Una
de las características que marcan el devenir del siglo XVIII, en lo
que a la literatura se refiere, es la concepción de un teatro que
busca un nuevo camino en el que abrirse paso, influenciado por la
cultura “ilustrada” procedente de Europa, cultura que está
presente también en las otras artes. Una nueva cultura que se rebela
contra el barroquismo anterior cargado de efectos y de complejidad.
Pero, como en la sociedad, el teatro queda dividido en dos grupos
irreconciliables: los que buscan en él la oportunidad de mostrarle
al público el progreso y la ilustración, y los conservadores, que
ven peligrosas las nuevas concepciones artísticas basadas en la
razón y la educación. Surgen así dos corrientes teatrales: la
tradicionalista, que propugna la continuación de lo anterior, y la
corriente innovadora que, con la vista puesta en Francia e Italia,
intenta salir del casticismo y del populismo heredado, para enseñar,
deleitando, según proponen, por ejemplo, dos de los personajes más
influyentes del siglo XVIII, Luzán, en su Poética, o
Jovellanos en su obra Memoria para el arreglo de la policía de
los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en
España.
Leandro
Fernández de Moratín (1760-1828) creyó acertado ponerse del lado
de la influencia cultural que venía de Francia, para tratar así de
atajar el atraso y el tradicionalismo imperantes en España. Una de
sus piezas más famosas es La comedia nueva o el café,
estrenada en 1792, no sin dificultades, ya que tuvo que afrontar
cinco censuras antes de ser aprobada, pues se había corrido la voz
de que se trataba de un “libelo inflamatorio”, según refiere él
mismo en la Advertencia que antepuso a la edición original.
En la mencionada obra, “Moratín desarrolla una crítica
inteligente de los excesos de los autores dramáticos y de la comedia
de su tiempo”.
Moratín intenta, con esta obra, adentrarse en un tema vital en la
concepción de su teatro: la necesidad de reformar el teatro español
desde el mismo escenario, un “metateatro” que lograra la difícil
tarea, aunque fuera de una forma subliminal, de ilustrar al público
del futuro, pero sin dejar este de ser, a su vez, un divertimento.
Sin
embargo, pese a esta actitud crítica, Moratín no llega en su texto
a la crítica exacerbada de su padre, el también dramaturgo Nicolás
Fernández de Moratín, o de Luis José Velázquez, “quienes
calificaron a Lope de Vega y a Calderón de la Barca como corruptores
del teatro español”.
Para Moratín, hijo, los grandes dramaturgos de nuestra Edad de Oro,
tienen su mérito, y así lo manifiesta en la escena VI del segundo
acto de la obra en cuestión, cuando pone en boca de uno de los
personajes, Don Pedro, “Ahora compare usted nuestros autores
adocenados del día con los antiguos, y dígame si no valen más
Calderón, Solís, Rojas, Moreto, cuando deliran, que estotros cuando
quieren hablar en razón” (Acto II, escena VI, pág. 132).
Como
bien apunta Manuel Fernández Nieto, en la “Introducción” de La
comedia nueva o el café (Moratín, 2017: 27), el único género
que cultivó Moratín fue la comedia ya que, según decía, con ella
era posible orientar hacia la «verdad y la virtud». Esto le
permitió poner toda su atención en la burguesía, estamento en el
que debían reflejarse las clases inferiores. Las clases sociales
elevadas eran poco valoradas por los ilustrados y ya se ocupaban de
ellas los autores de tragedias.
La
comedia nueva o el café tiene una estructura lineal que
se atiene a las reglas de las tres unidades: acción, lugar y tiempo,
como propugnan los cánones de la comedia neoclásica. Está dividida
en dos actos que se desarrollan en el mismo lugar: un café cercano
al teatro donde se ha de representar la obra El gran cerco de
Viena, que sirve de fondo en el argumento del texto dramático.
Sin embargo, como señala Juan Luís Alborg (Alborg, 1974: 640),
Moratín roza la inverosimilitud al tener que constreñir la
obra a un solo lugar –un café situado al lado del teatro– y
comprimir la acción a dos horas, entre las cuatro y las seis de la
tarde.
