En 1916, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la península ibérica dos barcos con seiscientos alemanes provenientes de Camerún. Se han entregado en la frontera guineana a las autoridades coloniales por ser España un país neutral. Se instalan, entre otros lugares, en Zaragoza, donde forman una pequeña comunidad que jamás regresará a Alemania, aunque no podrán escapar al devenir de la historia cuando se produzca el auge y la caída del régimen nazi. Entre sus descendientes están Eva y Fede, quienes, más de un siglo después, se encuentran en el cementerio alemán de Zaragoza en el entierro de Gabi, su hermano mayor. Junto con su padre, ellos son los últimos supervivientes de los Schuster, una familia que llegó a tener un importante negocio de alimentación, hoy desaparecido.
Afirma Gueorgui Gospodinov que su país tiene muchas historias que no han sucedido y otras que no se han narrado. A mi entender, las unas y las otras pueden ser, perfectamente, la chispa que le permite al escritor narrar fragmentos de la historia de un país ‒o de una época‒ a través de la literatura, a través de la ficción, nada importa el lugar de origen de la persona que escribe. Sin embargo, Los alemanes, de Sergio del Molino, no es una traslación a la ficción de la historia, como tampoco lo son las narraciones de Gospodinov, sino una manera de tomar la historia como base para crear una ficción que se convierte, de una manera más cercana, en una llamada de atención al desconocimiento o al olvido.
Al concebir Los alemanes, Sergio del Molino se hace eco de un suceso, poco conocido en la actualidad, aunque en su día llamó mucho la atención, sobre el que ya escribió en un libro anterior (Soldados en el jardín de la paz, Prames, 2009) y, a partir de ahí, construye una novela que pone el punto de mira, a través de las relaciones familiares, en cómo la historia, si no se le presta la debida atención, puede llegar a arruinar el más cuidado proyecto de futuro.
Eva y Fede se reencuentran en el cementerio alemán de la ciudad de Zaragoza, su manera opuesta de ver las cosas los ha mantenido alejados durante algún tiempo. La causa de este encuentro es el entierro de un personaje que, a pesar de estar muerto, condiciona toda la trama de la novela. Se trata de Gabi, su hermano mayor, Gabi S en los ambientes musicales alternativos, en los que era una estrella. A partir de ese momento empieza a girar una rueda que nos hace viajar desde la época de la primera guerra mundial hasta la actualidad. El suceso histórico mencionado es la llegada a Zaragoza, en 1916, de un numeroso grupo de refugiados alemanes procedentes de Camerún. El país africano fue colonia alemana desde 1884 hasta 1916, año en que la pierde a causa de las derrotas alemanas en la primera guerra mundial.
Junto a su progenitor, Juan (Hans) Schuster, condenado al olvido en su vieja casa, con la única compañía de Ioana, la asistenta de nacionalidad rumana, que le cuida, los dos hermanos son los únicos supervivientes de la familia Shuster, forjadora de un imperio salchichero ya desaparecido, como parece estar la memoria de su pasado.
Fede es profesor universitario en Ratisbona y Eva, una política local con un prometedor futuro a nivel nacional. Ellos son dos de los narradores de la novela, en la que también escuchamos a Berta, la mejor amiga de Gabi desde la infancia, y a Ziv, especulador y mafioso israelí, carente de moral, cuya principal ocupación es salpimentar sus turbios negocios con la caza de nazis.
La gran clave de la novela está, precisamente, en esta estructura polifónica en la que, curiosamente, lo que más nos aturde no es lo que se dice, sino los secretos y silencios que se ocultan tras las palabras. Es a través de este juego por el que nos damos cuenta de la visión antagónica de los hermanos ante los mismos sucesos. He oído decir a Sergio del Molino que a veces los narradores juegan a la fuga entre ellos, sin embargo, a mí me parece que en ocasiones juegan a provocar un encuentro necesario, en forma de falso diálogo, que convierte al lector en el único elemento omnisciente de la narración.
A pesar de que las emociones primarias del ser humano se manifiestan igual en todas las culturas, no ocurre así con los comportamientos que provocan. A partir de esta premisa, Sergio del Molino pone sobre la mesa varios temas impactantes, como son las relaciones familiares, la educación interesada, la corrupción política y periodística y, el más importante a mi juicio, la herencia de la culpa, de tal manera, que nos permite no perder de vista la imperiosa necesidad de conocer todos los elementos de la historia para no crear una intrahistoria falsa e interesada, tan habitual en nuestros días.
El nazismo y el antisemitismo se mezclan con la corrupción y el pelotazo en un tour de force desequilibrado que todo lo enfanga, generando una sensación de descontento general que convierte la novela en una crítica a la moral contemporánea en la que puede más un supuesto “holocausto” animal alimenticio, que el genocidio humano. Todo podría aclararse satisfactoriamente de cara a la opinión pública, sin embargo, en algunas ocasiones, para que el mal no se alce con el triunfo, el bien tiene que jugar a perder.
Un elemento muy importante en la novela es la música, empezando por su estructura, semejante a una construcción musical con cuatro movimientos o escrita para ser ejecutada por un cuarteto de cuerda. También la música es la seña de identidad de uno de los personajes más injustamente tratados por su propia familia: la “joven decadente”, esposa y madre, retrato fiel de la mujer de la época, que refugia su frustración sobre las teclas de un piano, a pesar de estar siempre donde tiene que estar, aunque no se note su presencia. Y, sobre todo, la música es el fondo que imprime cierta cadencia triste a un relato circular que comienza y termina hablando de la muerte, por el lugar donde se desarrollan estos dos momentos, pero sobre todo, a través de unas impactantes palabras extraídas de los diarios de Franz Schubert, compositor omnipresente a lo largo de toda la novela:
«Nadie comprende el dolor del otro, y nadie comprende la alegría del otro. Siempre pensamos ir hacia el otro, pero lo único que hacemos es pasar unos al lado de los otros. Qué padecimiento para quien se da cuenta de esto».
Otro elemento imprescindible es la presencia continua de la lengua alemana, o más bien, su contraste con el español. La idea del pensamiento único y unívoco, que tantas veces nos aleja de la reflexión sosegada, queda difuminada a través del conocimiento consciente del instrumento universal de comunicación, que es la lengua, y todas sus posibilidades. Hay un ejemplo en el texto que tal vez nos pueda dar la clave de por qué una madre les cuenta cada noche a sus hijos historias terribles antes de dormir, aunque no sean más que cuentos de la tradición oral alemana aprendidos en su niñez: la palabra einsamkeit, cuya traducción al español es ‘soledad’, y que en alemán tiene una connotación más concreta, de ‘propiedad de ser uno’, y que el personaje identifica con el término “uniedad”.
En resumen, Los alemanes es una novela intensa y apasionante que interpela al lector desde las primeras páginas, a través de la diversificación de puntos de vista ante sucesos, sobre los que es tan fácil posicionarse como difícil es acertar con el juicio correcto. La literatura se convierte, así, en la plataforma idónea para plantear la discusión, pero no para dar una respuesta unívoca y universal.
El simple hecho de que una de las posibilidades del pasado sea la de enredarse en el presente para hacernos dudar del futuro, debería, cuando menos, hacernos pensar.
Sergio del Molino. Los alemanes. Alfaguara, 2024.
Pedro Turrión Ocaña
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