Dentro del volumen colectivo titulado Dramaturgas españolas en la escena actual, editado en 2011 por Castalia, y cuya recopilación corre cargo de la profesora de la UNED Raquel García-Pascual, encontramos el texto titulado Après moi, le deluge (Después de mí, el diluvio) (2007), de la autora Llüisa Cunillé. La obra fue un encargo del Teatro Lliure de Barcelona, dentro de su Proyecto de Autoría Textual a dramaturgos catalanes sobre temáticas de actualidad. En este caso, el tema a desarrollar surge del informe que en 2004 elabora la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) sobre los índices de mortalidad infantil en el mundo en relación con la malnutrición y el hambre. Aunque la autora va mucho más allá, y toca otras causas de mortalidad no menos importantes e impactantes, como puede ser la explotación infantil, tanto laboral –en los duros trabajos de extracción de mineral en las minas–, como militar –con los denominados “niños soldado”–, o la nula presencia de la mujer como parte importante del entramado por el que transita la obra y que se personaliza en la ausencia de la esposa del anciano congoleño y madre del niño; una mujer que solo se nos muestra como un objeto de usar y tirar que enseguida envejece. Los dos únicos personajes que aparecen en escena son el Hombre y la Intérprete. Sí, la Intérprete es una mujer, pero, como le ocurre a la madre del niño, también es una mujer invisible ya que las palabras que el espectador escucha de su boca son, en realidad, las palabras de un anciano congoleño que busca un futuro mejor para su hijo, un muchacho maltratado por la realidad que habita, al que le gusta jugar al futbol de portero, y cuyo único futuro, según el padre, está fuera de su país natal. Primero intenta convencer al hombre de que lo promocione en el futbol europeo y, ante su negativa, luego intenta que trabaje para él, ya sea de asistente o de chófer o de guardaespaldas o de músico, en Bélgica. Según el padre, el muchacho ha sufrido la guerra, ha sido obligado a matar, y estuvo a punto de morir cuando sus captores lo dejaron tirado en una cuneta pensando que ya había muerto, hasta que lo encontró la Cruz Roja. Todo menos quedarse y tener como único futuro la explotación cruel y sin escrúpulos de las mafias que surgen a raíz del hallazgo de un mineral imprescindible en las nuevas tecnologías, el coltán, cuyo mayor productor es el Congo. Este es un punto importante dentro del núcleo temático de la obra: el puro interés comercial de las grandes compañías multinacionales hace que sus dirigentes cierren los ojos a las injusticias que se producen en los países de origen de las materias primas, donde el concurso de las mafias locales abarata la producción de un producto que luego, en Occidente, multiplicará enormemente su precio, que no su valor.
En cuanto al espacio, toda la obra se desarrolla en la antesala de la habitación de un hotel de lujo, en Kinshasa. Es el hotel en el que se aloja el Hombre mientras hace sus negocios, de cuya legalidad dudamos, y donde habita la Intérprete que, cuando no trabaja, lo utiliza para tomar el sol, verdadera razón que la retiene allí. Esta pequeña habitación, fragmento de un hotel que aloja a occidentales, es el símbolo de la invisibilidad de todo un continente.
Es importante destacar el simbolismo argumental que, con gran maestría, administra Llüisa Cunillé ya desde el título: un título que se mantiene en francés, como reflejo de la distancia que marca la colonización extranjera en África y que se comporta como un muro infranqueable para el nativo que, para hacerse entender, tiene que recurrir al concurso profesional de una mujer, algo inconcebible en su cultura; un título que hace mención al diluvio, símbolo presente en la mitología y en La Biblia, en la que aparece como solución destructiva de la mano de Dios al pecado sin perdón, como símbolo de limpieza de una sociedad corrupta. Un nativo sin voz, sin palabra propia, que habla a través de la voz de una mujer y cuya única conexión que mantiene con la tierra son el sol y la desconfianza. Como ocurre en la realidad, el personaje africano es solo una silla vacía en un lugar que no le pertenece y al que nunca podrá aspirar. Y en cuanto al hijo, es solo una presencia efímera dentro de la conciencia del “mundo civilizado” y que, además, no tiene madre.