Aunque,
como hemos dicho arriba, la obra se divide en dos actos, sí presenta
su estructura la división tradicional tripartita de presentación,
nudo y desenlace, necesaria para lograr la verosimilitud del texto.
Así, la presentación ocuparía el primer acto completo, y si
tenemos que definir la idea que se deduce de este espacio de tiempo,
utilizaremos un término que usa Don Antonio en la escena primera de
la obra: francachela, ya que en ella se produce la celebración
de un hecho no consumado, el triunfo imposible de un despropósito en
forma de obra de teatro. El nudo va desde el principio del segundo
acto hasta el final de la escena IV; en este caso, la palabra que
mejor lo definiría sería la de tragedia, símbolo, a la vez,
de la obra que ha de representarse y de lo que ha de suceder en las
escenas que componen dicha parte (y en la España de la época si se
empeña en seguir por el camino de la “desilustración”). Y el
desenlace ocupa desde la escena V hasta el final; aquí la palabra
imprescindible será esperanza; todo el peso de la obra se
soporta en este final feliz que plantea Moratín, no puede ser de
otra manera. Don Pedro, a la manera de los buenos gobernantes, trata
de imponer el orden sobre el caos imperante. De alguna manera, la fe
en la comprensión del público futuro está también presente, ya
que son sus pataleos los que corroboran los vaticinios de Don Pedro;
un público que no puede ser ignorado o dirigido sin orden ni
concierto, sino aleccionado en el buen criterio de la moralidad y las
reglas. Veamos entonces su construcción.
El
acto primero está dividido en 6 escenas, que se distribuyen de la
manera siguiente:
E.
1: Don Antonio y el camarero Pipí presentan la obra. Ellos, de
alguna manera, serán los canalizadores de la narración argumental
del texto, presentando a los personajes y dando cuenta de algunas
pinceladas que se desarrollarán en el transcurrir del tiempo
narrativo.
E.
2: Entra en escena don Pedro, que será el encargado de plantear las
enseñanzas de la obra neoclásica.
E.
3: Aparece el autor de la obra que se representará por la tarde,
pero no se da a conocer, aunque sí intentará convencer a los otros
de las excelencias de su trabajo.
E.
4: Aparece en escena la “erudición” de don Hermógenes, que
provoca la salida del escenario de don Pedro.
E.
5: Don Antonio, antes de hacer mutis también, trata de recuperar la
calma tras la tensión vivida en la escena anterior.
E.
6: Se descubren las verdaderas intenciones del “pedantón” don
Hermógenes.
El
segundo acto se divide en nueve escenas:
E.
1: Se presentan todos los personajes que rodean al autor.
E.
2: Doña Mariquita, hermana del autor, desconfía de la erudición de
su pretendiente y muestra la sencillez de sus valores.
E.
3: Regresa el autor con la pésima noticia de la escasa venta de la
publicación de su obra.
E.
4: Gracias al retorno de don Antonio se descubre que, a causa del mal
funcionamiento del reloj de don Hermógenes, el autor y sus amigos se
han perdido el primer acto de la obra.
E.
5: La banal conversación que mantienen Don Antonio y Pipí sirve de
intervalo entre el nudo y el desenlace de la comedia.
E.
6: Don Pedro da cuenta del despropósito de la obra y del escándalo
que está a punto de producirse en el teatro.
E.
7: Se adivina el fatal retorno del autor y su comparsa.
E.
8: Se confirma el total fracaso de la obra y se consuma la deserción
de don Hermógenes.
E.
9: Desenlace de la obra, con la enseñanza moral a cargo del
benefactor don Pedro.
Personajes
principales y secundarios
Apunta
Loreto Busquets, en su trabajo “Modelos humanos en el teatro
español del siglo XVIII” que «Los modelos humanos que ofrece el
teatro neoclásico presentan una doble cara: una innovadora
revolucionaria y otra conservadora. Esta doble vertiente no es el
resultado de una contradicción, de la infiltración de un pasado
irreductible hispánico en un ideario renovador europeo. Es la
expresión coherente de la ideología burguesa revolucionaria, la
cual lleva en su seno los elementos conservadores que aseguran la
persistencia del sistema que se pretende instaurar» (Busquets
2003:1). Y, si queremos buscar un lugar donde se ejemplifiquen dichos
modelos humanos, no lo hay mejor que La comedia nueva de
Moratín.
