jueves, 10 de junio de 2021

De madrugada en las calles. Adolfo García Ortega

 


Recordarán la calle y el lugar exacto.
Ya de madrugada, el sabor de sus bocas, la piel,
las palabras pronunciadas y la inestable
luz ámbar parpadeando en los semáforos
arrasaron su país,
lo calcinaron,
cayeron las fronteras.
Por toda compañía, un borracho salía de un portal
y el cielo era un túnel. Allá, muy cerca,
un taxi esperaba. Cochero de la cuenta atrás,
adivinó sus siluetas, supo que se irían.

Lo que fluye dice adiós,
todo se cambia,
pero sus labios, en ese momento, se buscaban a golpes,
habían sido necesarios muchos años
para que se encontraran allí,
junto a ese taxi detenido y a ese cielo como un túnel,
sobre aquella acera transfigurada
en la geografía más solitaria del mundo.

La pasión descubierta es una furiosa identidad
y así las bocas de los dos trataban de arrancar
el ropaje de amor sin futuro
con que a veces se viste el amor.
La pasión, entonces, son cuatro manos sujetas con fuerza
hasta alejar la sangre de los dedos,
la pasión es libre como una voz en el teléfono
a cualquier hora del insomnio.
Esa misma pasión que anuncia escalofríos
en el desván del pensamiento,
y presagia desconsuelo, y exige un cheque de dolor
pagado en blanco al destino.

Lo que deseaban
se decía en el gesto moroso, casi líquido,
que la mujer emprendió al pasar sus dedos
por la boca del hombre,
más desesperados los dos por saber
que la vigilia, la guardia mantenida,
la férrea fortaleza de la razón
iba a ceder el paso a ese cuarto de hora
de locura, fecundo,
en que se deja de sentir el miedo
de haberlo perdido todo.

Por esa noche, al fin, fueron felices,
aunque luego nunca más hablen de ello,
allá donde estén,
y se echen de menos el resto del tiempo,
duren lo que duren los años.

Adolfo García Ortega, Travesía. Pre-Textos, Valencia, 2000, p.66


El poema narra el descubrimiento del amor verdadero en medio de la soledad nocturna, esa que está más allá de la vigilia y del sueño, y lo hace a través de varios núcleos temáticos construidos a partir de las diferentes estrofas, semejantes a los títulos de los diferentes planos de una película de cine negro: realidad de los amantes; se rompen sus esquemas; se entregan a una pasión irrechazable; indagan en el amor; se produce la consumación; vuelta a la realidad.

El primer verso del poema, y los cuatro últimos de la estrofa final, son la confirmación de la idea central. A través de ellos nos damos cuenta de que lo que han vivido los amantes será imposible de olvidar.

En el resto de la primera estrofa se produce la puesta en escena de este poema que desde el primer momento se instala como un film en la mente del lector: madrugada; tras el encuentro, se han roto todos sus esquemas; lo que creían real (su país) sucumbe tras un encuentro que no pueden rechazar y que les marcará para siempre. El ambiente sórdido de la escena marcará todo el poema: la luz parpadeante de los semáforos en medio de una noche oscura, con la única compañía de un borracho y un taxista acostumbrado a ser siempre el testigo de la vida, que surge y se esfuma en un instante, y que rara vez tiene que ver con él.

En la segunda estrofa, aunque no es lo habitual (no está bien visto, o no es lo que mandan los cánones posiblemente, tampoco los suyos) ellos se entregan a una pasión recién descubierta, pero que llevan esperando muchos años y saben que es posible que solo dure ese instante. Es el encuentro con el amor verdadero, que a veces tarda en llegar o que no llega nunca.

En la siguiente estrofa, los amantes indagan si es en realidad el amor verdadero lo que tienen, o si es solo la pasión de un momento de locura. Surge entonces lo desconocido de uno mismo, lo que busca la verdad a toda costa, y es ahí cuando la pasión se hace reconocible en otras noches de insomnio que habitan en un recuerdo doloroso que tarde o temprano regresará.