«El teatro –el arte– se pone a veces al servicio de la denuncia, bien por una necesidad íntima e inaplazable del artista, bien como una faceta más de la labor creadora y de su vivisección de la realidad». Con estas palabras comienza Ana Prieto Nadal su trabajo titulado “El horror invisible y el horror en escena…”, publicado en el número 22 de la revista Signa, en 2013. Esto quiere decir que, para hacer efectiva esta denuncia, el teatro –el arte– ha de vestirse con un traje hecho de realidad, y alimentarse de la historia. Pero la historia no solo se nutre del pasado lejano, del relato a veces inverosímil que rodea a personajes imposibles, habitantes de territorios imaginarios, sino que, en la mayoría de los casos, la historia es un árbol que continuamente expande sus raíces hacia todos los lados, abarcando el presente, el pasado y el futuro, y poniendo a prueba en cada caso la memoria colectiva, siempre tan frágil y propensa al olvido. Como en su momento afirmó Georg Lukács, en el relato histórico «Importa hacernos revivir los móviles sociales y humanos que han conducido a los hombres a pensar, a sentir y actuar precisamente como lo han hecho en la realidad histórica». Y eso es precisamente lo que Llüisa Cunillé trata de conseguir con su texto: hacer revivir la conciencia dormida del espectador, hacerle partícipe de una historia real, de una historia que no está tan lejos, de una historia que se recrea cada día en nuestras calles, en la piel de los que han podido huir de la masacre, de los que se juegan otra vez la vida para venir sin nada porque, en su casa lo han perdido todo.
África está presente en el relato histórico, aunque es tal vez en la novela donde más se prodiga. Ya, la cita que nos propone la autora, al principio de la obra, está extraída de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Esta novela, escrita en 1899, es una crítica al imperialismo europeo, y más concretamente, al británico. Otra novela que toca el tema africano y, más concretamente, el origen de la tragedia que sufre el Congo, es El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa. Narra la historia del irlandés Roger Casement, uno de los primeros europeos en denunciar los horrores del colonialismo. Es precisamente en el primer capítulo donde la acción se sitúa en el Congo, durante los primeros años de la colonización belga. Como muestra, sirva un pequeño fragmento de esta parte, en el que encontramos a otro personaje histórico altamente reconocible: «En aquella forzosa inacción muchas veces recordó Roger la expedición de 1884 bajo el mando de su héroe Henry Morton Stanley. […] Años después, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que había sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la razón de ser de aquella expedición encabezada por Stanley y financiada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba –como Europa, como Occidente, como el mundo– el gran monarca humanitario, empeñado en acabar con las lacras que eran la esclavitud, y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las mantenían en estado federal». Y un poco más adelante: «Con los años –dieciocho habían pasado desde la expedición que hizo a sus órdenes en 1884–, Roger Casement llegó a la conclusión de que el héroe de su infancia y su juventud era uno de los pícaros más inescrupulosos que había excretado Occidente sobre el continente africano. […] Iba y venía por el África sembrando por un lado la desolación y la muerte –quemando y saqueando sus aldeas, fusilando nativos, desollándoles las espaldas a sus cargadores con esos chicotes de girones de piel de hipopótamo que habían dejado miles de cicatrices en los cuerpos de ébano de toda la geografía africana– y, de otro, abriendo rutas al comercio y a la evangelización en inmensos territorios llenos de fieras, alimañas y epidemias que a él parecían respetarlo como a uno de esos titanes de las leyendas homéricas y las historias bíblicas». Como podemos ver, a veces la Historia oficial adolece, cuando menos, del rigor imprescindible que sea capaz de dar a cada uno lo que le pertenece o se merece. Si Henri Morton Stanley se hizo famoso, no fue por su devastación ni por su falta de humanidad, sino por una frase que pronunció durante su encuentro con otro personaje histórico, mucho más digno de atención: «¿El Dr. Livingston, supongo?».
Centrándonos en el teatro histórico, hemos de buscar nuestras referencias en la voz de los dramaturgos que ejercen su trabajo en la actualidad. En los dramaturgos que, como apunta el profesor José Romera Castillo en su libro Teatro español entre dos siglos a examen, citando a Buero Vallejo, reinventan la historia sin destruirla, y, citando a Lukács, crean «las posibilidades concretas para que los individuos perciban su propia existencia como algo condicionado históricamente, para que se perciban de que la historia es algo que interviene profundamente en su vida cotidiana, en sus intereses inmediatos». Irremediablemente, el teatro es parte de la historia, y la historia se hace también en los teatros. Y, como la historia casi siempre se cuenta desde el lado de los vencedores, es imprescindible cederle la voz a los vencidos, a los olvidados. En este aspecto, la mujer, olvidada doblemente, tiene mucho que decir.
Hoy, por suerte para el teatro español, nos nutrimos de un buen número de dramaturgas que desarrollan su trabajo aportando su experiencia vital, tantas veces desde la desigualdad y el menosprecio. Todas ellas tienen un espejo donde mirarse, un espejo que refleja la visión no tan lejana de las mujeres que conformaron lo que Romera Castillo titula, en el citado libro, “Discurso teatral histórico, mujer y exilio”, en figuras de la talla de María de la O Lejarraga o Carlota O’Neill. Mujeres que, como señala Raquel García-Pascual, en su “Epílogo para curiosos”, refiriéndose a las autoras que incluye su antología Dramaturgas españolas en la escena actual (2011), son mujeres en activo, con obras en cartel dentro y fuera de España en escenarios de primer nivel, galardonadas y traducidas y que son objeto de programación académica en distintos niveles docentes. Mujeres que, como los hombres, no son (ni tienen por qué ser) un grupo homogéneo y que, sin embargo, tantas veces aparecen en las críticas o en los manuales como integrantes de un teatro femenino, sin más; cuando su trabajo, si es valioso, es por ser tan diferente, entre sí y de todo lo demás. Por todo ello, suscribo las palabras de Raquel García Pascual en su trabajo mencionado más arriba, cuando dice: «Pidamos un tratamiento responsable y relevante de la difusión de la obra de nuestras creadoras con una información contrastada que no marque el horizonte de expectativas del auditorio en una sola dirección».