Al
hilo de lo que acabamos de decir, tal vez sería errado distribuir a
los personajes de esta obra en principales y secundarios ya que, como
modelos humanos, la personalidad y el comportamiento de cada uno
aporta su impronta en la caracterización educativa que Moratín
quiere dar a su obra. Cada cual en su parcela, todos representan la
parte de la sociedad en la que viven, todos son los artífices de los
pocos aciertos y de las muchas miserias que el futuro ha de
erradicar. Detengámonos un instante en cada uno:
Don
Pedro: Don Pedro de Aguilar es el personaje conductor de la
comedia. Se nos presenta como un hombre comedido y taciturno, algo
seco en su encuentro con los demás. Pero, cuando habla, hallamos en
él al modelo del ideal ilustrado que, a la postre, será quien
aporte la solución a un problema que nace de la incultura de un país
que se empeña en mantener al pueblo entretenido en el fasto de un
teatro del engaño que nada tiene que ver con la realidad. Y lo hará,
diciendo siempre la verdad. Así le oímos en la escena II del primer
acto:
Don
pedro: […] Yo soy el primero en los espectáculos, en los
paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con el
estudio; tengo pocos, pero buenos amigos, y a ellos debo los más
felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares
soy raro algunas veces, siento serlo; pero ¿qué he de hacer? Yo no
quiero mentir, ni puedo disimular, y creo que el decir la verdad
francamente es la prenda más digna de un hombre de bien. (Acto I,
esc. III, pág. 78)
Sin
ninguna duda, este personaje es el trasunto de Moratín, la imagen
que don Leandro quiere dar de sí mismo.
Don
Antonio: persona ilustrada también, es el que mejor conoce a Don
Pedro, y será el encargado de darlo a conocer a través de la
conversación que tiene con el camarero y luego con el mismo Don
Pedro.
Don
Antonio: Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted.
Todos aprecian su talento, su instrucción y su probidad; pero no
dejan de extrañar la aspereza de su carácter.
Don
Pedro: ¿Y por qué? Porque no vengo a predicar al café.
Porque no vierto por la noche lo que leí por la mañana. Porque no
disputo, ni ostento erudición ridícula, como tres, o cuatro, o diez
pedantes que vienen aquí a perder el día y a excitar la admiración
de los tontos y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman
áspero y extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la
opinión que he seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe
hablar en público el que sea prudente. (Acto I, esc. III, pág. 79).
Sin
embargo, Don Antonio representa una postura diferente a la de su
interlocutor, mira las cosas desde arriba, guardando cierta
distancia, de una manera un tanto cínica. Él es quien lo sabe todo,
el narrador omnisciente de una historia no escrita que conoce a la
perfección. Por eso su meta no es decir la verdad, sino ser
condescendiente, su misión será poner la paz en el conflicto. Y
será también el complemento imprescindible en el desarrollo de las
ideas que Moratín nos propone en su argumento.
Don
Pedro: […] usted tiene talento y la instrucción necesaria
para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el
protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted y
elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar
iguales aplausos a lo más disparatado y absurdo; y con una rociada
de pullas, chufletas e ironías, hace usted creer al mayor idiota que
es un prodigio de habilidad. Ya se ve, usted dirá que se divierte;
pero amigo…
Don
Antonio: Sí señor que me divierto. Y por otra parte, ¿no
sería cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos a
ciertos hombres cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni
cómo es posible persuadirles? (Acto I, esc. III, págs. 82-83).
Por
eso, ambos personajes, Don Pedro y Don Antonio, forman un par
indivisible, son las dos caras de una misma moneda, la que representa
a la minoría social que ha de dirigir la sociedad del futuro.
Don
Serapio: es un apasionado del
teatro y, como tal, no se despega del autor de la comedia nueva que se representa en el teatro del Príncipe, que es donde “juega su
equipo”, los polacos.