La penúltima estrofa es la consumación de lo que ya no tiene remedio, de lo que quizá nunca se vuelva a repetir; es la consumación de una felicidad efímera y eterna, a la vez. A esta estrofa hay que añadir el primer verso de la siguiente.

En los cuatro últimos versos del poema retrocedemos al principio, a la realidad del primer verso, como un zoom de cámara que se aleja y nos muestra el plano vacío de una escena en la que ya solo perdura el recuerdo.

Es crucial el uso que García Ortega hace de los tiempos verbales para dotar de movimiento al poema. Un movimiento que, a la vez que físico, es también temporal.

El poema comienza con la tercera persona del plural de un verbo en futuro recordarán, verso que, como dije arriba, tiene su continuidad en los cuatro últimos, estos construidos con versos en presente de subjuntivo con valor de futuro. Los cinco versos forman un continuum que podría funcionar también de manera independiente: «Recordarán la calle y el lugar exacto / aunque luego nunca más hablen de ello, / allá donde estén / y se echen de menos el resto del tiempo, /duren lo que duren los años.» A partir de ahí, se produce una alternancia entre el pasado y el presente que fluctúa como un cambio de plano, como un cambio de luz en la escena fílmica del poema.

En la primera estrofa hay varios verbos en perfecto simple: arrasaron, calcinaron, cayeron; son verbos muy próximos semánticamente que tratan de poner en un primer plano la violencia de lo que sucede. Pero no es una violencia peligrosa, más bien lo que quiere conseguir es transmitir al lector esa sensación de brusquedad de lo que se busca con prisa, con urgencia. A estos le siguen tres verbos en imperfecto que pertenecen a los personajes secundarios de la escena, al borracho que salía de un portal, al cielo que era un túnel, y al taxi que esperaba. Si la primera estrofa comienza con un verbo, tenemos que esperar al cuarto verso para encontrar el siguiente, en tiempo impersonal de gerundio, al que le siguen los tres tiempos mencionados del pretérito perfecto que, casi por sí solos, completan una estrofa cada uno o son el centro de ella, en una estructura donde predomina el asíndeton. Este recurso es cortado en seco al principio del séptimo verso, donde la conjunción y ralentiza la escena y nos hace volver la vista hacia los personajes secundarios que se mueven en un tiempo indefinido.

El primer verso de la segunda estrofa es una antítesis que refleja muy bien la idea que nos transmite sus versos, la del encuentro, efímero y eterno, de los amantes. En ella se repite la metáfora, presente ya en la primera estrofa, que dibuja la oscuridad del cielo, pero esta vez funciona como una alegoría, al completar la imagen con la transfiguración de una mínima acera que es, a su vez, inabarcable, al formar parte de un espacio intangible, como intangible es la soledad y el mundo. De nuevo son los tiempos verbales los que consiguen un movimiento que empieza con un presente genérico que nos muestra lo que puede ser una sensación conocida por el lector (fluye, se cambia) y que sobrepasa la realidad temporal del suceso; continúa en pasado, tiempo en que se produce un acto que se alarga en su origen (se buscaban, y para ese encuentro consumado habían sido necesarios muchos años); y termina también en un presente de subjuntivo dual, ya que, a la vez que transporta a los amantes al futuro que nace de su propio pasado, devuelve al lector al presente escénico que denota el decorado.

Hay una fuerza oculta en la tercera estrofa, que ya se intuye en el primer verso. Una fuerza presente en la estrofa anterior (se buscaban a golpes), pero que ahora vemos en detalle al situar a los dos sujetos poéticos en primer plano. Ahora, en vez de un escenario, la pantalla instalada en la mente del lector, se llena de términos que forman una isotopía semántica que nos transgrede. Términos como: furiosa, arrancar, fuerza, sangre, insomnio, escalofríos, desconsuelo, dolor. Estos términos son la definición perfecta de la palabra que más se repite en la estrofa: pasión. Una pasión que puede engañarlos: pasión ‘identidad’, pasión ‘fuerza’, pasión ‘libertad’, pasión ‘desconsuelo’. Por eso se zambullen del todo en ese instante, se desnudan, se abarcan desde la libertad adquirida en la irrealidad que produce el insomnio, sin pensar que el pago pueda ser el dolor que, en algún momento, siempre exige el destino. Esta posibilidad la subraya el poeta repitiendo la conjunción y (polisíndeton) al principio de los dos miembros paralelos que construyen el penúltimo verso.

