Finales del siglo XIX. La joven Galia Cervino busca un lugar en el mundo donde ser feliz. Sin embargo, el mundo en el que vive es una maraña de obstáculos y dificultades que presagian el drama, en lo social y en lo físico. Celia cruzará su vida con la de Luis Selva, un médico culto, solitario y atormentado por su naturaleza homosexual, quien la rescatará de su destino y reconstruirá la historia de la joven con consecuencias imprevisibles, llegando a un límite que no siempre es fácil de traspasar: él querrá ser ella, como redención y como venganza. […] Madre mujer muerta es una novela realista cargada de un simbolismo que sigue siendo actual. Por sus páginas sobrevuela una España de desigualdades y divisiones, preludio de las grandes crisis del siglo XX, encarnadas en Galia y Luis, dos personajes memorables que buscan a ciegas un espacio propio y libre.
Madre mujer muerta es uno de esos libros que te atrapan nada más empezar a leer, con una primera frase memorable: «¿Qué mirar?, pensó ella. Tan solo el vacío de una carretera en el crepúsculo»; y una fecha exacta que nos transporta al «rígido otoño» de 1889, en el interior de una diligencia, con nombre propio, por cuya ventana todos querremos mirar.
Adolfo García Ortega nos traslada a la Castilla de finales del XIX, donde el aire huele a cambios que llegan tarde para la inmensa mayoría, a través de un relato que avanza con calma, que mide cada uno de sus pasos para que la historia y la emoción del lector se sincronicen en un mismo movimiento. Y es precisamente en ese ritmo donde la historia despliega su mayor verdad.
La protagonista, Galia Cervino, vive atrapada en un tiempo que no la deja ser ella misma. Sobrevive como tantas mujeres de su época, empujada hacia un destino que otros han decidido ya. Frente a ella aparece Luis Selva, un médico culto y silencioso que carga con su propia marginación causada por un deseo que en aquel mundo rural no tiene nombre ni espacio. Entre ambos surge una relación que nada tiene que ver con el amor en el sentido convencional, pero sí con una especie de reconocimiento profundo, en busca de una salvación que inevitablemente ha de pasar por la mirada del otro.
Adolfo García Ortega escribe con una serenidad que parece heredada de otra época, a través de una prosa contenida y luminosa, que no juzga, que deja que la emoción se filtre sin hacer ruido. La novela se mueve entre la vida que se impone y la vida que se sueña, subrayando ciertos elementos, como la maternidad frustrada o la identidad prohibida, para hacer de la memoria una fuerza a la que asirse, incluso cuando ya no queda nadie para recordar. O eso parece.
Hay escenas que se quedan adheridas a la piel: los silencios de Selva, el paisaje rural detenido ante la llegada de la modernidad, la presencia fantasmática de la madre; todo ello narrado sin prisa, como si el libro pidiera ser leído con la paciencia de quienes escuchan lo que no está dicho del todo.
Y, sin embargo, lo que más conmueve es que Madre mujer muerta nace de un lugar inesperado, que el autor nos revela en el “Prefacio” que ocupa las primeras páginas del libro, y que tiene que ver con su pasado familiar. Esa raíz íntima late en el pasar de cada página y convierte la novela en un gesto de reparación, de justicia hacia quienes nunca pudieron contar su propia historia.
Si se mira con perspectiva, esta novela se inscribe con naturalidad en el mapa narrativo del autor, pero a la vez abre un territorio distinto. Desde sus primeras novelas hasta obras más recientes como Una tumba en el aire o El gran viaje, García Ortega ha transitado siempre entre la memoria, la identidad y la historia. Sus personajes suelen moverse en zonas intermedias, entre lo que fueron y lo que nunca pudieron llegar a ser.
En Madre mujer muerta reaparecen todas esas obsesiones, pero con un tono mucho más íntimo. Si en su novela anterior predominaba la amplitud del espacio y el tiempo –un viaje que se repite en tres épocas diferentes–, aquí todo se estrecha: el pueblo, las familias, los secretos, la herida silenciosa del deseo. Es como si la mirada del autor se hubiera acercado hasta tocar el núcleo mismo de su propio pasado, sin renunciar a la sensibilidad social que siempre lo acompaña. Sin embargo, hay algo que ambas novelas comparten: la necesidad de entender lo que sucedió, ya sea a través de un viaje físico o de un viaje interior, pero siempre apelando a ese retroceder porque, como ya escribí en la reseña de El gran viaje, «el tiempo es lo único que tiene el verdadero poder de la digresión, de situarnos ante las diversas bifurcaciones que modelan el viaje individual de la existencia».
También sobresale, en esta nueva novela, algo que ya aparecía en otros libros, pero que aquí adquiere un peso especial: la exploración del silencio. El de Galia ante la vida que no puede elegir, el de Luis Selva ante la identidad que no puede nombrar, el de una Castilla que empieza a cambiar sin saber que cambia. Ese silencio es el hilo que une esta novela con las anteriores, pero también lo que la hace distinta y única:
Aparte de en su poesía, nunca Adolfo García Ortega había escrito tan cerca de sí mismo, tan a ras de piel.
En resumen, Madre mujer muerta es una novela que hiere sin estridencias, que entiende sin moralizar, que acompaña sin pedir permiso, y que al final deja en el lector la sensación de haber recibido el regalo de un instante memorable que no nos pide otra cosa que seguir leyéndole.
Adolfo García Ortega. Madre mujer muerta. Galaxia Gutenberg, 2025.