En el otro, el de la Cruz,
están sus adversarios, los chorizos,
a los que no dudará en enfrentarse, sin un motivo claro, sin tener
en cuenta la calidad de la obra o de la puesta en escena. Es un
personaje imprescindible en la obra ya que representa a esa mayoría
aficionada al teatro aparatoso y efectista de las obras, como El
gran cerco de Viena, tan
de moda en la época, con el que Moratín pretendía luchar. Por eso
no le importa la calidad, sino la cantidad, y no dudará de liarse a
palos con el que no esté de su lado, aunque sea portador de la
razón. Él es, también, como amigo incondicional, quién propone la
idea de casar a la hermana del autor con don Hermógenes.
Don
Hermógenes: hay varios
calificativos en la obra que definen el carácter de este personaje:
pedantón, erudito a la
violeta, siempre
pronunciadas por Don Pedro, hecho que deja claro su total
antagonismo. Don Hermógenes es el exagerado portador de un saber
superficial que no duda en emplear a cada instante, tratando de darse
una importancia que nunca tendrá, pensando que, quizá, con esa
actitud, nadie se dará cuenta de su verdadera frustración, la de
saberse un don nadie. Sin embargo, confía en que ese saber
superficial sea suficiente para colocarlo a la altura necesaria que
le permita consumar el engaño de dar a entender que tiene lo que no
tiene. Por eso no duda en arrimarse a un autor novel que, a su vez,
creerá haber encontrado en él al mejor justificante de la bondad de
su trabajo; y verá de justicia, solicitar a su protegido, si este
gana lo suficiente, el pago de sus facturas, aunque para conseguirlo
tenga que cargar en matrimonio con la hermana del ínclito futuro,
mujer hacendosa a la que, probablemente, no hará ni caso. De hecho,
ya lo hace. Este personaje es el estereotipo al que Moratín critica
más duramente. Es posible que, al crearlo, don Leandro se inspirara
en un personaje real, y este, al ver su reflejo en el personaje,
considerara la obra como un insulto.
Don
Eleuterio: es el autor novel que, después de perder el trabajo a
causa de la muerte del Señor al que servía, decide hacerse escritor
para dar de comer a su familia: su boda secreta con una de las
criadas de su antigua amo le ha convertido en padre de cuatro
criaturas. Para conseguirlo, con la ayuda de su esposa y la
complicidad de don Serapio, decide hacerse poeta y escribe la obra
más grandilocuente que saberse pueda, El gran cerco de Viena.
Es esta una de esas comedias heroicas que tanto éxito tenían en el
siglo XVIII, ya que la gente gustaba de ver grandes movimientos
escénicos con todo lujo aparatos y efectos que lograban empequeñecer
incluso al barroquismo anterior; la gente no quería pensar, sino
entretenerse. Y es tanta la simplicidad del personaje, que no cae en
la cuenta de que, para lograr una cosa así, se necesita una
preparación específica y el trabajo de muchos años. Piensa que el
talento es algo al alcance de cualquiera y que, si otros lo poseen,
también puede poseerlo él. Sin embargo, en su ser profundo, Don
Eleuterio es un hombre responsable, preocupado por su entorno: tiene,
como hemos dicho, mujer y cuatro hijos, y una hermana que mantener; y
sería capaz de cualquier cosa para lograrlo. Y es precisamente su
falta de formación la que le precipita a lanzarse al vacío sin
pensar en el fracaso, porque lo que el busca no es arte, sino un
trabajo. En el fondo, es lo mismo que busca don Hermógenes, pero con
la diferencia de que, este último, el beneficio quiere encontrarlo
en el trabajo del otro, por lo que recurre siempre al engaño. Don
Eleuterio, envalentonado por los falsos halagos del erudito de
pacotilla y los ánimos del forofo, hace de un mal trabajo un bodrio
infumable, pero revestido de un bonito y ostentoso papel de regalo.
Moratín
construye con este personaje el ejemplo de lo que no se ha de ser.
Pero, para justificar la enseñanza moral de la obra, busca también
en él su lado bondadoso, así termina dirigiendo sus pasos hacia un
futuro cierto, lejos de patanes y chamarileros que lo único que
quieren es sorber el espíritu de los inocentes sin formación. Por
ello son necesarias unas palabras de arrepentimiento:
Don
Eleuterio: […] Yo, señor, seré lo que ustedes quieran:
seré un mal poeta, seré un zopenco; pero soy hombre de bien. Ese
picarón de don Hermógenes me ha estafado cuanto tenía para pagar
sus trampas y sus embrollos, me ha metido en nuevos gastos, y me deja
imposibilitado para cumplir, como es regular, con los muchos
acreedores que tengo. (Acto II, esc. IX, pág. 148).