Como decía arriba, la penúltima estrofa contiene los versos de la consumación del amor descubierto. En ella, el poeta no se conforma con utilizar en el segundo verso una figura poética como la sinestesia (se decía en el gesto), sino que alarga su explicación en los versos siguientes, creando con ello una imagen completa de la escena. En este caso, la continuidad de ideas, la gradación de epítetos que califican al término razón, no necesitan de la ralentización de conjunciones (asíndeton). Porque todo sucede en un cuarto de hora. Es importante acotar el tiempo para que nos demos cuenta de que lo que sucede puede cambiarlo todo: cuando se pierde el miedo, cualquier cosa puede suceder, como perderlo todo o encontrar la felicidad que busca el ser humano desde el albor de los tiempos. El primer verso de la última estrofa es la culminación de la escena que, a partir de ahí, trasciende al espacio y al tiempo conocidos y se instala en un futuro que dura toda la vida.

Con los cuatro últimos versos ingresamos, con el modo subjuntivo de los verbos, en el utópico espacio de lo desconocido, de lo probable, de lo que puede suceder; en el desconocido mundo interior del ser humano que también atañe al lector, y en la acotación imposible de la durabilidad del tiempo.

Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), en una entrevista realizada en 2016, mantiene que “ahora hay una generación que lee muy poco y, encima, está dirigida, ya que está inmersa en la lectura de lo breve y es incapaz de descubrir algo nuevo, pero siempre habrá un público para lo literario”1. Y, aunque el poema analizado es muy anterior a esta entrevista (el libro se publica en el año 2000), podría ser un buen antídoto para curar ese mal que predica el autor y que, por desgracia, se propaga con la rapidez del rayo: es breve y, sin embargo, es nuevo, porque es capaz de trasladar al lector a otras formas de transmisión cultural, como pueden ser el cine, la música o la novela.

Porque el poema De madrugada en las calles, es eso, una inmensa historia contenida en el mínimo recipiente de un poema; una historia que puede ser visualizada, cantada y también narrada, en la que el autor, tal vez sin proponérselo, es capaz de despertar al curioso que todos llevamos dentro, al curioso que busca y se busca en otros que no conoce, que en algún momento no ha sido capaz de entender lo que le ocurría por dentro, de entender por qué un mínimo momento del pasado se obstina en aparecer en medio de la noche, del sueño o del insomnio. Y, aunque ahora no usemos el teléfono para buscar consuelo en otra voz solitaria que nos levante el ánimo, y lo usemos como un apéndice más de nuestro cuerpo, es el mismo teléfono el que nos introduce en la impersonalidad anónima y adictiva de las redes sociales.

Pero, “porque siempre habrá un público para lo literario”, García Ortega construye también un poema que rebosa literatura. Como apunta Juan Diego Madueño, “La poesía de Adolfo García Ortega es una mezcla de prosa descriptiva y metáfora. La sencillez de una visión no pretenciosa de la realidad: un espejo a través de la voz impersonal del lector”2. Una visión de la realidad en la que cabemos todos y que nos traslada a un lugar reconocible pero que difícilmente es traducible a palabras: es el lugar donde habita la poesía de lo cotidiano, de lo que ocurre en cada madrugada, en cada calle de cualquier lugar del mundo; y seguirá ocurriendo, duren lo que duren los años.

1 Velasco Oliaga, Javier, “Entrevista a Adolfo García Ortega, autor de ‘El evangelista’”. Todo literatura; 9 de noviembre de 2016, en https://www.todoliteratura.es

2 Madueño, Juan Diego, “Adolfo García Ortega y la poesía de otros”. Diario El mundo, 15 de abril de 2015, en https://elmundo.es/cultura

Pedro Turrión Ocaña

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Último artículo

Versos a la deriva. Marina Díez (Reseña)