No hay nada de chiste, de burla o de banalidad en la obra, sin embargo, tanto el principio como el final dan pie a pensar que nada de lo que puede haber en medio pueda ser realmente importante, que el mensaje verdadero del discurso, en boca de los personajes, no tiene más importancia que un antiguo chiste malo que solo provoca la risa por ser harto conocido y divulgado. Las voces verdaderas del hombre y de la mujer (así, con minúscula), las voces verdaderas que el espectador espera de la obra son esas, las de la banalidad y el chiste malo, las de las noticias oídas y no escuchadas, las del tópico pueril y la patera incómoda procedente de una tierra inexistente, de un continente invisible que solo aporta problemas a la sociedad occidental. Lo demás no interesa, porque nos pone en el compromiso de tener que reflexionar y en la obligación de sentirnos culpables, al menos, de la inacción, de mirar siempre para otro lado. En consecuencia, el reto más importante que había que conseguir en esta obra de teatro era el de hacer visible lo invisible, porque invisible es lo que no se ve o, mejor dicho, lo que no se quiere ver. Hay un momento clave en el que Llüisa Cunillé lo consigue, casi al final de la obra, cuando el hombre africano, por boca de la Intérprete, confiesa que su hijo murió con tres años a causa de la malaria y que todo lo que ha contado no sucedió, pero que habría sucedido si su hijo hubiera continuado vivo. Su intención es que alguien más eche de menos a su hijo, que alguien más escuche el grito desesperado de los que entienden el idioma que se les obliga a escuchar, pero no tienen voz para contar su historia, esa que sucede cada día pero que no es creíble: la malaria, el hambre, el abandono, la invisibilidad; porque un suceso real solo es verosímil cuando llega al extremo, cuando se precipita al abismo tras el que ya no cabe solución alguna.
Otra clave importante de la obra la encontramos en su título: Après moi, le deluge, ‘Después de mí, el diluvio’. Esa es su traducción literal, y así lo contempla Carlota Subirós –directora del montaje de la obra realizado en 2008 por el Centro Dramático Nacional– cuando afirma que «En muchas culturas, el diluvio ha sido un cataclismo que ha arrasado a la humanidad para castigarla de un proceso de degeneración. Pero el diluvio se asocia también, por eso mismo, a la idea de renacimiento, de purificación y de fertilidad». En la obra, esta frase se le atribuye a Mobutu, dictador y único presidente de la República de Zaire (hoy, República Democrática del Congo), antes de abandonar el país; sin embargo, para muchos historiadores, fue el rey francés Luis XV el creador de la frase, por lo que su significado tenía que ir un poco más allá, nos tenía que decir algo más. Si acudimos a la sabiduría popular, hay un sabio refrán en España que recoge muy bien su intención, ya que esta es aplicable al comportamiento que el poder económico y político occidental ejerce contra los recursos de África, cuando estos se acaban, o cuando ya no resultan interesantes: “El que venga detrás, que arre”.
Pedro Turrión Ocaña
Bibliografía
Cunillé, Llüisa (2007). Après moi, le deluge . En, García-Pascual, Raquel (Ed.). Dramaturgas españolas en la escena actual. Madrid, Castalia, 2011.
García-Pascual, Raquel (Ed.) (2011). Dramaturgas españolas en la escena actual. Madrid, Castalia.
Navarro Salazar, María Teresa (Ed.) (2000). Novela histórica europea. Madrid, UNED.
Prieto Nadal, Ana (2013). “El horror invisible y el horror en escena. La pulsión rapsódica en Après moi, le deluge, de Llüisa Cunillé, y en Y como se pudrió…: Blancanieves, de Angélica Lidell. En Signa. Revista de la Asociación de Semiótica. Núm. 22, pags. 595-619.
Romera Castillo, José (2009). Teatro español entre dos siglos a examen. Madrid, Editorial Verbum.
Subiros, Carlota (2008). “Siete pensamientos antes del diluvio (para ser leídos después)”. En el “Programa de Après moi, le déluge (Después de mí, el diluvio), de LLüisa Cunillé”. Centro Dramático Nacional.
Vargas Llosa, Mario (2010). El sueño del celta. Madrid: Alfaguara.
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