Doña
Agustina: casada, y con cuatro hijos. Su único sueño es mejorar
su situación económica y busca el camino más corto para lograrlo.
Es una mujer instruida que conoce a la perfección cómo se vive en
un escalafón superior, lo aprendió siendo la criada de la casa en
la que conoció a su marido, Don Eleuterio. No es conformista, como
su cuñada, y está harta de la casa y de la maternidad; cuando
conoce a Don Hermógenes, lo ve como el portador de los conocimientos
que a ella le faltan para encauzar el camino del éxito, en manos de
su marido como autor, y ella ha de estar a su lado cuando lo logren.
Es una mujer moderna que critica a la hermana de su marido, no por lo
que hace, sino por lo que deja de hacer, por eso trata de inculcar en
la joven el afán de aprender. Pero, en el fondo, es el personaje más
vulnerable de la obra. Estamos en el siglo XVIII y este no es el
papel que se espera de una mujer. Moratín construye para ella el
puente perfecto para pasar de la rabia que surge de verlo todo
perdido, a la alegría de ver consumado su sueño. Don Pedro le hace
el mejor regalo que una mujer de su clase puede soñar: le regala una
vida mejor, le cierra la boca con la posibilidad de un estatus
superior, aunque este sea el retorno a su estatus anterior. En el
fondo, lo que hace Moratín es dejar clara su postura ante los
primeros brotes del feminismo del futuro, con el que, por supuesto,
él no está de acuerdo.
Doña
Mariquita: cumple con el papel que se espera de la mujer:
casarse, ser hacendosa en la casa, tener hijos… Y no cree que el
camino de la instrucción sea el papel apropiado para ella. Moratín
la sitúa en el centro de los estereotipos que ha creado: hermana del
autor, cuñada de la mujer con aspiraciones, pretendida por el
erudito…, y no construye ninguna equidistancia con los personajes
positivos de la obra. Nadie la critica por su actitud, porque doña
Mariquita es lo que se espera de una mujer. Pero, a la vez, podríamos
decir que, dentro del entorno que rodea a su hermano, es la única
persona con sentido común, que ve lo blanco, blanco y lo negro,
negro. Es el sentido común que surge de la inocencia, que surge de
la esencia de las cosas: la inocencia de una niña que aún no ha
sido maltratada por la vida, de la niña que solo quiere vivir como
mandan los cánones y en ningún momento se plantea que pueda existir
una vida mejor que la que tiene. Ella lo que pretende es encontrar un
marido que le permita hacer lo que de ella se espera: casarse, ser
hacendosa en la casa, tener hijos…
Pipi:
es el camarero del café donde se desarrolla la acción. Pero
esta situación no le coloca en el papel de personaje secundario ya
que es el representante de la clase más baja, la del que ocupa un
oficio, imprescindible en cualquier sociedad. Esto le convierte en un
ser privilegiado: él, como tantos en su profesión, si el local en
el que trabajan es frecuentado por la clase acomodada, será el oído
de sus clientes, cuando estos estén solos; y no repararán en él,
cuando estén acompañados. Por eso ha de saber callar, o ser fuente
de información cuando se lo requieran. Moratín lo emplea para
presentar al resto de personajes a través de las confesiones que le
hará a un don Antonio que, a la vez, le irá tirando de la lengua.
Puede que su ingenuidad le coloque en el personaje más cercano a las
verdaderas inquietudes del público, un personaje que pasaría
desapercibido si se mezclara con él, si en la butaca de al lado
uniera su risa y su aplauso a los de cualquiera de los asistentes a
la función. Pipí, en La comedia nueva o el café, es la voz
del pueblo.
