamos de la noche, de Ernesto Pérez Zúñiga, pertenece a esa rara estirpe de novelas que obligan al lector a detenerse, a respirar, a mirar hacia dentro y, por supuesto, a volver a ella una vez acabada su lectura.

«Sigo empeñado en escribir esta historia, en reescribirla, mejor dicho, por séptima u octava vez. Quizás porque todavía soy incapaz de comprender a la verdadera Lucía, de verla como fue, incluso de describir sus rasgos con acierto, cegado aún por la envoltura de luz que la rodeaba aquella mañana en la Academia, cuando llegó; una envoltura que, durante un tiempo, me impidió percibir la oscuridad pegada a su piel y a sus gestos».

De esta manera se refiere el narrador a Lucía, su protagonista, en las primeras páginas de la novela. Lucía viaja a Roma con una beca de la Academia de España. Lo hace con el propósito declarado de “pintar el cielo de Roma... " ¿Se trata de recuperar su vocación pictórica, o de reinventarse? Tiene cuarenta y nueve años, un matrimonio asfixiante, que acaba de romper, y un pasado del que no podrá desprenderse fácilmente.

En este contexto, el escenario luminoso y antiguo de Roma se transforma para ella en un espejo, cuyo reflejo no es solo fondo, sino un personaje más que la acompaña, la vigila y, por qué no, el espacio en el que hallar la redención, sea cual sea su culpa.

Ernesto Pérez Zúñiga despliega una prosa que se adapta a la perfección al ambiente pictórico y cultural en que se mueven sus personajes. Sus frases avanzan por las páginas,  precisas, rebosantes de luz, como trazos sobre el lienzo, cargadas de una melancolía que nunca llega a ser lamento. Las calles, los lugares, los atardeceres romanos, se transforman en metáforas de lo que se puede perder pero, sobre todo, de lo que todavía puede ser salvado.

La novela se mueve en diferentes planos que nos hablan del arte, del amor, de la culpa, del deterioro o de la redención, pero que podemos reubicar bajo el paraguas de dos temas principales: el retrato íntimo de una mujer que busca sentido en el arte y un thriller psicológico que insinúa sombras de un pasado demasiado cercano para poder dejarlo a un lado.

Hay en el texto una tensión sutil —la sensación de que algo acecha o de que la belleza también puede causar dolor—, sin embargo, lo que realmente sostiene la narración es la eterna pregunta sobre la creación: ¿puede el arte reparar lo que la vida rompe?

Si algo define a Veníamos de la noche es su fe incondicional en la belleza. En tiempos de ruido y prisa, Pérez Zúñiga nos propone un regreso a la pausa, a la mirada lenta, a la profundidad. Roma y Lucía son, en el fondo, dos nombres para una misma búsqueda: la de quien, a pesar de todo, aún cree que del caos puede nacer la luz.

Veníamos de la noche es una novela ambiciosa y hermosa, que mezcla como pocas el arte, la culpa, el deseo de libertad, con la ciudad; y lo hace a través de un estilo en el que merece la pena detenerse, pero también con la intensidad narrativa y el peligro de una novela de acción, en la que no faltan la intriga y el misterio, incluso la violencia. Si bien no es “ligera”, termina recompensando al lector que acepta el reto de entrar en su atmósfera, de dejarse llevar por su tempo y atrapar por sus imágenes y su tensión interior.

Como en otras obras del autor (la imprescindible No cantaremos en tierra de extraños o Escarcha), el lenguaje tiene un peso casi espiritual en la novela. Sin embargo, las referencias pictóricas, literarias y filosóficas no entorpecen la lectura, sino que la enriquecen, construyendo un diálogo constante entre arte, memoria y deseo. Es cierto que es una novela que exige que el lector despliegue en sus páginas toda su atención, pero le recompensa el esfuerzo a base de una intensa tensión narrativa que nunca abandona la belleza.

En resumen, Veníamos de la noche, es una novela que nos abre las puertas a ese arte narrativo, con mayúscula, tan difícil de encontrar en muchas mesas de novedades–, que va más allá de la historia convencional, porque escarba en la "envoltura" engañosa de la luz, con la única intención de dejarnos  un  mensaje entre  líneas que trasciende a la piel, de los personajes y del lector:

No venimos de la oscuridad para quedarnos en ella, sino para aprender a mirar lo que brilla.

Ernesto Pérez Zúñiga, Veníamos de la noche. Galaxia Gutenberg, 2025.




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