Como
vemos, todos los estamentos de la sociedad de la época se pueden dar
por aludidos en La comedia nueva o el café, al ser
caracterizados a través de los personajes de una forma exagerada,
cercana a la caricatura. Tal vez por eso, el mismo Moratín
quiso dejar claro que su personaje principal no se refería a nadie
en particular (se decía que hacía referencia explícita a Luciano
Francisco Comella, uno de los más famosos dramaturgos de la época),
cuando escribió: «De todos los escritores ignorantes que abastecen
nuestra escena de comedias destinadas, de sainetes groseros, de
tonadillas necias y escandalosas, formó un don Eleuterio; de muchas
mujeres sabidillas y fastidiosas, una doña Agustina; de muchos
pedantes erizados, locuaces, presumidos de saberlo todo, un don
Hermógenes; de muchas farsas monstruosas […], formó El gran
cerco de Viena; pero ni aquellos personajes ni esta pieza
existen».
El
tiempo y el espacio
Alborg
nos recuerda en su Historia… que es Luzán quien expone en
su Poética la necesidad de que el teatro neoclásico recupere
las tres unidades clásicas de tiempo, lugar y acción,
y también que la obra dramática tenga un propósito docente o moral
y se ajuste a la verdad. (Alborg, 1974: 537). Este es el motivo por
el que Moratín ajusta el tiempo y el espacio a dichas reglas en aras
de una verosimilitud imprescindible: el tiempo es el que transcurre
entre las cuatro y las seis de la tarde. Este intervalo de dos horas
se ajusta al tiempo que se tarda en representar la obra y, para
ajustarlo más, si cabe, utiliza el recurso de detener el reloj de
don Hermógenes en “las tres y media en punto”, con el que logra
romper el tedio que surge de tener que contar los minutos de una
manera lineal y precisa.
Por
su parte, toda la obra se desarrolla en un mismo escenario, el que
simula ser el interior de un café aledaño al teatro donde se
representará la ficticia obra del autor protagonista. Aquí el
Moratín nos alude, al principio de la obra, a una planta superior,
invisible a los ojos del espectador, pero audible, recurso que logra
dar amplitud a un espacio constreñido, obligatoriamente, a las tres
paredes de una única sala.
Con
estos recursos, Moratín intenta capacitar al espectador para ser
juez y parte de lo que se desarrolla en el escenario, y no el mero
observador de una ilusión óptica imposible; aunque, por otro lado,
también es consciente de la dificultad de su empeño, dado que el
espectador no está acostumbrado al teatro que surge de unas reglas
que no entiende y que, para colmo, vienen de fuera.
Don
Antonio: […] Reglas son unas cosas que usan allá los
extranjeros, particularmente los franceses.
Pipí:
Pues, ya decía yo: esto no es cosa de mi tierra. (Acto 1, esc. I,
pág. 71).
El
lenguaje dramático
Como
subraya Jesús Cañas Murillo, refiriéndose a su faceta de
traductor, pero que hacemos extensible a su obra dramática original,
«Leandro Fernández de Moratín representa en su época, el papel de
un intelectual escrupuloso, conocedor del mundo de su siglo y deseoso
de contribuir a la difusión de textos importantes, y de calidad,
europeos en su país; un inteligente y excelente autor teatral,
especialmente dotado para la práctica dramática, con especial
sentido de, y olfato para, la teatralidad». No podemos estar más de
acuerdo con estas palabras, tras analizar la obra que tenemos entre
manos.
Moratín,
en La comedia nueva… es capaz de adaptar el lenguaje de cada
personaje a la situación y al mensaje que quiere transmitir. Para
ello acomoda cada registro lingüístico al requerimiento de la
situación, desde fastuoso y petulante lenguaje del “erudito a la
violeta” de Don Hermógenes –repleto de artificiales citas
rimbombantes del latín y del griego–, exagerado a propósito para
hacer patente la crítica de la impostura barroca que pretende
desterrar, hasta el lenguaje sencillo y sin pretensiones de un
Pipí-Pueblo, al que hace declarar que le gustan los versos (la
cultura tiene que ser atractiva en cualquier estamento social),
aunque no sepa discernir su calidad. Sin embargo, no hay versos en la
obra, salvo los que se adivinan tras el recitado de unos pocos
pertenecientes a la obra de Don Eleuterio, El gran cerco de Viena,
y los que refiere Pipí haber escuchado recitar en el piso de arriba
del café. En efecto, La comedia nueva… es la primera
comedia en la que Moratín utiliza la prosa. Tal vez lo hace pensando
en el carácter didáctico que quiere dar a su obra, y dado que es en
prosa como se escriben los ensayos, género predilecto del
neoclasicismo erudito del siglo de las luces. Moratín también es un
teórico, y es en prosa como se entiende la teoría que pondrá en
boca de Don Pedro y Don Antonio para aleccionar al público.
En
cuanto a las acotaciones –tan presentes en sus traducciones de las
obras extranjeras–
no son apenas necesarias a lo largo de la obra, y solo las emplea en
algunos momentos para dotar de movilidad a algún personaje y
situarlo en la escena. Así, el verdadero protagonista del texto es
el propio lenguaje utilizado por los personajes en su diálogo, un
diálogo sin artificios que ha de ser percibido por el espectador
como algo cotidiano, como algo que surge de la naturalidad y que ha
de permitirle ser parte del juego que se desarrolla en el escenario.
Esta afirmación se hace patente, por ejemplo, en la última escena
del segundo acto, la que pone fin a la obra, en la que se hace
necesario el entendimiento total de cada palabra pronunciada por los
personajes, ya que contiene la “moraleja” que ha de calar en cada
uno de los integrantes del público asistente a la representación.
Un
lenguaje sencillo para un argumento sencillo, pero que, sin embargo,
no deja de ser un crítica abierta e inteligente, no solo al teatro
anterior, sino también a la farsa que supone la presunción
petulante de tratar de alargar un clasicismo exagerado y mal
entendido cuyo origen hay que buscarlo en los excesos del barroco.
En
lo que se refiere a la elaboración del texto,
Moratín recurre a una sintaxis en la que prevalece la coordinación
y la yuxtaposición sobre la subordinación (parataxis), con unos
diálogos formados por oraciones cortas y directas en las que abunda
el asíndeton sobre el polisíndeton, aunque este último también
está presente, simulando a veces funcionar como una enumeración:
Pipí:
La primera. Si es mozo todavía. Yo me acuerdo… Habrá
cuatro o cinco años que estaba de escribiente ahí en esa lotería
de la esquina, y le iba tan ricamente; pero como después de
hizo paje, y el amo se le murió a lo mejor, y él se
había casado de secreto con la doncella, y tenía ya dos
criaturas, y después le han nacido otras dos o tres; viéndose
él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente ni habiente, ha cogido
y se ha hecho poeta. (Acto I, esc. I, pág. 73).
Encontramos
también multitud de exclamaciones que logran enfatizar el mensaje,
así como algunas interrogaciones, sobre todo en boca de Don Antonio,
usadas como un nexo para inducir, por ejemplo, a Pipí a seguir
hablando. En otras ocasiones, el énfasis se obtiene gracias al
hipérbaton, ya que, cambiando el orden de las palabras se logra
también una musicalización que atrae al oído del espectador: “Don
eleuterio: Y aun esta tarde pudieran cantarla si usted me
apura (…)” (Act. I, es. III, pág. 76); como se puede ver,
físicamente, no existe exclamación, pero el cambio del orden lógico
de la frase (pudieran cantarla esta tarde, si usted me apura)
eleva el nivel tonal de la primera parte de la frase.
En
el campo de la significación, es la metáfora la que sobresale, a
veces en boca de Pipí, que hace gala de su saber popular, al
recurrir a la frase hecha que nace, quizá, de la transposición oral
de la literatura dramática sacada del contexto apropiado: “Si me
sopla la musa” ‘inspiración’ (Pipí, Ac. I, esc. I,
pág. 72); “Me pone a mí que ha de dar el golpe” ‘conseguir
el éxito’ (Pipí, Ac. I, esc. I, pág. 73); otras veces en
boca de Don Antonio: “¡Oh!, esto te lo fío” ‘dar
credibilidad’ (D. Antonio, Ac. I, esc. I, pág. 72); etc.
Pero
si buscamos una figura que sobresale sobre las demás, esta será la
ironía, ya que toda la obra se construye bajo su caparazón:
La comedia nueva o el café, busca, con este talante, hacer
mella en el espectador que, si es mínimamente inteligente, sabrá
encontrar en sus palabras el verdadero mensaje que el autor quiere
transmitir. Un ejemplo sobresaliente lo hallamos en la escena III del
primer acto, cuando Don Eleuterio menciona que le darán quince
doblones en pago, si la comedia gusta; a lo que Don Antonio contesta,
preguntando a su vez, ¿si no eran veinticinco?; y sigue Don
Eleuterio: “No señor, ahora, en tiempo de calor, no se da más. Si
fuera por el invierno, entonces…” Ahora es cuando Don Antonio
utiliza una comparación, entre irónica y burlesca, que busca
confundir a su interlocutor, y lo logra con creces:
Don
Antonio: ¡Calle! ¿Conque en empezando de helar valen más
las comedias? Lo mismo sucede con los besugos.
Don
Eleuterio: Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan,
el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas
las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias
(…) Y luego son tantos a escribir y cada uno procura despachar su
género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas… (…)
(Acto I, Esc. III, pág. 84)
Como
podemos apreciar, la verdadera intención de Leandro Fernández de
Moratín, al concebir su comedia, no tiene otro fin que el de
demostrar que el teatro que se hace en esa época no es más que pura
mercadería.
Otros
aspectos
El
teatro español transita, a lo largo de su historia, por diferentes
fases que lo hacen característico y único, desde la magnificencia
del Siglo de Oro, hasta el nuevo teatro del siglo XXI, tan
influenciado por la posibilidad de transmisión que brindan las
nuevas tecnologías y las redes sociales; sin olvidar, por ejemplo,
el teatro realista del XIX; el esperpento de Valle-Inclán; el teatro
visceral de Lorca; el que ahonda en las tradiciones de la tierra, de
Alejandro Casona; o el teatro crítico de Alfonso Sastre y Buero
Vallejo.
Hoy,
como entonces, las salas teatrales intentan encontrar el modo
adecuado de atraer a un público cada vez más saturado de propuestas
¿culturales? y de entretenimiento. Y no lo tienen fácil. Si en el
siglo XVIII era el teatro el espectáculo por excelencia, hoy en día
lo es el cine o la “televisión a la carta”, ambos accesibles en
dispositivos de múltiples formatos. Series, películas y obras de
teatro son consumidas por millones de personas en todo el mundo, a
través de las posibilidades que te brinda internet, con plataformas
como Youtube, Netflix o la televisión por cable.
Por eso se hace imprescindible la labor mediadora de las
instituciones oficiales, como pueden ser el Ministerio de Educación
y Cultura o las diferentes Consejerías de las Comunidades Autónomas.
Premios, como el Nacional de Teatro, los Max o los de la Unión de
Actores, son también un aliciente para la creación y para la
continuidad de los montajes teatrales. Hay que subrayar la labor que
realizan, en la producción y difusión del teatro, las compañías
nacionales, como la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el Centro
Dramático Nacional o el Teatro de la Zarzuela, de Madrid, que llevan
sus montajes por toda España, más allá de sus sedes oficiales en
la capital.
Sin
embargo, a veces pienso que aquella espectacularidad aparatosa que
Moratín trataba de combatir con su Comedia nueva, es hoy la
protagonista de la recuperación de algunas salas teatrales –sobre
todo en las grandes ciudades– abocadas a su desaparición o a la
reconversión en centros comerciales. Me
refiero a los grandes musicales, capaces de mantener su cartel
durante años, llenando cada día las butacas de un mismo escenario,
gracias a sus montajes cargados de grandes efectos, aparatos
escénicos y mínimos argumentos. El más claro ejemplo lo tenemos en
el internacionalísimo montaje El rey león, con libreto de
Roger Allers e Irene Mecchi y canciones de Elton John y Tim Rice,
cuyo estreno se produjo en el Teatro Lope de Vega de Madrid en 2011 y
que ya han visto más de seis millones de espectadores.
Pedro Turrión Ocaña
Bibliografía
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Cuaderno
Pedagógico 29. Madrid:
Compañía
Nacional de Teatro Clásico. Disponible para su descarga en
http://teatroclasico.mcu.es/